Retrato en sangre (8 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—¿No han podido eliminar nada más?

—No. Lo mismo que en el caso de Broward.

—¿Y?

—En uno de los otros casos de Dade no hay nada, sólo los recortes de prensa.

—¿Y?

—Bueno, la conclusión es que lo relacionamos con tres de los seis homicidios gracias a la bisutería, a la ropa interior descubierta en su casa, a un zapato que sabe Dios por qué se lo quedó. Aunque relacionar no es la palabra adecuada; más bien hay que decir que lo tenemos bien cogido. De modo que significa que: resolvemos todos los casos, pero tenemos sólo tres acusaciones. Claro, podemos introducir pruebas de los otros si se llega a la fase de la pena de muerte, pero eso será más adelante.

La detective Barren permaneció en silencio, pensativa.

—Merce, lo siento mucho. De lo que se trata es que ese tipo sea castigado. Puede que se le imponga la pena de muerte. ¿No es
eso
lo que cuenta?

—No os rindáis —dijo ella.

—¿Qué?

—¿Qué me dices del coche?

—Estaba limpio excepto por un pendiente que encontramos.

La detective Barren hizo ademán de ir a decir algo, pero se vio interrumpida.

—… No, ya sé lo que estás pensando. Pertenecía a una de las otras chicas. No hemos encontrado la pareja del pendiente hallado junto al cadáver de Susan. Si pudiéramos, la verdad, sería genial.

—No os rindáis.

—Merce, no vamos a rendirnos. Vamos a seguir con ello. Pero ya sabes cómo funciona esto. Tengo que justificar mano de obra y horas de trabajo ante mis superiores. Han dado el caso por resuello. Vamos a obtener una condena. Ese tipo ya es historia. Mi burocracia no es muy distinta de la tuya.

—Maldita sea —dijo ella.

—No te lo reprocho.

—Me siento estafada.

—No lo mires de esa forma. Piensa en las personas que cometen un asesinato y salen impunes. Vamos, Merce, tú sabes lo insólito que es que consigamos detener a un asesino aleatorio como ese tipo. Deberías quedarte satisfecha con verlo metido en la cárcel por los casos que hemos podido asegurar.

—¿Nunca ha sido detenido?

—Qué va. Es demasiado listo para eso. De hecho, uno de los cursos que hizo en la universidad fue de derecho constitucional.

—No será…

—Ni de lejos. Quiero decir, estoy seguro de que alegarán que es un desequilibrado mental, y he de admitir que ese tipo no está jugando con una baraja completa; más bien parece que ha mezclado un par de barajas. Me refiero a que está claro que no se encuentra del todo en sus cabales. Pero aunque Alá le hubiera susurrado al oído que asesinara a esas chicas, seguro que no le ordenó que las violara también. No es así como funciona Alá, ni siquiera en sus peores tiempos. Y es seguro que tampoco funciona así un esquizofrénico paranoide.

Ambos guardaron unos instantes de silencio.

La detective Barren se sentía incómoda, como si de repente hubiera aumentado la temperatura de la habitación. Oyó la voz del detective Perry por la línea.

—Mira, Merce, no dudes en llamar. Si tenemos algo más, te lo comunicaré.

Ella le dio las gracias y colgó el teléfono.

Resultaba completamente injusto e irrazonable cómo funcionaba el sistema judicial. Se odió a sí misma por conocer tan bien las negociaciones y los métodos para ahorrar dinero que marcaba el sistema legal.

El hecho de que lo que le había sucedido a Susan fuera completamente comprensible desde el punto de vista de un policía la enfurecía todavía más. Se sentía escandalizada consigo misma por entenderlo.

Aquella noche no pudo dormir. Vio todos los programas de televisión de entrevistas y por fin leyó a Esquilo hasta que amaneció, momento en el que, cuando las primeras luces del alba se filtraron en su apartamento, cambió dicha lectura por las primeras
stanzas
de la
Odisea
, pero ni siquiera los clásicos lograron serenarla. Aquel día fue temprano al trabajo y salió muy tarde, pasó la jornada trabajando con fervor en tareas de oficina, rehaciendo informes, análisis y reconstrucciones de escenas de crímenes, dejándolo todo redactado lo más perfecto posible hasta que, por fin, otra vez mucho después de hacerse de noche, se fue a casa, se quedó en camiseta y ropa interior, puso en el suelo la almohada y una manta y se echó a dormir sobre el parqué, pensando todo el tiempo en que no quería conocer el consuelo.

