Rey de las ratas (6 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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—Hagámosle una demostración —propuso Marlowe.

Rey se apresuró a volver las cartas y dijo sin vacilar:

—Una del revés...

Grey se revolvió furioso.

—Dije que contestara Marlowe. Una sola palabra más y le arrestaré por interferir la justicia.

Rey se mantuvo callado. Si bien oraba para que la pista fuera suficiente.

«Una carta del revés», pensó Marlowe. Esto hizo que el resto del juego afluyera a su pensamiento, y ya seguro de saberlo, empezó a jugar con Grey.

—Bien —dijo con gesto de fastidio—. Es similar a cualquier partida de póquer, Grey.

—Limítese a explicar cómo juega usted. —Estaba seguro de haberlos cogido.

Marlowe le miró con ojos inexpresivos. Los huevos se estaban enfriando.

—¿Qué intenta probar usted, Grey? Cualquier bobo sabe que son cuatro cartas boca arriba y una boca abajo.

Un suspiro voló por la estancia. Grey comprendió que había perdido la partida. De actuar sólo opondría su palabra a la de Marlowe. Pero, incluso allí, en Changi, se precisaba algo más que eso.

—Está bien —dijo malhumorado, mirando a Rey y a Peter Marlowe—. Cualquier bobo lo sabe.

Devolvió el encendedor a Rey.

—Me cuidaré de que sea puesto en la lista.

—Gracias, señor.

Una vez concluido el mal rato. Rey exteriorizó parte de su alivio.

Grey miró a Marlowe. Su mirada encerraba a la vez advertencia y amenaza.

—La vieja tradición se sentirá hoy muy orgullosa de usted —dijo con desprecio, y salió del barracón con Masters escabullándose detrás suyo.

Cuando Grey alcanzaba la puerta, Marlowe, que le observaba, pidió un poco más alto de lo necesario a Rey:

—¿Puedo utilizar su mechero? Mi pitillo se ha apagado.

Las zancadas de Grey no se alteraron, ni volvió la vista. «Buen ejemplar —pensó Marlowe burlón,—. Buen ejemplar para tenerlo al lado en un combate. Y un enemigo de respeto.»

Rey se sintió desfallecer en medio del electrizante silencio. Peter Marlowe cogió el encendedor de su flácida mano y encendió su cigarrillo. Rey, como un autómata, buscó su paquete de «Kooas» y colocó uno en sus labios y lo dejó allí, sin sentirlo. Marlowe se inclinó hacia delante y encendió el mechero. Su anfitrión precisó largo rato para conectar la llama, pero advirtió que la mano de su invitado era tan insegura como la suya. Miró a lo largo del barracón donde los hombres parecían estatuas, pendientes de él. Sentía el sudor fresco sobre sus hombros y la humedad de su camisa.

Se oyó un ruido de latas fuera. Dino se levantó y miró lleno de esperanza.

—¡«Chino»! —gritó alborozado.

Todo concluyó. Los hombres salieron del barracón con sus utensilios de comer. Peter Marlowe y Rey se quedaron solos.

III

Los dos hombres se sentaron. Por un momento se concentraron en sí mismos. Luego Marlowe dijo:

—¡Por Dios! ¡Estuvo a punto de conseguirlo!

—Sí —afirmó Rey después de una corta pausa.

Involuntariamente volvió a estremecerse, buscó su cartera y sacó dos billetes de diez dólares y los colocó sobre la mesa.

—Tenga, esto es suficiente por hoy. Pero desde ahora será fijo. Veinte a la semana.

—¿Qué?

—Que le daré veinte a la semana. —Rey pensó un momento—. Intuí que sería. —Calló de nuevo y sonrió—. Vale más. Le daré treinta. —Sus ojos tropezaron con el brazalete y añadió—: Señor.

—Aún puede llamarme Peter —replicó con voz aguda—. Y porque lo prohiben los reglamentos... no quiero su dinero. —Se levantó—. Gracias por el cigarrillo.

—¡Eh, un momento! —exclamó Rey sorprendido—. ¿Qué diablos le pasa a usted?

