Réquiem por Brown (9 page)

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Authors: James Ellroy

BOOK: Réquiem por Brown
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Pude sentir cómo Stan
The Man
me miraba fijamente en la oscuridad. Un momento después, se echó a reír.

—Ya sabía yo que había algo raro, pero no estaba seguro de qué. ¿Cómo es que buscas a Fat Dog?

—Trabajo para él. Me contrató para que le resolviera un tema.

—¿Qué cosa?

—Es confidencial. ¿Quieres marcharte? Te llevo a casa.

—No. A mí también me gusta este sitio. ¿Qué tipo de casos sueles resolver?

—Normalmente recupero coches.

Stan se echó a reír.

—Eso sí que tiene gracia —dijo—. Yo antes robaba coches y tú los recuperas. ¡Es cojonudo!

—Háblame de tu trabajo —le dije.

—¿Qué quieres que te cuente?

—Todo.

Stan
The Man
estuvo reflexionando un rato. Me sorprendió lo que dijo:

—Es bastante triste. Llegas por la mañana y te apuntas a la lista. Si se juega, te dan trabajo. Normalmente tienes que llevar dos bolsas, una en cada hombro. Te suelen pagar unos veinte dólares por dieciocho agujeros. La mitad de las veces, las señoras te toman el pelo, a veces los tíos también. Algunos socios pagan muy bien, pero esos trabajos van para los colegas del caddie master. La forma de sacar pelas en el rollo de los caddies es tener clientes regulares que te traten bien y aguantar treinta y seis agujeros, que es un curro de la hostia. O llevas cuatro, dos a la espalda y dos en un carro y puedes sacar hasta cuarenta dólares. Te puede salir un trabajillo con algún jugador o un pez gordo que saben pagar. Pero eso se lo llevan los chupaculos del caddie master. Yo me hago treinta y seis, cuatro veces a la semana, y me paso el resto del tiempo tocándome los cojones. Eso es lo bueno de este curro. Puedes librar todo el tiempo que quieras, con tal de aparecer los fines de semana y en los campeonatos. Por eso hay tantos tiraos que hacen de caddies, siempre tienes pelas para bebida, costo o para los caballos.

»Ahora hay algunos estudiantes en Bel-Air. Tienen pinta de jóvenes jugadores de golf. Los socios se lo tragan y les pagan bien a los chupapollas esos de mierda. No tienen ni puta idea de golf, lo único que saben es esnifar coca y fumar maría cuando están en el campo. También está la pandilla de los que apuestan en el hipódromo. Como el caddie master es corredor de apuestas, los tíos que apuestan con él se llevan los chollos. Pero los caddies nunca ahorran. Se lo cepillan en bebida, en putas, en el juego o en la droga. Siempre están sin un duro. Siempre vienen al club a sacar unos míseros veinte dólares para ponerse ciegos. Los caddies se codean siempre con la gente de pelas, pero nunca tienen un puñetero duro.

»Por ejemplo, hay una "cabra" de Brentwood que se llama Whitey Haines. Es un epiléptico y un borracho. Solía trabajar en Bel-Air, pero lo echaron porque siempre le daban ataques en medio del campo. Asustó a los socios. Bueno, el caso es que el pro de Bel-Air tenía mala conciencia de haber echado a Whitey. A éste no le va muy bien en Brentwood tampoco; a los judíos les gusta tener sanas a sus "cabras".

»Mira, es que Whitey coge cogorzas de dos semanas. Los ataques le dejan acojonado, y el alcohol le pone bien, temporalmente. Justo antes de empezar una borrachera, va a llorarle al pro de Bel-Air. Le dice que tiene que ir a ver a su tía que se está muriendo o que tiene que ir al hospital a hacerse unas pruebas, o un tratamiento contra las hemorroides; cualquier trola de ésas. Le saca la mala conciencia junto con doscientos cincuenta dólares
y
se abre. Después de la borrachera, empieza a devolverle el dinero: diez aquí, quince allá, veinte más allá. En cuanto consigue pagar la deuda, vuelve y se monta el mismo rollo, una y otra vez: "Tengo cáncer en las axilas, pro, déjeme dos cincuenta para que me pueda curar"; el pro se lo da y ya estamos otra vez.

