Relatos africanos (41 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: Relatos africanos
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El señor Thompson señaló los ladrillos del suelo. No se movió. Se quedó mirando más allá de la alambrada, hacia la cañada, donde la bruma empezaba a espesarse con pliegues blancos. La luz se desvaneció del cielo y empezó a hacer frío. Nadie habló durante un rato.

–Qué lugar tan desamparado para una casa –dijo al fin la señora Thompson, muy irritada–. Me alegro de que se quemara. Y vosotras, niñas, ¿de verdad jugáis por aquí?

Nuestro turno.

–Nos gusta –dijimos, obedientes. Sabíamos de sobra que nuestra presencia encima de aquellos ladrillos, tomadas de la mano junto al fantasmagórico rosal, componía una imagen capaz de destruir cualquier encanto que el lugar tuviera para ella–. Nos pasamos el día jugando aquí –mentimos.

–Pues qué gusto tan raro –dijo ella.

Aunque hablara con nosotras, se refería al señor Thompson.

Él no la oyó. Estaba mirando a su alrededor con cara de andar perdido en sus recuerdos.

–Diez años –dijo al fin–. Aquí pasé diez años.

–Aún peor me parece –contestó ella bruscamente.

Eso, en cuanto a ella concernía, daba el asunto por liquidado.

Emprendimos el camino de vuelta a casa. Ahora iban las dos mujeres delante; luego, papá y el señor Thompson; nosotras íbamos detrás. Al pasar junto a una charca seca bajo un cactus, mi hermana dijo en un susurro:

–Señor Thompson, señor Thompson, mire eso.

Papá y el señor Thompson se acercaron.

–Mire –dijimos, señalando el hueco lleno hasta arriba de botellas vacías.

–He venido corriendo por un camino que conozco y las he escondido –explicó mi hermana, orgullosa, mirando a los dos hombres como si formara parte de una conspiración.

Papá parecía muy incómodo.

–Me pregunto cómo llegarían aquí –dijo al fin, en tono educado.

–Las encontramos nosotras. Estaban en la casa. Las escondimos para usted –explicó mi hermana, bailando de pura excitación.

El señor Thompson nos lanzó una mirada aguda e incómoda.

–Sois un par de niñas muy raras –dijo.

Ese fue todo el agradecimiento que obtuvimos de él, porque en seguida oímos que nos llamaba mamá:

–¿Qué hacéis todos ahí?

Y echamos a andar todos a la vez.

Cuando se fueron los Thompson nos quedamos con papá, a ver si decía algo.

Al fin, cuando se fue mamá, se rascó la cabeza con humor irritado y dijo:

–¿Se puede saber por qué habéis hecho eso?

Estábamos muy ofendidas.

–Para que no lo viera ella –expliqué.

–A esa mujer le hubiera dado lo mismo –dijo él–. De todas formas, supongo que teníais buena intención.

Mamá estaba sentada en una esquina del porche, en plena oscuridad, mirando hacia el monte. Tenía en la cara una mirada amarga de desagrado, reproche y desdicha. Sabíamos que nos incluía.

Nos miró enfadada y dijo:

–No me gusta que os paseéis de esa manera por la granja. Y menos con un arma.

Pero eso ya nos lo había dicho muchas veces y no era lo que esperábamos. Al fin llegó:

–Mis niñas queridas –dijo–, solas en medio del monte, sin poder jugar con nadie...

Lo que le importaba no era el monte. Nos abalanzamos sobre ella.

–Pobre mamá –le dijimos–. Pobre, pobre mamá.

Era lo que necesitaba.

–Esto no es vida para una mujer –dijo con la voz rota, abrazándonos con fuerza.

Pero parecía reconfortada.

Espías a los que he conocido

(Spies I have Known)

No quiero que imaginen que establezco ninguna clase de comparación entre Salisbury, Rodhesia, hace treinta años, cuando era un pueblucho, o incluso ahora, y otros lugares más augustos. No lo quiera Dios. Pero no hace ningún daño a nadie servirse de algo minúsculo para entrar en un asunto importante.

Era a mitad de la segunda guerra mundial. Un par de docenas de personas dirigían una docena de organizaciones, todas izquierdistas en mayor o menor medida. La ciudad, aunque era una capital, conservaba aún esa condición en la que «todo el mundo conoce a todo el mundo». La población blanca sería de unas diez mil personas; la cantidad de negros, entonces como ahora, sólo podía suponerse. Había una oficina central de correos, un edificio bastante bonito, y uno de los carteros acudía a las reuniones del Club de la Izquierda. Él fue quien nos contó el sistema de censura que utilizaba la policía política. Todo el correo que recibían esa docena de organizaciones iba a una caja central rotulada con el cartel de «CENSOR» para ser leído, sin prisas, por ciertos ciudadanos de confianza. Por supuesto todo eso entraba dentro de lo esperado y ya dábamos por hecho que ocurría. Pero había otras organizaciones proscritas, como Watchtower, una secta religiosa perseguida por alguna razón por gobiernos de toda África (¿tal vez porque profetizaban el fin del mundo?) y algunas organizaciones fascistas, lo cual parece razonable en una guerra contra el fascismo. Había organizaciones con propósitos oscuros y acaso unos cinco miembros y un capital de cinco libras, además de algunos individuos cuyo correo debía seguir también el proceso de descontaminación, o de desactivación. Esa lista, que incluía más o menos a un centenar de personas, era la más sorprendente. ¿Qué tenían en común aquellos seres siniestros cuyas opiniones representaban semejante amenaza al floreciente estado de Rodhesia del Sur, estado que, por cierto, aún se hallaba en la fase Lord Malvern dentro de la cadena Huggins/Lord Malvern/Welenski/Garfield Todd/Winston Field/Smith?