Peter Marlowe miró a Rey y la furia destelló en sus ojos.

—¿Quién se cree usted que soy yo? ¡Quédese su dinero!

—¿Le pasa algo a mi dinero?

—No. Sólo a sus modales.

—¿Desde cuándo los modales tienen que ver con el dinero?

Peter Marlowe se volvió bruscamente para marcharse. Rey se colocó de un salto entre Peter y la puerta.

—Un momento —pidió con voz tensa—. Quiero saber algo. ¿Por qué me encubrió?

—Bien, eso está claro, ¿no? Yo le puse en el brete. No le podía dejar en él. ¿Qué cree usted que soy?

—No lo sé. Intento averiguarlo.

—Fue error mío. Lo siento.

—Usted no tiene nada que reprocharse —dijo Rey—. Fue culpa mía. Obré estúpidamente. Usted no tiene nada que ver con eso.

—No importa. —El rostro de Peter Marlowe parecía de granito, igual que sus ojos—. Usted me hubiera considerado un pobre diablo si llego a permitir que lo crucificaran. Pero también se equivoca si piensa que aceptaré su dinero. ¡No admito eso de nadie!

—Siéntese un momento, por favor.

—¿Por qué?

—¡Condenación! Porque deseo hablar con usted.

Max titubeó en la puerta con los platos de la comida.

—Perdonen. Aquí está su «chino». ¿Quiere té?

—No. Y que se quede Tex con mi sopa hoy.

Cogió el plato de arroz y lo colocó sobre la mesa.


Okay
—dijo Max aún titubeando, y preguntándose si Rey querría ayuda para mandar al infierno a aquel hijo de perra.

—Largúese, Max. Y diga a los otros que nos dejen solos un momento.

—Desde luego.

Max se marchó de buen grado. Pensó que Rey era muy inteligente al no querer testigos, cuando intentaba sobornar a un oñcial.

Rey volvió a mirar a Marlowe.

—Se lo suplico. ¿Quiere usted sentarse un momento, por favor?

—Está bien.

—Veamos —empezó Rey—. Usted me sacó del apuro y me ayudó, luego es muy natural que yo quiera hacerlo con usted. Yo le ofrecí el dinero porque quise demostrarle mi agradecimiento. Si usted no lo quiere, conforme. Pero sepa que no fue mi intención ofenderle. Si lo hice, pido excusas.

—Lo siento —dijo Marlowe ablandándose—. Tengo mal carácter.

Rey le tendió su mano.

—Choque.

Se estrecharon las manos.

—¿No le gusta Grey, verdad? —dijo cautamente Rey.

—No.

—¿Por qué?

Marlowe se encogió de hombros. Su anfitrión dividió el arroz y le entregó la porción mayor.

—Comamos.

—¿Por qué esto? —inquirió Marlowe mirando su plato más lleno.

—No tengo apetito. Se fue con los pájaros. Estuvo a punto de suceder. Pensé que los dos estábamos cogidos.

—Sí —dijo Marlowe, iniciando una sonrisa—. Fue muy divertido, ¿no?

—¿Cómo?

—¡Oh, la excitación del peligro! No he gozado algo así desde hace años.

—Hay un montón de cosas que no entiendo de usted. ¿Quiere decir que la gozó?

—Ciertamente. ¿Usted no? Me pareció casi tan bueno como volar un «Spit». ¿Sabe? De momento asusta, luego no. Cuando se vuela, al principio se siente una especie de vértigo.

—Creo que usted delira.

—Si usted no la gozaba, ¿por qué diablos intentó perderme con «tachonado»? Creí morir.

—Yo no intenté perderle. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Para que fuera más excitante. Y para probarme.

Rey enjugó sus ojos y su cara.

—¿Piensa que lo hice deliberadamente?

—¡Claro que sí! Yo hice lo mismo cuando le trasladé la pelota.

—Aclaremos. ¿Lo hizo usted para calibrar mis nervios? —exclamó Rey.

—Claro viejo. No entiendo qué le pasa.