La envolvió un tiempo líquido. Se sentía como si todos sus sentimientos hubieran sido puestos en modo de espera mientras aguardaba alguna resolución acerca de la muerte de Susan. Tras anunciarse el procesamiento por tres asesinatos en primer grado, la detective Barren fue a la oficina del fiscal del Estado a ver al jefe de procesamiento de homicidios y recordarle, mediante su presencia, que aunque el estudiante libanés no había sido acusado de la muerte de Susan, sí era responsable de la misma. La detective asistía a todas las vistas judiciales, a todas las reuniones celebradas por los dos jóvenes fiscales asignados a dichos casos. Revisaba el conjunto de las pruebas, las estudiaba y después volvía a revisarlas. Intentaba prever puntos débiles que podrían ser explotados por los abogados de oficio encargados de defender a Sadegh Rhotzbadegh. Enviaba informes a los fiscales en los que exponía todas sus opiniones, y después hacía un seguimiento de los mismos con una visita o por lo menos una llamada telefónica, hasta que quedaba convencida de que estaba cerrada la laguna qué se percibía en el caso. Sabía que a ellos su conducta les resultaba irritante, sobre todo por la pedantería con la que trataba cada aspecto del caso; pero también había visto demasiados casos perderse debido a la falta de vigor por parte de la acusación o a la falta de previsión, y estaba decidida a no consentir que sucediera tal cosa.

Y cuando ya sentía agotadas la mente y la memoria en la constante revisión de las pruebas, iba a la cárcel del condado, en la cual el estudiante libanés ocupaba una celda individual del ala de máxima seguridad, una vez traspuestos los sistemas de cierre electrónicos, al final de pasillos que se habían vuelto grises debido a los delitos cometidos por los hombres, más allá de los detectores de metales y de un letrero que declaraba: LA ENTRADA EN EL ALA OESTE DE PERSONAS NO AUTORIZADAS SERÁ PERSEGUIDA POR LA LEY. Una vez en el pasillo que se extendía frente a la celda del estudiante libanés, acercaba una silla y se limitaba a observarlo. La primera vez que lo hizo, el libanés se echó a reír y le gritó una serie de obscenidades. Al ver que aquello no le alteraba el semblante, hizo exhibicionismo. Llegado un momento asió los barrotes de la celda y se puso a escupir, rabiar e intentar tocarla. Sin embargo, al final terminó por acobardarse y corrió a esconderse detrás del retrete, y sólo asomó la cabeza de vez en cuando para ver si la detective seguía estando allí. Ella tenía cuidado de no hablar con él en ningún momento, ni de escuchar lo que pudiera decir; dejaba que la fuerza de su silencio lo llenase, eso esperaba, de miedo.

No habló con nadie de sus visitas clandestinas. Y el personal de la cárcel, plenamente enterado de sus motivos, nunca registró sus entradas y salidas en ningún impreso oficial. Era, en palabras del capitán de la unidad de seguridad, lo menos que podían hacer.

Asistió a la vista en la que se analizaron las pruebas, cuando la defensa intentó suprimir los objetos hallados en la casa del estudiante. Ella se sentó en la primera fila, con los ojos clavados en la espalda del libanés. Sabía que él notaba aquella mirada, y sintió una gran satisfacción cuando lo vio agitarse en su asiento y girar la cabeza de vez en cuando para mirarla. Las pruebas no se suprimieron. Ella susurró: «esto va bien» a su amigo Fred, el detective del condado, cuando éste finalizó su testimonio. «Es pan comido», le susurró él a su vez al tiempo que salía de la sala con paso firme.

Asistió a una vista sobre la competencia mental de Sadegh Rhotzbadegh. Oyó a los abogados de la defensa argüir que su cliente estaba descompensado debido al fuerte estrés, lo cual, para gran satisfacción suya, el juez dijo que era un estado normal en alguien que se enfrenta a la pena de muerte.

Pasaron los meses. Llegó el invierno de Miami. La luz diurna pareció recuperar una nueva claridad, habiendo perdido el lastre del duro calor tropical. Por las noches la detective Barren se sentaba en el porche y dejaba que el aire fresco la inundara igual que un baño. Pensaba en pocas cosas, salvo el próximo juicio; su único placer o liberación de la concentración en el caso los encontraba cuando acudía al antiguo estadio Orange Bowl, llevando en la mano su entrada para la zona del extremo del campo, y se dedicaba a patalear, vitorear y agitar un pañuelo blanco contra el enemigo mientras los Dolphins jugaban según lo previsto. Cuando perdieron el partido que puntuaba para el campeonato en un día triste y lluvioso, propio de Nueva Inglaterra, en el que soplaba el viento en el extremo del estadio, con una fina llovizna que dejó helado a un público en mangas de camisa poco habituado a un tiempo que no fuera el caluroso, experimentó una horrible frialdad por dentro. La muerte de un admirador, pensó. Las pérdidas son inevitables, pero siguen siendo terribles. Seguir el partido era siempre, en última instancia, conocer la infelicidad de la derrota. Aquella noche consumió casi una botella entera de vino antes de irse a la cama. Se despertó con jaqueca y pensando que el equipo de Los Ángeles estaba repleto de jugadores libaneses.

Una tarde, una semana antes de la fecha del juicio, recibió una llamada del detective Perry. Parecía nervioso.

—Merce —dijo—, va a ser mañana.

—¿Qué?

—Van a declararlo culpable.

—¿Sin juicio?

—Sin juicio. Va a ir a prisión por los tres casos.

—¿Cuál es el trato?

—Que siga vivo. Eso es todo.

—¿Cuánto tiempo?

