Ritos de muerte (14 page)

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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

BOOK: Ritos de muerte
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—¿Sabe que ya estábamos sobre una pista?

No podía entenderme. Le conté mi conversación telefónica con el analista sobre la púa de plata recubierta de aquel raro material.

—Siempre pasa lo mismo —exclamó—. Cuando uno cree estar encaminado, el final se precipita.

—¿Qué quiere decir?

—Estaba filosofando.

—Ya.

—Le parece extraño que este gordo subinspector filosofe, ¿verdad?

—¡En absoluto!

—Pues así es. Te dices a ti mismo: bueno, ahora las cosas están bastante bien encarriladas, voy a quedarme quieto donde estoy, y de repente, las circunstancias pegan un bandazo, todo se desmorona y hay que volver a empezar.

—En mi caso no sucede de esa manera.

—¿No?

Nos encontrábamos frente al Café de la Ópera.

—¿Quiere que entremos aquí?

Buscamos una mesa entre grupos de jóvenes pseudo bohemios y algún turista ocasional. Garzón se quedó mirando los artesonados llenos de mugre, las lámparas marchitas, los espejos que alguna vez lucieron su brillo.

—¿Le gusta? Es como un resto del pasado, pero no se engañe, muy poco auténtico, en realidad no tiene nada de anticonvencional, la clientela es de aluvión.

Garzón se rascó el bigote.

—A mí este lujo del siglo pasado me parece estupendo. En cuanto llegué a Barcelona me planté en la puerta del Liceo sólo para mirar. Los lujos modernos son distintos, no están tan pendientes del detalle, son más cómodos, no tan inútiles.

Me quedé mirándolo con curiosidad. Era el tipo más contradictorio que había conocido. Hasta el momento parecía preocupado por problemas sociales y ahora se descolgaba alabando el espíritu burgués.

—¡No sabe lo que daría por presenciar una ópera ahí!, pongamos
Madame Butterfly.
Esa hermosa japonesa desesperada desmelenándose, los puentecitos de los jardines orientales...

Me eché a reír. Un hombre excéntrico de verdad. ¿Sólo el altercado heroico con el comisario había propiciado aquella variación? Quería pensar que no. Sin duda yo, desde un principio, le caía bien. Debía estar harto de hacerse el digno conmigo, de actuar como representante oficial del sexo dominante. Estaba resultando divertido aquel resurgir, cuando las compuertas férreas de su camisa rayada se abrían, aparecía un hombre sensible y soñador. Pero, como él había dicho, las circunstancias daban tajos a la vida y había que volver a empezar. Por muchos tesoros que guardara en su modo de ser aquel curioso polizonte, ya no estaban destinados a mí, en cuanto abandonáramos el caso era más que probable que no volviéramos a encontrarnos.

—Y en su caso, ¿cómo es?

—¿Qué?

—Iba a decírmelo en la calle, el funcionamiento de su vida, ¿recuerda?

Sonreí. Hacía tiempo que nadie se interesaba por mi manera de pensar, eso era propio de otros tiempos, la juventud, la fiebre de la conversación. Garzón esperaba mis palabras. Parecía un senador romano de una provincia del sur. Podía ver su incipiente calva occipital reflejada en un espejo.

—Pues verá... usted ha dicho que en su vida todo funciona bien y, de repente hay un cambio inesperado que supone una destrucción. Para mí es todo lo contrario, mi vida nunca está bien. En cuanto llego a un punto estático en el que las cosas se repiten, quiero cambiar. Pero no de un modo consciente y meditado, sino por medio de un gran arrebato pasional. Entonces cambio de profesión, de marido, de casa... no sé, es como una permanente intranquilidad, he de dar un buen topetazo al edificio, un revolcón, una decisión inesperada, romper.

Un grupo de estudiantes que teníamos al lado estalló en carcajadas, pero Garzón no los oyó, estaba absorto, hipnotizado.

—Entonces eso quiere decir... que controla usted su propia vida.

—¡No, no, ojalá! Eso quiere decir que me encuentro siempre sumida en amplios marasmos de insatisfacción, que me cargo lo bueno que tengo, que no domino los elementos profundos de mi personalidad.

—No corra tanto, inspectora, yo no tengo la misma cultura que usted, me he perdido.

—No diga bobadas, lo que quiero decir es que cuando tengo algo firme, consolidado, valioso, hay un impulso en mí no controlado que me hace variar, saltar a campos desconocidos, peligrosos. Eso me llevó un día a dejar mi carrera de abogada y hacerme policía, a divorciarme, a casarme de nuevo...

—Y a divorciarse otra vez.

—Exactamente. Eso yo no lo llamaría autocontrol.

—Pero hace usted lo que le viene en gana.

Por las Ramblas seguía paseando gente extraña. Estuvimos un buen rato callados. A Garzón le salía humo de la cabeza de tanto pensar, estaba en un punto culminante de meditación. Agitó la cabeza tristemente.

—¡Qué cosas!, ¿eh, inspectora?

—Ya ve.

