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Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

Rito de Cortejo (7 page)

BOOK: Rito de Cortejo
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—Anoche dormí bien en el palanquín. —Eso había sido durante la noche plena, cuando no se solía dormir—.

regresa al jergón. Eres

quien necesita descansar.

—Un Ivieth no necesita descanso.

Era casi cierto. Los miembros del clan Ivieth eran engendrados para seguir avanzando a pesar de todos los obstáculos, ya se tratase de montañas, del calor o de la fatiga. No era extraño que un Ivieth acarrease su carreta durante siete días seguidos sin dormir.

—Entonces juguemos al juego del Kol —lo desafió ella—. ¡A la sombra del eclipse!

Las reglas de este juego eran conocidas por todos los niños de cualquier clan. Una partida de Kol comienza con la creación del tablero, hecho de piezas de madera que encajan como un rompecabezas. Existen muchos diseños, y la forma particular se determina arrojando los dados.

Entonces el territorio se puebla con habitantes y con sus Ocho Plantas Sagradas. Las abejas se distribuyen al azar y se enjambran cuando las cosechas son buenas. Cada habitante pertenece a un clan, que tiene sus propios movimientos y un determinado ritual de procreación. Cada movimiento cuesta una pieza de vegetación que debe volverse a cultivar.

El juego conduce a frecuentes callejones sin salida que sólo pueden superarse si un habitante viola las reglas de su clan. Al hacerlo, pierde kalothi. Al inicio de cada Condición Selectiva, el habitante con menos kalothi es retirado del territorio. Un jugador debe violar las reglas, pero no puede hacerlo con frecuencia y debe elegir con cuidado qué reglas decide violar.

Estratégicamente, cualquier clan puede lograr el dominio sobre otro, o liberarse de su dominación. Un clan que no es controlado por ningún otro recibe la denominación de clan sacerdotal. El objetivo del juego es unificar el tablero bajo el mando de un clan sacerdotal.

La leyenda atribuye el origen del juego a la necesidad de contar con una prueba de inteligencia para seleccionar de este modo a los mejores, que a su vez alimentarán a sus hermanos. En épocas de hambre, cuando no se disponía de registros de kalothi, se realizaban competiciones de Kol y los perdedores donaban sus cuerpos para que los demás sobreviviesen.

El amanecer encontró a Teenae en cuclillas, con el mentón sobre una rodilla, a la sombra del Ivieth desnudo, jugando con tanta concentración que apenas si notó que el campamento comenzaba a despertar, que el caldo se calentaba al fuego o que Joesai se acercaba a ella y le rasuraba la franja de la cabeza para que estuviese presentable cuando, ese día, llegaran a Congoja.

Teenae ganó. Con un grito de alegría, estrechó al Ivieth afectuosamente. Si alguien quería que Teenae lo abrazase, no tenía más que perder con ella al juego del Kol. Era muy mala perdedora. Joesai desempaquetó su túnica y se dedicó a vestirla con gran paciencia, probando uno y otro efecto, ayudado por los comentarios bien intencionados de los demás. Al fin, la expedición se puso en marcha.

El viento salado que soplaba desde el océano, bajo las colinas, cortaba el aliento. Teenae estaba fascinada. Nunca antes había visto el mar. La pequeña aldea se arracimaba en una ensenada. Su magnífico templo parecía una maga que hubiera aplastado las torres y edificios que la rodeaban. Teenae se sintió gozosa al llegar a la aldea preciosamente vestida, subida a un palanquín engalanado del que tiraban dos musculosos Ivieth, con Joesai caminando a su lado.

—Quédate conmigo —le susurró ella. Miró a su alrededor buscando señales de peligro, pero no encontró ninguna. Sólo había marineros, mercaderes e Ivieth que arrastraban carretas con productos de la granja.

El «orfebre» y su esposa fueron recibidos ceremoniosamente en una posada que había frente al muelle, y los instalaron en unas habitaciones con vistas a la aldea. De los muros de la habitación colgaban antiguos tapices en los que unos hombres que celebraban Banquetes Funerarios familiares reían. Cuando sus pertenencias estuvieron guardadas, el posadero en persona los bañó en las aguas perfumadas de su baño público, e insistió en servirles su primera comida en la cocina. Como no se trataba de un año de hambruna, comieron muy bien: panes, arroz entero del mar y croquetas de quingombó sazonadas con especias profanas. El hombre les ofreció los pasteles de abeja con miel más deliciosos que Teenae hubiese probado jamás.

Los quince aliados de Joesai fueron llegando, uno ese día, dos al siguiente, algunos por tierra y otros por mar. De inmediato todos se dedicaron a aprender lo más posible sobre aquella aldea llamada Congoja. Un «sastre» conversó con los sastres. Una joven «Clei» aceptó escribir bajo contrato. Un «albañil» preguntó por los nuevos caminos que se estaban construyendo. Un «mercader» recorrió la aldea en busca de una casa para alquilar. Un «marinero» charló con los mercaderes que se dedicaban a la importación y exportación. El «orfebre» y su mujer estudiaron copias manuscritas de unos libros de la Dulce Hereje, buscando contradicciones en su pensamiento. Él vendió oro y regresó para compartir los rumores con su esposa.