Tras meses, o de hecho años enteros, de intentar comprender qué los unía, nos tuvimos que rendir. Claro, la mitad de ellos eran de izquierdas, amantes de los nativos y etcétera, pero ¿qué pasaba con los demás? Entonces un hombre escribió una carta al Rodhesian Herald, una solemne parodia del estilo soviético oficial, tan pesado entonces como ahora, en la que exigía la exterminación inmediata del gobierno ante el paredón, a favor de un equipo de la oposición laborista, y gracias a nuestro contacto en la central de Correos supimos que su nombre quedaba incluido en la lista negra. Entonces empezamos a sospechar la verdad.

Ese arreglo de conveniencia continuó durante toda la guerra. Nuestro hombre de Correos –que para entonces ya eran varios hombres, lo que pasa es que suena peor–, nos mantenía informado acerca de qué y quién figuraba en la lista negra. Y si nos parecía que retenían nuestro correo más tiempo del razonable porque los censores estaban de vacaciones, o se volvían perezosos, molestábamos amablemente a las autoridades para que acelerasen un poco el proceso.

Ésa fue mi primera experiencia del espionaje.

La siguiente fue cuando conocí a alguien que conocía a alguien que le había contado algo de cierto secretario del Partido Comunista, quien había sido abordado por alguien que se dedicaba a intervenir los teléfonos de los comunistas... Esto ya era en Europa. Por supuesto, la tecnología para intervenir teléfonos era entonces mucho más primitiva. Es probable que hoy en día ya prescindan de la intervención humana y alguna máquina mida el grado de desafección de un sospechoso por el tono de su voz. Entonces, en aquel país se dedicaban simplemente a escuchar conversaciones grabadas. Aquel profesional había tenido contacto íntimo con durante muchos años con comunistas, y con el comunismo, se había visto involucrado en expediciones de compras, maridos que llegaban tarde del trabajo, asuntos amorosos, algún divorcio, excursiones infantiles. De tanto mirar por la cerradura, terminó metido en la política activa revolucionaria.

«Creo que no deberías dejar salir a Jackie. Se acostará muy tarde y ya sabes el malhumor que le entra cuando duerme poco.»

«Ella me dijo que no, eso dijo. Y punto. Si quieres hacer algo así, tendrás que hacerlo tú. No esperes que los demás te saquen las castañas del fuego, me dijo. Si ha sido desagradable contigo, entonces eres tú quien tiene que decírselo.»

Se frustró, como si fuera un amigo íntimo, o un amante, con la lengua paralizada. Y aún era peor porque siempre estaba involucrado desde lejos. Oía sucesos, emociones que habían ocurrido horas antes. A veces semanas antes, como cuando, por ejemplo, se iba de permiso y luego tenía que repasar todo el peligroso material de un mes en veinticuatro agotadoras horas. Se dio cuenta de que se estaba volviendo posesivo al respecto de aquellos a quienes vigilaba y le molestaba que otros colegas escucharan a «sus» sospechosos. En una ocasión tuvo que resistirse a la tentación porque le entraron ganas de contactar con cierta mujer que estaba a punto de dejar a su marido por otro hombre. Gracias a su situación ventajosa, él sabía que aquel otro hombre no era lo que ella creía. Imaginó cómo la seguiría hasta un café que solía visitar, se sentaría cerca de ella, se inclinaría y le preguntaría: «¿Le importa que me siente con usted? Tengo una información importante». Sabía que ella se lo permitiría; conocía su carácter a la perfección. Era una mujer poco convencional, acaso menos responsable de lo debido, descuidada, por ejemplo, con la regularidad de las comidas, aunque en lo fundamental estaba seguro de que se trataba de una buena chica y, potencialmente, una buena esposa. Le diría: «No lo haga, querida. No, no me pregunte cómo lo sé. Pero si deja a su marido por ese hombre se arrepentirá». Tomaría sus manos, la miraría profundamente a los ojos –estaba seguro de que eran marrones, pues aquella voz correspondía sin duda a una mujer rubia de ojos marrones– y luego desaparecería de su vida para siempre. Más adelante comprobaría el éxito de su intervención por medio de las cintas grabadas.