»El pro sabe que Whitey miente y Whitey sabe que él lo sabe, pero continúan haciendo la escena una y otra vez. Es que el pro fue un caddie venido a más y que sabía jugar al golf y ganar pelas y los tíos como Whitey se lo comen. El piensa: "Dios mío, si no fuera por mi sonrisa y por mi
swing,
podía haber acabado como este gilipollas, pidiendo limosna todo el día." ¿Y qué son doscientos cincuenta dólares de tu bolsillo en vacaciones permanentes si eso te hace sentirte humanitario?

»E1 trabajo de caddie me tiene alucinado todavía. Si te parece que el caso de Whitey Haines es triste, es porque aún no has oído nada. Pon por ejemplo a Bicycle Pete. Ya murió. Lo echaron de Wilshire por no ducharse nunca. Olía que echaba pa' atrás. Iba por toda la ciudad en una bicicleta de niña y llevaba una gorra con una hélice encima. Vivía en Skid Row. Todo el mundo pensaba que era retrasado. La palmó de un ataque al corazón en su habitación. Cuando la ambulancia fue a llevarse el fiambre, encontraron en su armario unos diamantes valorados en doscientos mil dólares.

»También está Dirt Road Dave. Es el tío más feo que he visto en mi vida. Tiene unos morros enormes, solía trabajar en los Invitationals. Ningún caddie master le dejaba trabajar regularmente. No le dejaban ni en Wilshire, que es lo peorcito. Así que trabajaba en los Invitationals para completar el sueldo del paro. Tenía una costumbre muy regular: por la tarde, cuando todos los caddies estaban en la caseta, se metía un cuarto de litro de bourbon, se subía a una mesa y se chupaba su propio pijo. Le echábamos monedas mientras lo hacía. Era uno de los caddies más famosos de la costa oeste. Pero entonces cometió su gran error. Empezó a hacerlo en público. La gente no lo entendía. Sólo los caddies y los pervertidos aguantaban su rollo. Ahora el pobre Dave está en Camarillo.

»A mí lo que me fastidia de este trabajo es la soledad. Todos estos jodidos no tienen familia ni responsabilidades, no pagan impuestos ni tienen nada a lo que aspirar aparte del World Series Pool en el Tap & Cap, la fiesta de Navidad en la cabaña de los caddies, la próxima borrachera o el caballo famoso que nunca gana. Tenemos un universitario, un chaval muy listo que trabaja los fines de semana. Dice que los caddies son "el último vestigio de la época colonial del Sur. Recogedores de algodón de campos de golf, chapoteando en los límites de una decadente
noblesse oblige".
Dice que somos un resto de otra época, que somos un símbolo de estatus social y que a los clubes les interesa que sigamos existiendo para mantener su imagen.

»Los caddies para campeonatos son imprescindibles, claro, pero eso ya es otra historia. El caddie de club está en proceso de extinción. Los carritos los van a sustituir. Riviera ya se transformó hace tres años. Los caddies se van al carajo. Son demasiado inconstantes. O no aparecen o aparecen demasiado borrachos. Yo tengo suerte. En el peor de los casos, siempre puedo hacer tapizados, que es mi oficio, aunque no me gusta nada. Me gusta este curro por la libertad que tienes. Yo soy mi propio jefe, menos cuando tengo que recoger algodón. Además, aún no es demasiado tarde para cambiar de vida. Tengo treinta y nueve años nada más, como Jack Benny. Mi encargado de libertad condicional y mi psiquiatra me han ayudado bastante. Hace más de un año que no robo ningún coche. La terapia de grupo también me ha venido bien. El comecocos dice que no tengo que ser caddie si no quiero. Que puedo ser lo que quiera.

