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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (12 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Rey sacudió lentamente su cabeza.

—Quizá se tratara de un loco.

—No, Sunny no lo era. Los japoneses parecen actuar como niños, pero tienen cuerpo y fortaleza de hombres. Simplemente miran las cosas como lo hace un niño. Para nosotros su perspectiva es oblicua y distorsionada.

—Oí decir que las cosas fueron duras en Java después de la capitulación —dijo Rey deseoso de prolongar la charla.

Había necesitado casi una hora para que Marlowe se decidiese, y deseaba que se encontrara como en su casa.

—En cierto modo. En Singapur éramos unos cien mil prisioneros, y naturalmente los japoneses tenían que mostrarse muy cautelosos. La cadena de mando existía aún, y muchas unidades estaban intactas. Los japoneses presionaban victoriosos hacia Australia, y no se preocupaban mucho de cómo se conducían los prisioneros de guerra ni de Cómo se organizaban los campamentos. Esto sucedió así en Sumatra y Java durante un tiempo. Su idea era presionar y tomar Australia, entonces nos hubieran mandado allí en calidad de esclavos.

—¿Está usted loco? —preguntó Rey.

—En absoluto. Me lo dijo un oficial japonés después que me hicieron prisionero. Pero una vez detenidos en Nueva Guinea, empezaron a limpiar la retaguardia. En Java eran muchos, y por eso se mostraban con mayor rudeza. Consideraban que los oficiales carecíamos de honor al permitir que nos capturaran. Nos cortaron el pelo y nos prohibieron que lleváramos la insignia de oficial. Luego nos permitieron «convertirnos» en oficiales otra vez, si bien nos mantenían con el pelo a cero.

Marlowe sonrió y preguntó a su vez:

—¿Y cómo llegó usted aquí?

—Lo de siempre. Estaba en un polvorín de aviación en Filipinas, y tuvimos que salir precipitadamente de allí. El primer barco que pudimos alcanzar se encaminaba hacia aquí. Nos imaginamos que Singapur era tan seguro como Fort Knox. Cuando llegamos, los japoneses estaban ya en Johore. Entonces se produjo otro momento de pánico, y todos se largaron en el último convoy. Yo pensé que era una mala jugada, y me quedé. El convoy fue hundido en alta mar. Bien, el uso de la cabeza me sirvió para estar vivo. La mayoría de las veces sólo mueren los gorrones.

—No creo que se me hubiera ocurrido quedarme de tener una ocasión para irme —contestó Marlowe.

—Usted habría seguido por obligación al número uno, Peter. Nadie más lo hace.

Marlowe pensó en ello largo rato y recordó los retazos de conversación que se perdían por la noche, sobre todo después de un estallido de rabia. A veces eran simples susurros ante la constante nube de mosquitos, o de la nefasta sirena que llamaba a un barco desde otro. En otras ocasiones se debía al gemido de las palmeras, perfiladas contra el oscuro firmamento, o a la fronda seca que se desprendía de la copa de un árbol y chocaba contra el suelo de la jungla.

Marlowe rompió el silencio.

—¿Ese amigo suyo, realmente va al poblado?

Rey le miró a los ojos.

—¿Le gustaría venir... —preguntó suavemente—, la próxima vez que vaya yo?

Una sonrisa desmayada torció los labios de Peter Marlowe.

—Sí...

Un mosquito zumbó en el oído de Rey con repentino crescendo. Se incorporó de un salto y con la linterna buscó por el interior de la red. Al fin el mosquito se detuvo en la fina malla. Rabioso, Rey lo aplastó. Una vez seguro de que no había agujeros en la red, volvió a acostarse.

En seguida despidió todas las cosas que bullían en su mente. El sueño le llegó veloz y pacíficamente.

Marlowe seguía despierto en su litera, rascándose las picadas de las chinches. Las palabras de Rey habían despertado en él demasiados recuerdos.

Uno de ellos el barco que le trajera con Mac y Larkin desde Java un año atrás.

Los japoneses ordenaron al comandante del campo de Bandung, uno de los de Java, que proporcionara un millar de hombres para una partida de trabajo. Los hombres serían trasladados a otro campo cercano donde permanecerían dos semanas con buena comida, raciones dobles y cigarrillos. Luego debían ser llevados a otro lugar. Las condiciones de trabajo eran excelentes.

Muchos se ofrecieron voluntarios atraídos por las dos semanas de buena vida. Otros cumplieron órdenes. Mac era un voluntario, y no quiso separarse de Larkin y de él. «Nunca se sabe —había razonado cuando le maldijeron—. Si nos mandan a una isla, Peter y yo conocemos el idioma. Además, nunca será peor que aquí.»

Así decidió cambiar el demonio que conocía por el demonio por conocer.

El buque era pequeño. En el extremo de un pasillo habían muchos guardianes y dos japoneses vestidos de blanco equipados con máscaras. Detrás de ellos se veían grandes envases conectados a mangueras a presión que sostenían en sus manos. Todos los prisioneros y sus posesiones fueron pulverizados con desinfectante contra posibles microbios javaneses que podían contaminar el barco.