Para acortar un proceso que duró varios años, al final fue en secreto a una librería comunista, compró algunos panfletos, asistió a una o dos reuniones y descubrió que podría convertirse perfectamente en miembro del Partido, si no fuera porque su trabajo, un trabajo bien pagado y con buenas perspectivas, consistía precisamente en espiar al Partido Comunista. Se sentía en una posición falsa. ¿Qué hacer? Se presentó en las oficinas del Partido Comunista, pidió ver al Secretario y confesó su dilema. Carcajadas de risa del Secretario.

Las carcajadas eran absolutamente obligatorias dentro de la convención que exige un grado de comprensión más sofisticada entre los profesionales, así pertenezcan a bandos contrarios, incluso en tiempos de guerra –mandos del Partido, oficiales del gobierno, soldados de grado y etcétera– que entre los súbditos, una pandilla de gente alocada, confiada y sentimental.

Así que, primero, carcajadas. Luego, una pizca de misterio: qué lastima de mundo mal organizado, en el que hombres tan predispuestos a la amistad tuvieran que ser enemigos. Al fin, la dura oferta.

A nuestro amigo, el grabador de conversaciones telefónicas, le ofrecieron un sueldo fijo del Partido Comunista y su confianza provisional, con la condición de que permaneciera en su sitio y trabajara para el otro lado. Claro, ¿qué podía esperar? No debía ofenderse, pues así nacen los agentes dobles, esos raros hombres que ocupan una jerarquía del espionaje superior a la que él podía aspirar. Pero la oferta de dinero hería sus sentimientos, y la rechazó. Se fue y pasó una semana sufriendo, decidiendo que en realidad lo que tenía que hacer era abandonar su trabajo en la Policía Secreta –el nombre más adecuado para la fuerza en que trabajaba, aunque se la conociera en verdad por otro mucho menos directo–. Volvió a visitar al Secretario para pedirle por segunda vez que le permitiera convertirse en miembro de base del Partido Comunista. Esta vez no hubo carcajadas, ni siquiera una risilla, sino un franco (además de obligatorio) reconocimiento de su posición en un tono de «no le estoy escondiendo nada». Le dijeron que sin duda debía entender su punto de vista, el del Partido Comunista. Teniendo un pie en el campo del enemigo (delicada manera de describir su salario y su forma de vida) podía resultarles muy útil. Permanecer en su sitio se interpretaría como expresión de su deseo real de servir a la Causa del Pueblo. Abandonarlo y convertirse en un honesto Don Nadie podía satisfacer su conciencia (órgano subjetivo y condicionado, como sin duda sabría ya si había leído debidamente los panfletos), pero le aportaría una imagen de caprichoso, o incluso de poco fiar. ¿Qué pensaba decir a sus jefes? «Estoy harto de intervenir teléfonos. Me ofende.» O bien: «Lo considero una dedicación inmoral». ¡Si llevaba años sin hacer otra cosa! Bueno, bueno, no lo había pensado bien. Seguro que sus jefes lo tendrían bajo sospecha durante años. Y desde luego no podía ser tan inocente, después de haber pasado tanto tiempo en aquella atmósfera de vigilancia y cautela, como para no dar por sentado que los propios comunistas lo iban a vigilar también. No, su mejor opción era permanecer exactamente donde estaba, esforzándose aun más en su trabajo de intervención telefónica. Si no, el único consejo sincero (del Secretario) sería que se convirtiera en un ciudadano ordinario, tan alejado de la vida política como fuera posible, por su propio bien, por el bien del Servicio que se disponía a abandonar y por el bien del Partido Comunista, donde, por supuesto, le creían a pies juntillas cuando afirmaba haber encontrado su morada espiritual.

Pero el problema era que él quería afiliarse de verdad. Nada deseaba tanto como formar parte de aquel mundo de severas necesidades que había perseguido durante tanto tiempo, aunque siempre como si se mantuviera detrás de un cristal velado. La integridad lo había marginado. Desde aquel momento, sólo podía aspirar a servir a la humanidad por medio del ejercicio del derecho a votar.

Su vida estaba vacía. La renuncia al trabajo había cortado su implicación con el drama real e infinito de las cintas grabadas, como quien apaga la televisión en medio de un serial.

Se sentía inútil. Dio vueltas a la idea del suicidio, pero se lo pensó mejor. Luego, tras superar una crisis nerviosa anodina y más bien rutinaria, se convirtió en monje contemplativo de la Iglesia Anglicana.

En un cóctel conocí a otro espía que, en una conversación casual –Londres, a finales de los cincuenta– mencionó que en los inicios de la segunda guerra mundial había estado en Grecia, o tal vez fuera Turquía, donde en otro cóctel, entre canapés, un oficial de la embajada británica le había propuesto que espiara para su país.

–Es que no puedo –contestó aquel hombre–. Debe de saberlo perfectamente.

–¿Y por qué no? –contestó el oficial.

Creo que era un Subsecretario.

–Porque, como sin duda sabe usted, soy miembro del Partido Comunista.

–Ah, ¿sí? ¡Qué interesante! Sin duda eso no se interpondrá en su deseo de servir a su nación –dijo el oficial, mezclando una sinceridad brutal con el mero interés.

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