»Pero con Fat Dog es otra cosa. Él está encerrado en ello. No quiere hacer otra cosa. Odia a los negros y odia a los judíos y eso es todo lo que tiene. El psiquiatra dice que la gente que odia a los demás, normalmente se odia a sí misma. A lo mejor eso es lo que le pasa a Fat Dog. No tiene ningún amigo aparte de Augie Dougall a lo mejor, que es el único tío en el mundo lo bastante pringao para aguantarle. Fat Dog siempre está hablando de un tío muy rico y poderoso que conoce, con el que se va a asociar un día de éstos, pero eso es una trola. Fantasilandia. Si no fuera tan gilipollas y tan asqueroso, le tendría lástima.

»El trabajo de caddie no sería tan jodido si no fuera por los caddies. El golf es un gran deporte y los campos de golf son preciosos. Son los pobres jodidos que llevan las bolsas a una panda de pobres jodidos que no saben darle a la pelota, lo que lo hace tan deprimente.

Stan
The Man
acabó su soliloquio y yo suspiré en la oscuridad. Dije:

—Lo siento por ti. Sé lo que significa estar atrapado, viendo cómo la vida se te escapa. Si no te funciona lo del tapizado, te puedo ayudar a meterte en el negocio de las recuperaciones. Conozco a mucha gente. Te pagarían por robar coches. Tendrías mucho tiempo para hacer lo que te apeteciera. Piénsatelo, a lo mejor te interesa.

Saqué una de mis tarjetas de la cartera y se la di.

—Puedes localizarme en uno de estos números. Haré todo lo que pueda para que te pongas a trabajar.

Stan se guardó la tarjeta en el bolsillo y me miró fijamente.

—Gracias —me dijo—. En serio. He pasado una noche loquísima. Siempre había pensado que si alguien me ofrecía un trabajo, sería un rico miembro del club que le gustase cómo llevo los palos, no un detective privado. Déjame pensarlo, ¿vale? Todo esto está pasando demasiado rápido.

—Piénsatelo. Dale vueltas con tu psiquiatra. A lo mejor piensa que es una consecuencia maligna de tu enfermedad, como yo bebiendo tanto café para ponerme un poco ciego. Vámonos de aquí. Ya buscaré a Fat Dog otro día, porque es que ahora mismo tengo frío y estoy cansado.

Volvimos al coche. Se estaba formando una niebla espesa que se pegaba al suelo, creando profundos mares de bruma. Cuando pasamos por delante de la barraca de mantenimiento no oímos el menor ruido. Llevé a Stan hasta su hotel en Culver City. Nos dimos la mano. Me dio las gracias efusivamente y prometió considerar mi oferta. De camino hacia casa, no podía pensar más que en esta frase: «el trabajo de caddie es triste».

6

Al día siguiente me pareció una buena idea dejar tranquilo a Fat Dog, al menos por el momento. Había otros ángulos donde investigar. Mi caso empezaba a convertirse en un ejemplo clarísimo de lógica inductiva: buscar pistas de hacía diez años para procesar a un criminal cuya identidad yo ya conocía. Ya que estaba tratando de relacionar a Sol Kupferman con el club Utopía, me pareció que lo más lógico era empezar por el dueño, Wilson Edwards.

Como McNamara me había dicho que Edwards tenía antecedentes penales, llamé a Jensen a R & I para pedirle la dirección. Me dijo que Edwards había sido detenido el año anterior por posesión de heroína. En ese momento residía en el hotel Rector en la Western Avenue, al sur de Hollywood Boulevard. Me puse mi traje de intimidador; una americana sport a cuadros, una corbata y unos pantalones que no hicieran juego con lo demás. Fui hasta allí en el coche.

El hotel Rector tenía unos mil años e indicaba una desesperación característica de Hollywood. El vestíbulo estaba lleno de caducos pensionistas esperando sus estipendios mensuales, prostitutas negras y vagabundos bebiendo cerveza. Olía a orina y linimento. Allí la soledad se tocaba con las manos.