—¡Señor! —dijo Rey inundándole otra vez un sudor nervioso—. ¡Estábamos casi cazados y usted se pone a jugar! —Calló un momento para respirar—. Locura, locura pura, y cuando usted vaciló después que le colé la clave, pensé que estábamos perdidos.

—Grey lo creyó también. Simplemente jugaba con él. Y si lo terminé de prisa fue porque se enfriaban los huevos. Y uno no ve huevos fritos como ésos todos los días. Palabra que no.

—Creí que había dicho que no estaban bien.

—Dije que no estaban «mal» —Marlowe titubeó—. Mire: Decir «no está mal» significa que es excepcional. Ése es el modo de hacer un cumplido a un tipo sin cohibirlo.

—¿Está usted loco? Arriesga mi cuello y el suyo propio, se dispara cuando le ofrezco dinero de buen grado, y dice que una cosa «no está mal» cuando quiere decir que es grande. ¡Diantre! —añadió estupefacto—. Diría que soy simple o algo parecido.

Levantó la vista y al ver la mirada perpleja de su interlocutor se puso a reír. Marlowe hizo lo mismo. Los dos hombres llegaron casi al histerismo.

Max se asomó al barracón y los otros norteamericanos aparecieron detrás de él.

—¿Qué diablos le habrá entrado? —preguntó Max, desconcertado—. Pensé que a estas horas estaría hundiéndole la cabeza.


Madonna
—susurró Dino—. Primero casi cae destrozado, y ahora se ríe con el tipo que le señaló con el dedo.

—No busque sentido común —dijo otro.

El estómago de Max estuvo encogido desde el silbido de aviso. Rey vio a los hombres que les miraban. Cogió el paquete de cigarrillos.

—jEh, Max! Pase eso. ¡Celebración!

—Gracias —Max cogió el paquete—. ¡Vaya! Aquello estuvo cerca. Todos nos alegramos del final.

Rey observó las sonrisas. Algunas eran sinceras y tomó nota. Otras eran falsas, de todos modos, ya lo sabía. Los demás unieron su agradecimiento al de Max. Éste se los llevó fuera y empezó a repartir el tesoro.

—Debe de ser un
shock
—dijo quedamente—. Debe de serlo. Cualquier momento será bueno para que arranque la cabeza del inglés.

Se volvió al oír otro estallido de risas en el barracón, luego se encogió de hombros.

—Ha perdido la cabeza... y no es de extrañar.

—Pod el amor de Dios —exclamó Marlowe, aguantándose el estómago—. Comamos. Si no lo hago pronto, no podré hacerlo.

Empezaron a comer entre espasmos de risa. Marlowe se lamentó de que los huevos estuvieran fríos, pero la risa terminó por caldearlos de nuevo y hacer que fueran estupendos.

—Necesitan algo de sal, ¿no cree? —preguntó haciendo un esfuerzo para que su voz fuera natural.

—Me parece que sí. Creí haber empleado la precisa.

Rey frunció el ceño y se volvió para coger el salero, y entonces vio los ojos entornados.

—¿Qué demonios pasa ahora? —preguntó, empezando a reír pese a sí mismo.

—Fue una broma, canastos. Ustedes, los norteamericanos, no tienen mucho sentido del humor, ¿verdad?

—¡Vayase al infierno! ¡Y, diantre, deje de reír!

Una vez se hubieron comido los huevos, Rey puso café en el fogón y buscó sus cigarrillos. Recordó que los había dado, entonces alcanzó la caja negra y la abrió.

—Tenga, pruebe éste —invitó Marlowe.

—Gracias pero no puedo hacer eso. Resulta imposible para mi garganta.

—Pruébelo. Está preparado. Lo aprendí de unos javaneses.

Rey vaciló antes de coger la caja que se le ofrecía. El tabaco era de la clase barata, pero en lugar de ser amarillo-paja tenía un color dorado oscuro, y en vez de seco parecía húmedo. También se distinguía por su olor a tabaco, era un olor dulce y fuerte. Buscó su papel de fumar y cogió una cantidad supergenerosa de tabaco. Luego lió un cigarro desigual, remetió los extremos que sobresalían y derramó descuidadamente el tabaco sobrante al suelo.

