Relatos de Faerûn (18 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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Shark se arrodilló a su lado y acercó su rostro bruñido al de la reclusa.

—Lo sé todo, Rhynn. Y quiero capturar al vampiro.

—No sé qué mentiras te habrán estado contando. Él se merece su libertad.

—Está claro que los elfos os protegéis unos a otros... —Shark hizo una mueca desdeñosa—. Hasta ahora nunca había oído hablar de un vampiro elfo. La verdad es que me apetece entrar en acción.

—La raza no tiene nada que ver con...

—¡Pues claro que tiene que ver! —la interrumpió Shark—. Olvidas que ese ser ha dejado de ser un elfo, que no se merece en absoluto que lo defiendas. Es un vampiro. Y los vampiros son el mal encarnado. No saben lo que es la raza, y lo único que se merecen es una estaca en el corazón. Dame la información que necesito o te la arrancaré por la fuerza.

Rhynn no pestañeó.

—Puedes torturarme. No voy a hablar.

—Yo no estaría tan segura. Me llaman Shark porque no tengo piedad, porque soy una depredadora. He combatido a veintidós vampiros y a un sinfín de humanos, y siempre he cobrado la presa. —Shark enrojeció de orgullo. Los dedos de su mano se enredaron en los cabellos de Rhynn—. Y ahora... si cooperas, saldrás de ésta conservando tu lucidez y, acaso, disfrutando otra vez de tu libertad. Pero si me plantas cara... —Sus dedos tiraron repentinamente del pelo. Rhynn soltó un gemido sordo—. Si me plantas cara, despídete de ambas cosas para siempre.

Shark recitó un encantamiento y clavó las uñas en el cuero cabelludo de Rhynn, y ésta se estremeció de dolor. Los grilletes entrechocaron entre sí. Rhynn fue incapaz de resistir el hechizo. El conjuro de Shark dejó al descubierto los secretos de su mente.

Las emociones de aquella mujer sin duda habían sido trastocadas por los poderes del vampiro, pues lo que Shark leyó era que su naturaleza era bondadosa, y no la de un monstruo. Shark había efectuado otras lecturas de mentes con anterioridad, y lo normal era que, desde el punto de vista de la víctima, el vampiro viniera a ser un verdadero santo. Shark se concentró en la presencia física de la elfa, en su nombre y en su destino, imponiéndose sin dificultad a los frenéticos esfuerzos de Rhynn por ocultar aquella información. Debilitada como estaba, Rhynn era incapaz de soportar aquella violación de su mente. Su boca se abrió y gritó en silencio, hasta que la elfa, finalmente, perdió el conocimiento.

«Tiene más suerte de lo que piensa», pensó Shark. Si hubiera seguido resistiéndose, la lucha por proteger al vampiro habría acabado por enloquecerla.

Con gesto triunfal, Shark soltó a Rhynn de golpe. De pronto tuvo un impulso y tiró las llaves a poca distancia de la elfa. Rhynn quizá reviviese y se liberase antes de que sus captores se dieran cuenta. Era posible, incluso, que se escapase. Como era posible que la matasen. A Shark le daba lo mismo. Shark se ajustó el capuchón y se esfumó merced a su capa encantada. Sin darle más importancia al asunto, se alejó caminando de la pequeña cárcel y pasó junto a los dos guardianes. Su caballo la estaba esperando detrás de la cárcel, allí donde los guardianes no podían verlo. Shark montó en la silla y se alejó en silencio, pues la nieve amortiguaba el ruido de los cascos de su montura. Sin que los estúpidos guardianes se dieran cuenta de nada, Shark se dirigió hacia la puerta principal de Mistledale.

Según Rhynn, el monstruo se proponía regresar a Siempre Unidos, el hogar de los elfos. Shark soltó un bufido de desprecio. ¿Creía de veras ese chupasangres que podría cruzar las aguas? Imposible. Iba a quedarse atrapado en la Costa de la Espada, en Aguas Profundas probablemente. Como le llevaba tres meses de ventaja, tendría que cabalgar al límite de las fuerzas de su montura para atraparlo.