No obstante, en la pequeña bodega había ratas, piojos y excrementos. Ésta tenía un espacio de seis por seis metros en el centro y a su alrededor unos estantes de noventa centímetros de alto y tres metros de profundidad.

Un sargento japonés mostró a los hombres cómo sentarse en los estantes con las piernas cruzadas. Cinco hombres en columna, luego otros cinco a su costado, y así sucesivamente. Hasta que todos los estantes estuvieron atiborrados.

Cuando empezaron las protestas de pánico, el sargento explicó que así se transportaba a los soldados japoneses, y si eso era bueno para el glorioso ejército japonés, tanto más debía serlo para la escoria blanca. Su revólver obligó a los cinco primeros hombres. En la oscuridad, y entre jadeos, la presión de los hombres apiñándose en la bodega forzó a los otros a colocarse en los estantes. Ellos, a cambio fueron empujados por otros, hasta quedar rodilla contra rodilla, espalda contra espalda, y costado contra costado. Los sobrantes, casi un centenar, quedaron en la reducida área de seis por seis metros, bendiciendo su suerte de no estar en los estantes. El escotillón, aún abierto, permitía que el sol cayera de plano dentro de la bodega.

El sargento condujo una segunda columna que incluía a Mac, Larkin y Marlowe a la bodega de proa, y aquélla empezó también a llenarse.

Cuando Mac llegó al sofocante fondo, jadeó y perdió el conocimiento.

Marlowe y Larkin lo cogieron, y por encima del ruido ensordecedor lucharon y maldijeron mientras se abrían camino de nuevo por el corredor hacia cubierta. Un guardián intentó meterlos dentro otra vez. Marlowe gritó, suplicó y mostró el trémulo rostro de Mac. El guardián se encogió de hombros y los dejó pasar, indicándoles el puente.

Larkin y Marlowe buscaron un espacio donde depositar a Mac.

—¿Qué hacemos? —preguntó Marlowe.

—Intentaré encontrar un médico.

La mano de Mac cogió la de Larkin.

—Coronel.

Sus ojos se abrieron una fracción de segundo y susurró precipitadamente.

—Estoy bien. Teníamos que salir de allí de algún modo. ¡Por Cristo, muéstrense preocupados y no teman si yo finjo estar muerto!

Entonces sujetaron a Mac mientras éste simulaba un ataque y peleaba y vomitaba el agua que ellos mismos vertían sobre sus labios. Así continuaron hasta que el buque levó anclas. Pero entonces las cubiertas aparecían también atiborradas de hombres.

No había suficiente espacio para todos a bordo y era imposible sentarse todos a la vez. Ahora bien, las múltiples colas para el agua, el arroz y los retretes, permitían ocupar los lugares vacantes.

Aquella noche una tormenta zarandeó el barco durante seis horas. Los de la bodega lucharon contra el vómito y los de cubierta contra los aluviones de agua.

El día siguiente fue tranquilo bajo un cielo blanquecino. Un hombre cayó por la borda. Los de cubierta, prisioneros y guardianes, contemplaron largo rato cómo se ahogaba en la estela del barco. Después de aquello ninguno más se cayó al agua.

Al segundo día tres cadáveres fueron arrojados al mar. Un piquete japonés disparó sus fusiles para que el funeral resultara más militar. La ceremonia fue breve, había colas que hacer.

El viaje duró cuatro días y cinco noches. Para Mac, Larkin y Peter Marlowe no fue un acontecimiento.

Marlowe yacía en su colchón ansiando dormir. Pero su mente corría incontrolada, portando terrores del pasado, temores del futuro y pensamientos que mejor sería no recordar. Al menos no en aquel momento y a solas. Eran recuerdos de ella.

El amanecer ya había aclarado el cielo cuando al fin se durmió. Aun entonces, su sueño fue cruel.

VIl

Días sobre días, días en una sucesión monótona.

Una noche Rey fue al hospital del campo en busca de Masters. Lo encontró en el pórtico de uno de los barracones. Yacía en una cama ennegrecida, medio inconsciente, con los ojos fijos en la pared.

—Hola Masters —saludó Rey después de asegurarse de que no había nadie cerca—, ¿Cómo se encuentra?

Masters le miró sin reconocerlo.

—¿Cómo me encuentro?

—Desde luego.

Pasó un minuto, entonces Masters murmuró:

—No lo sé.

Una gota de saliva corrió por su barbilla.

Rey sacó su petaca y llenó la caja que había en la mesilla al lado de la cama.

—Masters —dijo Rey—. Gracias por mandarme el aviso.

—¿Aviso?

—Por decirme lo que leyó en el pedacito de papel. Quería darle las gracias y algo de tabaco.

Masters se esforzó en recordar.

—¡Oh! No está bien que un compañero espíe a otro compañero. ¡Podrido espía!

Poco después murió.

El doctor Kennedy cubrió con la sucia sábana la cabeza de Masters.

—¿Amigo suyo? —preguntó a Rey, con sus ojos rendidos y fríos debajo de una maraña de descuidadas cejas.

—En cierto modo, coronel.

—Tiene suerte —dijo el médico—. Nada le duele ahora.