El viejo de recepción me informó de que Wilson Edwards seguía en el Rector y ocupaba la habitación 311. Subí por las escaleras. Los pasillos no olían mejor que el vestíbulo y no habían sido barridos últimamente.

Llamé a la puerta de la 311. No contestaban. Volví a llamar. Esta vez escuché el rumor de una voz recién arrancada del sueño. Volví a llamar, esta vez más fuerte. Unos pasos se encaminaron hacia la puerta.

—¿ Eddie? —dijo una voz indecisa—. ¿ Eres tú?

No queriendo decepcionar a nadie, dije:

—Sí, soy yo. Abre.

El hombre que abrió la puerta ofrecía un aspecto horripilante. Parecía un prisionero de un campo de concentración como los que había en la cabaña de Fat Dog: un pellejo gris pendía de sus prominentes mandíbulas, tenía los ojos hundidos y claros y el enflaquecido cuerpo cubierto por una camiseta y unos pantalones cortos a modo de tienda de campaña. Estaba temblando y tardó un buen rato en percatarse de que yo no era Eddie.

—Tú no eres Eddie —dijo finalmente.

—Tiene razón —dije—, no soy Eddie. ¿Es usted Wilson Edwards?

—Sí. ¿Y tú eres un madero?

—No. Soy un detective privado. ¿Puedo pasar? Tengo interés en hablar con usted.

Me miró con perspicacia y mientras me medía con la vista, tuvo que agarrarse a la puerta con ambas manos para no caerse. Tenía destrozadas las venas de los dos brazos. Era un yonki veterano.

Le cogí de la muñeca izquierda. Trató de desasirse, pero no lo consiguió. Algunas de las marcas eran recientes.

—¿Eddie es tu contacto? —pregunté—. ¿Tienes el mono? Me lo puedes decir.

Traté de calmarle.

—No te voy a hacer daño, sólo quiero hacerte unas preguntas. No tardaremos nada.

Viendo que no tenía otra opción, Edwards me dejó pasar.

—Todavía no estoy mal, pero lo estaré —dijo mientras yo cerraba la puerta.

Entonces se echó a reír.

—Vaya, eso sí que tiene gracia, me estoy muriendo de cáncer, pero todavía no estoy mal. Qué gracioso.

Me indicó un sillón medio roto.

—Siéntate, voy a meterme algo. No puedo hablar contigo hasta que me quite estos temblores.

Me senté. Edwards entró en el lavabo y cerró la puerta. Miré a mi alrededor; la habitación apestaba, pero estaba limpia. Edwards debía de ser un amante del jazz. Había docenas de discos colocados ordenadamente en una estantería, la mayor parte jazz moderno y be-bop. No había ningún fonógrafo a la vista. Edwards volvió a la habitación. Parecía estar más aliviado aunque no más sano. Tenía las pupilas dilatadas y se le habían pasado los temblores.

Tenía la voz algo más sosegada.

—El Dilaudid solía ser delicioso, pero ahora me tengo que meter un pico para que se me pase el dolor. Vamos a acabar lo antes posible. No te quiero aquí cuando aparezca Eddie.

—¿Cuánto te queda? —pregunté.

—Unos cuatro o cinco meses.

—Tendrías que estar en el hospital.

—De eso nada. La mierda esa de la quimioterapia es un coñazo. Yo quiero salir a dar un paseo con mi Lucy.

Hizo un gesto de meterse un pico.

—¿Quién te lo trae? No parece que tengas mucho dinero.

—¿No habrás venido aquí a preguntarme eso, verdad?

—Pues no. He venido a hablar sobre el club Utopía.

Por un instante, la sorpresa se asomó a los ojos de Edwards, luego se recuperó y me obsequió con una cadavérica sonrisa.

—El club Utopía se quemó el diez de diciembre de 1968. Los tíos que lo hicieron desaparecieron a los dos años. Ese asunto está enterrado.

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