Shark dirigió su caballo al oeste, hacia el lugar que estaba empezando a ser conocido como «la Ciudad del Esplendor». Con los tacones, espoleó al caballo.

Empezaba la cacería.

Una canción obscena llegaba de La Cabeza del Orco. Vestida con recatadas ropas femeninas, ofreciendo una imagen engañosamente frágil, Shark entró en la ruidosa taberna. Nada más entrar, se sacudió la nieve de su capa y aprovechó para estudiar a los parroquianos vocingleros y más bien ebrios. Finalmente se sentó en un rincón poco iluminado. Al vampiro todavía no se le veía por ninguna parte, pero sus fuentes le habían asegurado que aquella noche acudiría a la taberna.

Shark apenas llevaba un momento sentada cuando una camarera joven y lozana dejó una jarra de cerveza espumeante en su mesa. La muchacha era bajita pero tenía la figura opulenta y los cabellos largos, dorados y rizados.

—Esta noche invita la casa —explicó—. Shallen Lathkule... —La camarera señaló a un joven extraordinariamente apuesto que estaba rodeado de alegres bebedores— ... se casa mañana por la tarde. Así que esta noche invita a todos a brindar por sus felices años de soltería.

—Bien, pues por Shallen y su prometida —brindó Shark—. Parece que ese Shallen es muy querido por aquí —aventuró, deseosa de trabar conversación con la camarera, pues quizá el tal Shallen conociera al chupasangres.

—Así es. Shallen es de lo más simpático. Y tiene mucho talento. Hace una bisutería estupenda. La mejor a este lado de Siempre Unidos, según dicen.

—Lo cierto es que él mismo está hecho una joyita... —bromeó Shark.

Sin embargo, antes de que la joven pudiera responder, la puerta se abrió, y los ojos de la camarera relucieron de placer. Shark acompañó su mirada; en sus pupilas brilló un destello de excitación.

Una figura delgada acababa de entrar, cargando con un gran cajón.

Aunque el recién llegado llevaba puesta una capa gris sobre su chaqueta azul, sus cabellos, que le llegaban a los hombros, estaban a la vista, unos cabellos de brillante color pajizo moteados de canas. Ninguna capucha ocultaba sus facciones hermosas y su piel bronceada. Sus ojos observaron el interior del establecimiento con sutil precaución, de un modo furtivo que a Shark no se le escapó. Su mirada plateada se detuvo en ella un segundo y se apartó.

El vampiro elfo acababa de llegar.

Shark lo contempló con atención. Moviéndose con elegancia, el vampiro se detuvo no lejos de la puerta y dejó el cajón en el suelo. A pesar de sus movimientos discretos, Shallen reparó en su presencia.

—¡Por fin has llegado! —exclamó feliz, apartándose de sus compañeros un tanto ebrios—. Khyrra me ha dicho que te ha convencido para que mañana vengas a la boda.

—Me temo que no podré —contestó el elfo. Las gentes de Mistledale no exageraban al decir que su voz era tan melodiosa como la más dulce de las músicas—. Espero que me perdones cuando veas qué te traigo.

Con una pequeña daga, cortó la cuerda amarrada en torno al cajón y sacó una estatuilla. Tallada en suave madera de pino, la estatuilla apenas tendría cuatro centímetros de altura, pero cuando la sacó a la luz, todas las miradas convergieron en ella. Lo que sostenía en la dorada palma de su mano era una miniatura de Llura, Nuestra Señora de la Alegría. El largo cabello fluía a su alrededor, hasta confundirse con sus ropas en movimiento mientras bailaba de felicidad. Una de sus manos estaba en alto, con la palma en horizontal, mientras la otra se apoyaba en la cintura con gracilidad, siguiendo la curva de su falda.