—Eso es una manera de mirar las cosas —contestó Rey.

Cogió el tabaco y lo volvió a colocar en su petaca. Masters ya no lo necesitaría.

—¿De qué ha muerto? —preguntó.

—Falta de espíritu.

El doctor bostezó. Sus dientes estaban manchados y sucios, pero sus manos aparecían limpias.

—¿Quiere usted decir voluntad de vivir?

—Ése es un modo de decirlo. —El doctor miró a Rey—. Ése es un mal del que usted no morirá, ¿verdad?

—¡Infiernos! ¡No!

—¿Qué es lo que le hace a usted tan «invencible»? —preguntó el doctor Kennedy, odiando su enorme cuerpo que exultaba salud y fuerza.

—No le entiendo, señor.

—¿Por qué está usted bien y los demás no?

—Simplemente, tengo suerte —dijo Rey.

Inició su marcha. Pero el médico le cogió por la camisa.

—No es sólo suerte, imposible. ¡Quizá sea usted el diablo que nos tienta! ¡Es usted un vampiro, un embustero, un ladrón...!

—Oiga usted. Nunca he robado ni engañado en mi vida, y no consiento esa acusación de nadie.

—Entonces, dígame cómo lo hace. ¿Cómo? Eso es cuanto deseo saber. ¿No lo ve? Usted es la respuesta a todos nosotros. Usted es el bien o el mal, y yo deseo saber qué es usted.

—¡Está usted loco! —exclamó Rey tirando de su brazo.

—Usted puede ayudarnos.

—Cuídese de usted. Yo me preocupo de mí. Usted preocúpese de sus cosas.

Rey vio cómo la chaqueta blanca del doctor Kennedy venía holgada a su escuálido pecho.

—Tenga —dijo dándole el resto de un paquete de «Kooas»—. Fume usted, es bueno para los nervios, señor.

Dio rápidamente la vuelta y salió a pasos largos, estremeciéndose. Odiaba los hospitales. Odiaba el hedor, la enfermedad y la impotencia de los médicos.

Despreciaba la debilidad. «Aquel médico —pensó—, está a punto para el gran salto. ¡Hijo de perra! Un loco como aquél no podía durar mucho. Como Masters, ¡pobre chico! No obstante, quizá Masters no era un pobre chico, él era débil y por eso no valía un comino en aquel mundo parecido a la jungla, donde los fuertes sobreviven y los débiles deben morir. Allí no cabe elección; tú o yo.»

El doctor Kennedy contempló los cigarrillos y bendijo su buena suerte. Encendió uno. Su cuerpo recibió la dulzura de la nicotina. Entonces corrió a la sala en busca de Johnny Carstairs, capitán del primer regimiento de tanques, que era casi un cadáver.

—Tenga —dijo dándole el cigarrillo.

—¿Y usted, doctor Kennedy?

—No fumo; jamás he fumado.

—Qué suerte tiene.

Johnny tosió cuando aspiró, y expulsó algo de sangre con la flema. El esfuerzo de la tos contrajo sus intestinos y un líquido sanguinolento salió de ellos, pues los músculos del ano hacía tiempo que los tenía muertos.

—Doctor —dijo Johnny—. Póngame las botas, ¿quiere? Deseo levantarme.

El hombre miró a su alrededor. Era difícil ver nada, pues la luz eléctrica de la sala aparecía cuidadosamente apantallada.

—No hay botas —explicó mirando con ojos miopes a Johnny mientras se sentaba en el borde la cama.

—Bueno, es igual.

—¿Cómo eran las botas?

Dos hilos delgados de lágrimas fluyeron de los ojos de Johnny.

—Las conservaba en muy buen estado. Pensaba que me servirían durante toda la vida. Era lo único que me quedaba.

—¿Quiere otro cigarrillo?

—No, gracias.

Johnny continuó echado sobre sus propios excrementos.

—¡Lástima de botasl —exclamó pesaroso.

El doctor Kennedy suspiró y se quitó las suyas, poniéndoselas a Johnny.

—Tengo otras —mintió, y se quedó de pie, descalzo, sintiendo un dolor agudo en su espalda.

Johnny movió los dedos de los pies y gozó el contacto de la arrugada piel. Intentó mirarlas pero el esfuerzo fue demasiado grande.

—¡Me muero! —exclamó.

—Sí —confirmó el médico.

Hubo un tiempo —¿había existido ese tiempo?— en que él se forzaba a sí mismo a mostrarse lo más confortador posible junto al lecho de un enfermo. Pero entonces no era preciso.

—Totalmente sin esperanza, ¿eh, doctor? Veintidós años y no soy nada. De la nada vuelvo a la nada.

Una corriente de aire trajo la promesa del amanecer a la sala.

—Gracias por haberme prestado sus botas —siguió Johnny—. Es algo que siempre me prometí a mí mismo. Un hombre debe tener botas.

Murió.

El doctor Kennedy quitó las botas a Johnny y se las volvió a calzar.

—Ordenanza —llamó tan pronto vio a uno en el pórtico.

—Diga, señor —dijo vivamente Steven, llegando hasta él con un balde de suciedades en su mano izquierda.

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