Yo tenía el estómago devorado por tanto alcohol a palo seco y le propuse cenar. Su contrapropuesta me sorprendió, quería que fuéramos al Efemérides. Sabía que iba a ser demasiado para mí, pero acepté.

Pepe no se inmutó al recibirnos. Su local estaba bastante animado, lleno de jóvenes que bebían cerveza con despreocupación. Alguien había colgado un cartel en la pared que decía: «
Yo también me libré de la primera piedra
». Hamed nos obsequió su mejor sonrisa.

—¿Qué tenéis hoy en el menú? —preguntó Garzón como un verdadero habitual.

—Un guiso de habas con yogur.

—¿Le apetece, inspectora?

—¿Por qué no?

Pepe abría botellas y servía habas sin perder el gesto tranquilo. Había que reconocer que todo allí estaba bien organizado. Hamed nos puso delante dos platos que humeaban. Me volví hacia mi compañero de investigaciones.

—¿Por qué le gusta venir a este sitio?

Zampaba como si varios perros de ciego le disputaran el bocado.

—No sé, es alegre, nadie te mira, hay juventud. Con Pepe tenemos conversaciones interesantes. Su punto de vista es muy especial.

—Lo conozco, no tiene que explicarme.

—Además he descubierto la cocina árabe, ésa es otra razón.

Pidió repetir, y nos mantuvimos en franca armonía comiendo y bebiendo vino, como si no hubiéramos hecho otra cosa en toda la vida, y como si hacer aquello fuera el colmo de la felicidad. Cuando todas las cenas estuvieron servidas Pepe y Hamed se acercaron a charlar con nosotros.

—¿Habéis dado ya con el culpable? —preguntaron.

—Me temo que no.

Pepe tomó la palabra.

—Cada vez estoy más convencido de que se trata de un plan iniciático. Sin duda un individuo que ha hecho toda la vida el bien y ahora se ha decantado por probar el mal. No creo que haya nada privado en sus motivaciones, actúa por convicciones mentales, por experimentación.

—¡Eso es ridículo! —comenté.

Garzón rió.

Las teorías de Pepe, siempre fuera del mundo, por encima de la realidad. ¡Cuántas veces durante nuestro matrimonio me había sacado de quicio con sus salidas imposibles! Todo lo que, al conocerle, me pareció original estaba después teñido de un halo fantástico que no soportaba.

—No somos más que animales trascendentes, nunca existirá un universo limpio de maldad —dijo Hamed.

—Es mejor que no os lancéis a la especulación —dije—. Acaban de quitarnos el caso.

—¡Vaya!, ¿por qué?

—Porque Petra es una mujer —dijo Garzón, y oí tintinear el cascabel de la ironía en el interior de su frase.

—No me parece suficiente.

—Pero tampoco te parece mal —repliqué.

—En el fondo, desde que te encargaron el caso siempre he pensado que poner a una mujer a investigar violaciones es como pedir a un negro que juzgue el
apartheid.
Demasiada implicación.

Estaban esperando que saltara, de modo que tuve que saltar.

—Naturalmente Pepe, llevas razón, hay que coger al violador en plena faena y antes de ponerle las esposas preguntar: ¿acaso es buena su intención?

Se rieron. Garzón más. Debía sentirse aliviado de no ser por una vez el centro de mis invectivas feministas. Pepe me dio una palmadita en la cabeza.

—¿A que es una mujer muy pasional?

Como un padre orgulloso de su chica. Habíamos jugado otras veces ese juego, yo aniñada bajo su tutela, él firme y equilibrado. Intentábamos subvertir la ecuación de nuestra edad a base de roles. Pero tampoco esa añagaza amorosa resultó. Garzón intervino.

—Aparte de que no hubiéramos logrado averiguar nada, cosa que es cierta, todo parece indicar que nos hubieran quitado el caso de cualquier manera. Mucho más cuando éste empezó a tener publicidad en los periódicos. Pero Petra ha presentado una protesta verbal y ahora hará una por escrito que yo también firmaré.

—No sé si vale la pena. ¡Me da tanta pereza!

Pepe nos sirvió café y una pasta llena de jalea.

—Si esto fuera una película americana, ahora os pondríais a investigar por vuestra cuenta hasta dar con ese tipo.

—Odio las películas americanas —dijo Hamed—. Siempre son racistas. Además, la acción es demasiado rápida para mí, no me entero bien.

Pensé que podían quedarse toda la noche así, charlando, riendo, diciendo bobadas. Ahora ya sabía por qué Garzón iba allí, lo que hacía. Básicamente nada, vegetar en un ambiente amistoso, participar en razonamientos ilógicos, bromear.

A las dos de la mañana y, tras varias copas cortesía de la casa, me despedí. Garzón se quedó, diciéndome adiós con la mano desde su asiento. Había una especie de niebla, nubes bajas. Puse en marcha mi coche. Ya no transitaba casi nadie a aquella hora. Bien, y aquello era todo, se acabó. Nos habían quitado de las manos un caso sin resolver. Habíamos pasado un corto tiempo de nuestras vidas encarados a una terrible realidad, y no habíamos podido hacer nada al respecto. Éramos ridículos, inútiles, patéticos: el gordo subinspector y la cuarentona que reivindicaba los derechos de la mujer. ¡Un cuadro bufonesco!