—Aunque no tenga nada en la mano, fíjate que en la palma hay un agujerito —indicó el elfo—. En él tenéis que poner una joya que tenga especial significado para Khyrra y para ti. Nuestra Señora de la Alegría asistirá a vuestra boda de mi parte.

Shallen abrió mucho sus ojos azules, que al momento se llenaron de lágrimas. Shark lo estaba observando con atención. Con qué facilidad se dejaban engañar todos: Rhynn, Shallen y probablemente también la joven camarera. Su reacción ante la llegada del elfo resultaba elocuente. Como el vampiro que lo había tallado, el regalo era hermoso, pero sin duda también peligroso.

—Gracias. Yo... —Incapaz de terminar la frase, Shallen se volvió hacia la barra, embargado por la emoción.

—Demasiada cerveza —bromeó un amigo.

Una carcajada estruendosa resolvió lo embarazoso del momento. Los músicos volvieron a tocar. Aunque la música sonaba muy alta, lo bastante para ahogar el ruido de las conversaciones, Shark había venido preparada para la escucha subrepticia. En apariencia atenta a la canción, apoyó la barbilla en la mano y, con disimulo, ocultando el movimiento bajo sus largos cabellos negros, acercó un cuerno diminuto a su oído y musitó un encantamiento. La voz de la camarera de pronto resonó con claridad.

—¡Debes de haberte pasado meses enteros tallando esa figurilla! ¿Qué favor le debes a Shallen para hacerle un regalo tan espléndido?

El elfo miró un instante las figuras talladas con pedrería.

—Nuestro amigo Shallen gusta de compartir su juventud y su alegría con los demás —dijo—. A mí me resulta más que suficiente. Maia, cuando tú misma te cases, prometo haceros a ti y a tu marido un regalo por lo menos igual de bonito.

Maia respondió con una risa insegura.

—No sé si algún día llegaré a tener un marido —declaró. Con las manos delgadas y nerviosas se señaló el cuerpo, un poco demasiado exuberante para ser recatado, y el rostro hermoso pero de facciones endurecidas—. A los hombres les gustan las mujeres por iniciar, maese Jander, y yo hace mucho tiempo que aprendí los secretos de la pasión.

El chupasangres tocó sus manos nerviosas.

—Hace seis meses me dijiste algo parecido —le respondió en tono amable—, cuando te conocí en la Ciudad de los Muertos. Entonces te expliqué que tu pasado no tiene por qué coartar tu futuro. Y tenía razón. Kurnin te contrató sin pensárselo dos veces, ¿no es así?

Una sonrisa tímida apareció en el rostro de la joven.

—Cierto —reconoció—. Pero, maese Jander, ¡ninguno de estos hombres sabe quién soy en realidad!

Su voz ahora era poco más que un susurro. La expresión divertida del elfo de pronto se tornó muy seria.

—Te equivocas, Maia. Estos hombres saben perfectamente quién eres. Lo que no saben es lo que fuiste en el pasado, cosa que ya no importa.

—¿Eso piensas?

—No lo pienso. Lo sé.

Como el mismo Shallen un momento atrás, Maia de pronto estuvo a punto de echarse a llorar. La muchacha finalmente consiguió reprimir las lágrimas y se permitió una sonrisa franca y sincera que dejaba al descubierto la pureza de espíritu que se escondía tras su fachada encallecida.

—Serías capaz de convencer a los mismos pájaros de la necesidad de bajar de los árboles —apuntó jocosamente, tratando de restarle importancia al asunto.

«Lo mismo que te está convenciendo a ti —pensó Shark con un punto de desdén—. Lo mismo que te está convenciendo de que te conviertas en su próximo almuerzo.»

Maia se marchó para volver a llenar las jarras de cerveza de los festejantes, y el elfo pasó a ocuparse de sus figurillas. Con sumo cuidado, el vampiro sacó una docena de estatuillas del cajón y las depositó sobre su capa extendida sobre la mesa.