«Señor —pensó Marlowe—, le invité a un cigarro, y no a que se me lo quedara todo.» Si bien podía recoger las hebras de tabaco y ponerlas de nuevo en la caja, no lo hizo. «Hay cosas que no puede hacerlas un hombre.»

Rey encendió el mechero y ambos se sonrieron a su vista. Luego chupó despacio, volvió a hacerlo e inhaló profundamente.

—Estupendo —dijo sorprendido—. Aunque no tan bueno como el «Kooa». Quiero decir no está mal.

—No, no está mal —repuso sonriente Marlowe.

—¿Cómo diablos lo prepara?

—Secreto profesional.

Rey comprendió que tenía una mina de oro en sus manos.

—Supongo que será un proceso largo y delicado —dijo cauteloso.

—¡Oh! Realmente es sencillo. Simplemente se empapa en té, y se exprime. Luego se esparce un poco de azúcar blanco sobre él, y se amasa. Cuando absorbe el té y el azúcar, se cuece lentamente en una sartén sobre fuego bajo. Hay que darle vueltas constantemente o se estropearía. Debe acertarse en su punto. Ni demasiado seco ni demasiado húmedo.

Rey se sorprendió de que Marlowe le explicara el procedimiento con tanta facilidad sin acordar antes un trato. Pensó que tal vez intentaba despertar su interés. Pues era evidente que aquello no debía de ser fácil. Quizá Marlowe pensaba que sólo con él podía hacer negocio.

—¿Con eso basta? —preguntó sonriendo.

—Sí. En realidad no es complicado.

—Supongo que todos los de su barracón adoban su tabaco de la misma forma.

Marlowe sacudió la cabeza.

—Lo hago yo para todos. Los he fastidiado durante meses explicándoles mil maneras de hacerlo, pero nunca lo han conseguido. La boca de Rey se distendió en una amplia sonrisa. —Así, usted es el único que sabe el modo de prepararlo. —¡Oh, no! —El corazón de Rey se contrajo—. Es una costumbre nativa. Lo hacen en toda Java. Rey se animó.

—Pero nadie de aquí sabe el secreto, ¿verdad? —No lo sé. Realmente nunca he pensado en ello. Rey dejó que el humo saliera por las aletas de su nariz y su mente trabajó de prisa. «Desde luego —pensó—, hoy es mi día de suerte.»

—Mire Peter. Voy a proponerle un negocio. Usted me enseña exactamente cómo hacerlo, y yo le pagaré... —vaciló— el diez por ciento. —¿Qué?

—Está bien. Será el veinticinco. —¿El veinticinco?

—Bueno —dijo Rey, mirando a Marlowe con nuevo respeto—. Usted es un comerciante duro y eso es estupendo. Yo organizaré todo el negocio. Usted puede revisar la producción y yo me preocuparé de las ventas. —Le tendió la mano—. Seremos socios. Partiremos las ganancias: al cincuenta por ciento. Es una buena oferta.

Marlowe miró la mano de Rey, y luego su rostro. —De ninguna manera —dijo decidido.

—¡Maldita sea! —explotó Rey—. Es la oferta más noble que pueda usted conseguir. ¿Qué podría ser más justo? Yo pongo lo más duro. Yo tendré que... —Un repentino pensamiento le detuvo—. Peter —dijo después de un momento, dolido pero sin demostrarlo—. Nadie ha de saber que somos socios. Simplemente me enseña cómo hacerlo, y yo me cuidaré de darle su parte. Puede confiar en mí. —Lo sé.

—Partiremos a medias —propuso animado. —No lo haremos.

—¡Señor! —exclamó Rey sintiendo que perdía los estribos. Pero se contuvo y pensó en el trato. Miró a su alrededor y se aseguró de que nadie les oía. Entonces bajó su voz y dijo bruscamente—: El sesenta, y jamás he ofrecido a nadie eso en mi vida. Sesenta usted, cuarenta yo. —No.

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