Discretamente, pero por todas partes, estaba la Señal de la Herejía: un tallo con sus cuatro semillas de trigo, cada una de las cuales terminaba en una larga fibra. Una mujer lo tenía tatuado entre los senos, otros se lo encargaban al sastre o bien lo llevaban bordado sobre un viejo abrigo. En cierta ocasión, Teenae vio cómo un niño lo grababa lentamente en el brazo de otro niño pequeño, apretando los labios en señal de concentración. Su mensaje era constante: no comas a aquellos que son más débiles que tú, a los niños contrahechos, a los criminales sin nariz, a los lisiados, a los imbéciles, a los vagabundos desquiciados, a los ciegos, a los incapaces.

—Siempre ha sido así —protestó Joesai—. Somos un pueblo generoso. Siempre hemos estado dispuestos a alimentar a los imbéciles... cuando la cosecha es buena. —Citó un proverbio sarcástico—. Un getanés próspero te llenará de alegría; en tiempos de escasez, ese mismo getanés te chupará la alegría de la médula.

—¿Por qué somos tan crueles? —preguntó Teenae, conmovida por algunas de las cosas que había escrito Oelita.

—Es un mundo cruel.

—Es nuestro deber volverlo menos cruel. ¡Somos Kaiel!

—¡Sí, mi querida diablilla
o'Tghalie!
—Joesai rió con ganas. Entonces, pensando en su infancia, agregó—: Sólo los crueles sobreviven.

—Esta Oelita no es cruel. Ella es fuerte. Cree que cuando las personas trabajan en equipo la crueldad se torna innecesaria. Que ése es el poder de la cooperación.

Joesai atravesó la habitación y cogió una jarra para volver a llenar su copa oscura con la bebida fermentada. Durante un rato, observó a los comensales del festejo fúnebre del tapiz. Agazapado en un rincón, un niño arrancaba trozos de carne de las costillas de su abuelo. Un joven posaba la mano en las nalgas de una jovencita sonrojada. En medio de una animada conversación, dos hombres comían pan con salchicha. Discutían... ¿de filosofía?, ¿del precio de los ladrillos? Joesai bebió hasta el fondo de su copa verde.

—Dios no ha escatimado esfuerzos para decirnos que no hay forma de escapar a la crueldad. —Se volvió hacia Teenae, casi con violencia—. ¿Por qué si no nos habría traído hasta aquí?

—¡Tal vez para enseñarnos que, estemos donde estemos, existe esperanza!

—Esperanza. Ah, sí. La esperanza es la herejía irrefrenable.

—Esta mujer traerá esperanza; incluso para ti, Joesai.

—Entonces será pronto. Mi muchacho Eiemeni ya la ha encontrado.

Teenae contuvo el aliento.

—¿Está muerta?

El se echó a reír.

—El Rito Mortal no se inicia con la muerte. Y no siempre termina con ella. De ser así, el Rito sería inútil.

—¿Qué le habéis hecho?

Joesai se encogió de hombros.

—Nada. Aún no hemos puesto la trampa.

Capítulo 8

Espera siempre lo inesperado. Pero si estás seguro de que el sol no saldrá porque siempre ha salido, entonces espera que salga. El día en que hayas aprendido a confiar en tu amigo, espera la traición sin dudar de tu confianza. Junto a cada tienda aguarda el viento. Hasta es posible que tu enemigo te ofrezca su amistad.
—Yo esperaba que mi hijo me amase— dijo el padre.
—Yo esperaba que mis plantaciones crecieran en esta tierra fértil— dijo el granjero.
—Yo esperaba la felicidad— dijo la doncella confundida.
Mira detrás de ese arbusto, ya que no se trata de un arbusto. Las contradicciones no desconciertan al lógico. Surgen porque en cada juego hay más reglas de las que pueden conocerse. Hasta Dios esperaba que el hombre fuese bueno.

Dobu de los kembri, Arimasie ban-Itraiel en
Observaciones

Oelita observó al soplador de vidrio. Perezosamente, el vidrio fluía y crecía en el extremo de su tubo. De pronto, él intervenía para que la masa adoptase la forma deseada. El hombre espió en el horno fulgurante y se ajustó la cinta sobre la frente húmeda. En tres días, casi había vuelto a abastecer la cristalería de Nonoep y estaba listo para seguir su camino.

Ella trataba de arrancarle información sobre los templos locales, así que mientras trabajaba él le habló del jovencito a quien habían llevado a Remiss en una jaula de caña, donde le habían cortado la nariz. Le narró las tribulaciones que habían pasado las esposas de un Mirandie, que le suministraba el óxido de plomo para su vidrio.

—¡Pero los Stgal! —insistió ella —. ¡Debes de tener algo que contarme sobre los Stgal! ¡Tú trabajas para ellos!

El hombre rió mientras el sudor se escurría por los surcos de sus cicatrices.

—¡Los Stgal no hablan con los sopladores de vidrio! Ellos confabulan a puerta cerrada. Si alguna de sus historias llegara hasta
mí,
sería una mentira lanzada para inquietar a la gente.