El corazón de Shark latía con excitación. Lo que en aquel momento iba a hacer era arriesgado, pero formaba parte del peligroso juego que necesitaba y le gustaba jugar. Shark se levantó y fue a encontrarse con su presa.

El vampiro levantó la mirada cuando su sombra se cernió sobre él. Por si hicieran falta pruebas adicionales, Shark advirtió que el cuerpo de Jander no proyectaba sombra alguna a la temblorosa luz del candil.

—Tus obras son verdaderamente magníficas —elogió Shark.

Su mirada se cruzó con la de los grises ojos del vampiro. Todavía no había encontrado a ningún chupasangres que fuera capaz de fascinarla, pero a Shark le gustaba fantasear con tan peligrosa posibilidad. Para su decepción, el bruñido vampiro ni siquiera lo intentó, sino que siguió reordenando las estatuillas en el interior del cajón.

—Gracias —respondió con sencillez.

—¿Tienes tu taller aquí, en Aguas Profundas?

—Me gusta trabajar durante el día y acercarme a las tabernas por la noche —contestó.

«Estoy segura de ello», se dijo Shark, sombría.

Su dedo recorrió el casco de un diminuto navío elfo increíblemente detallado.

—Supongo que la gente está más dispuesta a desprenderse de sus monedas cuando tienen el gaznate empapado.

El otro soltó una risa cortés.

—Es muy posible. ¿Te gusta esta pieza?

—Sí que me gusta, pero no llevo conmigo el dinero necesario para comprarla —contestó ella, fingiéndose decepcionada—. ¿Podría acercarme a tu casa mañana y comprarla entonces?

—Me gusta disfrutar de un poco de tranquilidad cuando trabajo —respondió el vampiro, acaso demasiado rápidamente—. Mañana por la noche volveré por aquí. ¿Quieres que te la reserve?

—Mañana tengo un compromiso, pero enviaré a una de mis sirvientes. ¿Por quién tiene que preguntar?

—Por Jander Sunstar—contestó el elfo—. ¿Y tú eres...?

—Shakira Khazaar. Gracias por guardarme la pieza.

—Es lo normal. No me gusta perder una venta —dijo Jander.

En sus ojos plateados relucía un brillo extraño; Shark, de repente, se sintió vagamente incómoda. Se había equivocado. De un modo u otro, se había dejado llevar por la imprudencia. La comprensión de dicha circunstancia vino a ser como un bofetón en pleno rostro. Shark sonrió en un intento de disipar sus sospechas y sintió cierto alivio cuando el chupasangres le devolvió una sonrisa en apariencia sincera y carente de afectación, la misma que había empleado con los demás, con sus «amos». Con todo, al marcharse de la taberna, Shark sintió los ojos de Jander clavados en la espalda.

Una vez en el exterior, Shark cruzó la calle y se metió en un callejón. Tras cerciorarse de que nadie la observaba, se cubrió la cabeza con la capucha. Tejida y encantada por sus propias manos muchos años atrás, la capa no sólo la convertía en invisible, sino que también encubría el aura de su calor corporal, un aura que los vampiros podían ver. La ventisca de nieve era muy fuerte, pero Shark se volvió para que soplara directamente en su rostro. Aunque ahora era invisible a los ojos del vampiro canto como de los humanos, no quería que su olor la traicionara.

No tuvo que esperar demasiado. El chupasangres salió al exterior en el momento preciso en que la taberna cerraba sus puertas. Lo acompañaba la camarera, Maia. Con cuidado, en silencio, Shark empezó a seguirlos, sin que se le escapara el detalle de que Jander a propósito estaba dejando las huellas de sus botas en la nieve, para perpetuar la ilusión de que en realidad era un elfo corriente y moliente. Acostumbrados a no dejar huellas a su paso, demasiados vampiros se olvidaban del detalle.

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