Durante la semana siguiente me reintegré a mi trabajo habitual en el departamento de documentación. Había sido como comer un poco de maná, ahora todo me parecía insípido si me ponía a hacer comparaciones. Había un componente enormemente excitante en el trabajo de investigar, hubiera sido tonto haberlo negado. Era como viajar sentado en un tren, aunque tu cuerpo permaneciera tranquilo, las cosas avanzaban a tu alrededor, todos los implicados seguían actuando. Tú te quedabas allí, pensando, ordenando los hechos, con los ojos bien abiertos para no pasarte de estación. También era emocionante aquel contacto a tumba abierta con la realidad, ser testigo de la miseria moral, la podredumbre, el horror. En ningún momento anterior de mi vida me hubiera creído capaz de soportarlo, pero era condenadamente fácil, no juzgabas, no te mezclabas, embotabas tu sensibilidad y acababas por creer que te había puesto allí la Providencia para deshacer entuertos y luchar por la justicia. Aunque no era en absoluto así, incluso si lograbas atrapar al culpable sólo podías aspirar a reenviar a cada uno a su mierda: la víctima a sus traumas y el malhechor a la cárcel. Sin embargo, el cóctel de lucha por el bien y el poder funcionaba como un auténtico estupefaciente que ya no probaría más.

Al cabo de unos días había progresado en alcanzar la paz que alguna vez proyecté. Volvía temprano a casa, preparaba la cena, tomaba café con algún amigo y me ocupé de que nadie me dijera a quién habían encargado la investigación: era mejor no saberlo. Un viernes por la noche, guiada por el deseo de ser perfecta, incluso empecé a colocar mis libros en las estanterías. Como toda tarea largamente pospuesta me pareció insoportable e hice una pausa para tomar té.

Me senté con la taza en la mano, encendí un cigarrillo, aspiré, miré alrededor. Los geranios embadurnados de tierra permanecían dormidos. De pronto sonó el teléfono. Era Garzón.

—Ponga la televisión inmediatamente, cadena tres.

No dijo ni una palabra más, colgó. Al principio no pensé nada, pero cuando me acercaba hacia el aparato me asaltó la idea de que estaban dando la primicia sobre la detención del violador. No era así, en la pantalla reconocí enseguida los rasgos de Patricia. Hablaba mirando a la cámara sin ningún embarazo, como una consumada actriz profesional.

—Fue una cosa terrible —decía.

Después el plano se abrió y vi que, a su lado, sentadas en silloncitos idénticos, estaban Sonia y Salomé. Frente a ellas, mostrando nada más que el cuidado perfil, se encontraba la periodista con la que yo hubiera debido hablar.

—¿Le guardáis rencor? —preguntó.

—No —contestó Sonia.

—¿Qué le deseáis?

—Sólo deseamos que lo atrapen para que un montón de chicas como nosotras que van por la calle puedan estar tranquilas.

Así que habían confeccionado para ellas un cuidadoso guión, ni una palabra fuera de contexto, ni una que se situara al margen del drama candente. Sonó el teléfono de nuevo. Era Pepe.

—En televisión...

—Sí, lo sé, canal tres.

Colgué.

—¿Ha sido buena vuestra relación con la policía?

—La jefa era una mujer —dijo Patricia con cara de ángel.

—Entonces habrá sido muy comprensiva con vosotras.

—¡No, qué va!, a mi madre le gritó.

—¿Le gritó?, ¿por qué motivo?

Aquella maldita cazanoticias estaba dispuesta a cargar las tintas.

—Porque lloraba.

—¡Vaya!

—Sí, y nos torturaba psicológicamente.

Tragué saliva dos veces.

—¿Cómo fue eso? Explícate mejor.

—Nos reunía y nos preguntaba lo mismo a todas juntas. Sentíamos vergüenza y recordábamos lo sucedido.

Entonces la periodista cortó el diálogo en seco y se volvió por completo hacia la cámara. Las muchachas quedaron en un segundo plano, grises. Sólo Salomé había permanecido silenciosa, pude comprobar que estaba hosca y ceñuda.

—Ya lo ven ustedes. Hay que hacer patente que estos policías a los que las chicas hacen referencia han sido relevados ya del caso. De cualquier modo, ellas siguen esperando que...

Me levanté de un brinco y apagué el televisor. Cogí una hoja de papel y empecé a escribir:

Al Excelentísimo Señor Comisario jefe de la Jefatura Superior de Barcelona.

Respetado Señor: Habiendo visto mi honor en entredicho y recayendo sobre mí dudas infundadas en mi proceder profesional, debo poner en su conocimiento que se cierne una pública amenaza sobre el colectivo femenino de la policía que, menguado pero importante, dirige usted. Conociendo su sentido de la justicia me atrevo a rogar...

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