—Entonces quiero escuchar sus mentiras. ¡Conoceré la verdad cuando la imprima con tinta blanca sobre papel negro!

Él se encogió de hombros ante su analogía, y le replicó con una propia.

—Visto a través de un cristal verde, Getasol es negro. Ella se mesó los cabellos.

—¡Cuéntame tan sólo una de sus mentiras! ¡Por favor! Él sonrió.

—Yono ha engañado a sus esposos llenando su botella en la bodega de whisky de Neimeri.

—Ésa es la mentira
de ella
—se quejó Oelita. El soplador de vidrio bramó de risa.

—No. Ésa es una mentira
Stgal.
Los maridos de Yono han estado negándose a pagar sus impuestos, y ahora los Stgal se dedican a desacreditarlos puesto que necesitan el dinero para construir una nueva ala de su templo. —El soplador de vidrio extinguió el fuego del horno—. Pronto partiré hacia Kaiel-hontokae. ¡Te traeré rumores más interesantes!

—¡Kaiel-hontokae está lejos!

—Entonces me ensuciaré los pies. Es la mejor manera de aprender cosas nuevas.

—Ven— Oelita cogió al hombre por los bíceps con ambas manos —. Ya has terminado aquí. Te llevaré abajo para que tomes un baño.

—Me seducen tus manos suaves, ¡pero mi entusiasmo se ve atemperado por la certeza de que junto con el baño tendré que soportar una larga plática sobre religión!

—Te limpiaré tras las orejas del alma. Están sucias.

En la alberca que Nonoep mantenía para irrigar sus tierras, se desnudaron junto al gran molino que servía para elevar el agua mediante una rueda de rampa. Ambos remojaron sus ropas y las lavaron.

El soplador de vidrio se zambulló en la alberca y cuando emergió Oelita lo subió al muelle para enjabonarlo mientras repasaba sus nuevas ideas sobre las importantes diferencias que observaba entre la voluntad y la fuerza humana. Finalmente, él la arrojó al agua para hacerla callar y saltó tras ella con la doble intención de enjuagarse y de mantenerla bajo el agua.

Ella escapó hacia el molino y se persiguieron alegremente, alzando grandes cubos de agua de pozo, vaciándolos en la alberca. Con la ayuda de dos jovencitos que trabajaban en la granja de Nonoep para ganarse unas monedas y poder así peregrinar hasta el Templo de Congoja, tendieron a Oelita sobre el muelle donde ambos la masajearon y enjabonaron suavemente. El soplador de vidrio, todavía impulsado por su sed de venganza, la sometió a una larga disertación sobre el arte de fabricar cristales ópticos.

—¡Me pareció escuchar que se divertían! —Nonoep apareció entre las zarzas que crecían junto a su alberca—. Hoy me siento como un padre orgulloso. Tengo algo sorprendente para mostrarte, Oelita.

—¡Estoy toda enjabonada!

—Enjuagadla.

Los compañeros de Oelita la cogieron por los brazos y los pies y la arrojaron al agua. Ella emergió, escupiendo.

—Mis ropas están mojadas. No puedo ir. ¡Estoy desnuda y me llenaré de arañazos!

—Puedes viajar sobre mis hombros.

—¡Me volveré a ensuciar, campesino apestoso!

—Volvernos a ensuciar es nuestro sino.

Sobre los hombros de su ermitaño amante, la pequeña mujer ascendió la cuesta para luego descender hacia los campos del este.

—Serías un excelente Ivieth —dijo ella disfrutando del paseo.

—Tal vez algún día me una a ellos para conocer el mundo.

—¿Adonde me llevas?

—¿Recuerdas el día en que nos conocimos?

—¿Cómo podría olvidar un suceso tan abrumador? Estabas sentado sobre un tonel de trigo, comiendo pan con miel mientras pontificabas sobre la obstinación de la botánica profana.

—Sobre la hierba pilífera en particular.

Los tubérculos de la hierba pilífera estaban relativamente libres de venenos; no obstante, debido a su pequeño tamaño, ofrecían un escaso rendimiento. Para su frustración, Nonoep había tratado de cultivar hierbas pilíferas con tubérculos más grandes, y en aquel depósito de granos de Congoja se había quejado de sus fracasos. Oelita irrumpió en la conversación con una detallada explicación sobre la simbiosis entre la hierba pilífera y ciertos insectos. Esto constituyó toda una revelación para Nonoep, quien amablemente la invitó a visitar su granja experimental cuando ella lo desease. Para su sorpresa, Oelita aceptó de inmediato y lo acompañó todo el largo camino a casa para después convertirlo en su amante, esa misma noche.

—Éste es mi mayor sembrado —dijo él.

Con gran suavidad, depositó a Oelita en el suelo junto a su cultivo de hierbas pilíferas que ahora crecían vigorosas. Agachándose, le enseñó los tubérculos mordisqueados a lo largo del tallo.

—¡Ah, has encontrado los insectos adecuados!

—No, eso fue imposible. Los he
criado.

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