—El máximo por cada uno. Cumplirá los veinticinco de rigor, todo entero, sin reducciones ni nada. Todos consecutivos. Setenta y cinco años enteros. Y también pagará por unas cuantas agresiones, así que el juez va a añadir unos años más. Sumará unos cien, fácilmente. Bien podríamos ir a la prisión de Raiford y excavarle la tumba, porque es allí donde acabará sus días. No saldrá nunca.

—Deberían imponerle la pena de muerte.

—Merce, Merce. Tiene delante al juez Rule. Ese viejo cabrón tenía ante sí una docena de asesinatos en primer grado, incluido el caso del torturador ese de la moto, y todavía no ha mandado a nadie a la silla eléctrica. Te acuerdas de ese caso, ¿no?

—Me acuerdo.

—Aturdidores para ganado, encendedores Zippo.

—Me acuerdo, maldita sea.

—Esos tipos están cumpliendo condenas de veinticinco años.

—Aun así…

Pero él la interrumpió.

—Ya imagino que te cabrea. También cabrea a los familiares de las otras víctimas. Pero se conforman. Además, todo el mundo está un poco receloso con el alegato de demencia de ese tipo.

—¡Chorradas! A ese tipo se le podrían apretar un poco más las tuercas…

—Ya sé, ya sé. Pero los que lo defienden el año pasado metieron en un psiquiátrico al individuo ese que descuartizó a su novia con una sierra.

—Sí, pero…

—Nada de peros. ¿Quieres arriesgarte?

Ella reflexionó durante unos instantes. Antes de que respondiera, el detective Perry le leyó el pensamiento.

—Y que no se te ocurra ni por un instante que podrías encargarte de ese cabrón tú misma. Estoy enterado de todas esas visitas tuyas a la cárcel, Merce. Ni lo pienses.

—Merece morir.

—Y va a morir, Merce.

—Sí, claro —replicó ella—. Todos vamos a morir.

—Merce —dijo el detective Perry; su voz se había suavizado—, Merce, deja en paz el asunto. Ese tipo va a desaparecer del mapa. Ya es historia. Se acabó, ¿lo entiendes? No me obligues a soltarte este discurso. Además, seguro que ya te lo sabes de memoria. Se terminó. ¿Estamos?

—Se acabó.

—Eso es.

—Se acabó.

—Se acabará a las nueve de la mañana.

—Allí nos veremos —dijo ella, y colgó el teléfono.

Sadegh Rhotzbadegh parecía un ratón asustado, tímido y tembloroso, aunque la presión del público que se agolpaba en la sala creaba un ambiente denso y sofocante. Cuando descubrió al detective Perry sentado como de costumbre en la primera fila, se encogió hacia uno de sus abogados de oficio, el cual se volvió y dirigió una mirada fulminante al detective. Se produjo un momento de tensión cuando el juez entró en la sala. Era un hombre entrado en años, con un penacho de cabello blanco que le daba un ligero aire de chiflado. Recorrió rápidamente la sala con la mirada y se fijó en las familias de las víctimas, en los periodistas de la televisión y de la prensa, que llenaban todos los asientos y se apretaban contra las paredes. La sala era antigua, con muros oscuros jalonados de fotografías de jueces de aspecto distinguido que miraban hacia abajo, ahora hundidos en el más profundo anonimato.

—Trataremos primero el caso del señor Rhotzbadegh —anunció—. Tengo entendido que existe una declaración.

—Sí, señoría. —Uno de los jóvenes fiscales se había puesto en pie—. Dicho de manera sencilla, a cambio de una declaración de culpabilidad respecto de todos los cargos pendientes, el Estado renunciará a solicitar la pena de muerte. Entendemos que al señor Rhotzbadegh se le impondrán las condenas máximas en todos los cargos, que se cumplirán de forma consecutiva. Eso suma un total de ciento once años.

Y se sentó. El juez miró a la mesa de la defensa.

—Es correcto —dijo uno de los abogados defensores.

A continuación el juez miró al acusado. El estudiante libanes se puso de pie.

—Señor Rhotzbadegh, ¿le han explicado sus abogados lo que va a sucederle?

—Sí, señoría.

—¿Y está usted de acuerdo con la declaración?

—Sí, señoría.

—¿No ha sido coaccionado ni forzado a hacer dicha declaración?

—No, señoría.

—¿Lo hace por voluntad propia?

—Sí, señoría.

—¿Sabe que sus abogados habían preparado una defensa y que le asistía el derecho de enfrentarse a sus acusadores delante de un jurado y obligar al Estado a demostrar más allá de toda duda razonable y con exclusión de la misma las alegaciones que pesan contra usted?

—Lo entiendo, señoría. Estaban preparados para alegar que yo estaba desequilibrado mentalmente. Y no lo estoy.

—¿Tiene algo que desee añadir?

—Hice lo que hice porque estaba escrito y se me había ordenado hacerlo. De eso es de lo que soy culpable. A los ojos del Profeta, estoy libre de toda culpa. Espero con alegría el día en que él me acogerá en su seno y pascaremos juntos por los jardines.

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