Relatos africanos (38 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: Relatos africanos
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Resulta que era la mujer de uno de nuestros más importantes ciudadanos, un general, o algo parecido, que en esa época se ocupaba de planificar un desfile militar, o alguna exhibición a beneficio de la población civil. Toda la ciudad de Westonville llevaba semanas hablando del espectáculo. Estábamos todos mortalmente aburridos de bailes, fiestas de disfraces, bazares, loterías y demás pasatiempos caritativos. No sería exagerado afirmar que mientras unos morían por la libertad, otros bailaban por ella. Todo tiene un límite. Sin embargo, por supuesto, cuando al fin se terminó la guerra y los miles de tropas instaladas en nuestro país tuvieron que volverse a casa... en resumen, cuando divertirse dejó de ser una obligación, se oyó a muchos exclamar que la vida nunca volvería a ser igual.

Mientras tanto, el desfile implicaba una novedad para todos. Los caballeros militares responsables de la idea no la concebían de ese modo. Creían que iban a mejorar la moral de la población mostrándonos un atisbo de lo que era una guerra de verdad. No bastaba con los titulares de los periódicos. Para transmitirnos una idea bien realista, planificaban destruir una aldea bombardeándola ante nuestras miradas.

Primero había que construir la aldea.

Parece que el general y sus subordinados se pasaron un día entero entre el polvo rojizo de la zona del desfile, bajo un sol abrasador, rodeados de materiales de construcción mientras hordas de trabajadores africanos iban de un lado a otro con tablas y clavos, intentando construir algo parecido a un pueblo. Era evidente que había que construir un poblado auténtico para destruirlo después, aunque el precio era mayor de lo presupuestado para todo el espectáculo. El general se fue a casa de mal humor y su mujer dijo que lo que necesitaban era un artista; necesitaban a Michele. No era porque quisiera ofrecer a Michele un buen trato; lo que pasa es que no soportaba la idea de que se tumbara a cantar mientras hubiera tanto trabajo por hacer. Se negó a emprender una negociación diplomática cuando su marido dijo que de ningún modo pensaba pedirle un favor a un italiano. Ella le solucionó el problema a su manera: enviaron a un tal capitán Stocker a buscarlo.

El capitán lo encontró en el mismo campo, a la sombra del mismo árbol, con los pantalones arremangados y la camisa desabrochada; sin afeitar, un poco borracho, con una botella de vino a su lado, en el suelo. Entonaba un canto tan salvaje, tan triste, que el capitán se sintió incómodo. Se mantuvo a diez pasos de aquel personaje de escasa reputación y pensó en lo indigno de su posición. Un año antes aquel hombre era un enemigo mortal al que hubiera disparado a primera vista. Seis meses antes, un prisionero enemigo. Ahora estaba tumbado con las rodillas al aire y llevaba una camisa sucia que sin duda había sido del ejército. Para el capitán, la situación cristalizó en el deseo de que Michele lo saludara formalmente.

–¡Piselli! –dijo con brusquedad.

Michele volvió la cabeza y miró al capitán, sin abandonar la posición horizontal.

–Buenos días –contestó, afable.

–Se requiere su presencia –comunicó el capitán.

–¿Quién? –preguntó Michele.

Se sentó. Era un hombrecillo regordete, de piel olivada. Había algo de resentimiento en su mirada.

–Las autoridades.

–¿Se ha terminado la guerra?

El capitán, que ya estaba bastante rígido y refulgente con su camisa caqui planchada, echó la cabeza hacia atrás, frunció el ceño y adelantó la barbilla. Era un hombre alto, rubio y, en los fragmentos visibles, tenía la piel roja como un ladrillo. Los ojos pequeños, azules, enfadados. Sus manos rojas, cubiertas por completo por pelillos rubios, bien prietas a ambos lados. Entonces vio la decepción en la mirada de Michele y relajó las manos.

–No, no se ha terminado –contestó–. Se requiere su ayuda.

–¿Para la guerra?

–Es una tarea de guerra. Doy por hecho que le interesa la derrota de los alemanes.

Michele miró al capitán. El artesano bajito de ojos oscuros miraba al gran oficial rubio de ojos fríos y azules, con su boca prieta y aquellas manos que parecían filetes cubiertos de vello rubio. Siguió mirándolo y dijo:

–Me interesa mucho el fin de la guerra.

–¿Entonces? –dijo el capitán, entre dientes.

–¿Cuánto pagan? –preguntó Michele.

–Pagan.

Michele se levantó. Alzó al sol la botella y bebió un trago. Hizo unos buches de vino y lo escupió. Luego vertió lo que quedaba sobre la tierra roja, donde quedó una mancha violeta y burbujeante.

–Estoy listo –anunció.

Fue con el capitán hasta el camión que los esperaba, en el que montó junto al conductor, en vez de en la parte trasera, como esperaba el capitán. Cuando llegaron a la zona del desfile, los oficiales habían dejado un mensaje en el que se indicaba que el capitán se haría responsable de Michele y del poblado. También del centenar de trabajadores que permanecían sentados en los márgenes de la hierba, esperando órdenes.

El capitán explicó lo que se debía hacer. Michele asintió. Luego señaló con una mano hacia los africanos.

–No necesito a esos –dijo.

–¿Lo va a hacer solo? ¿Un pueblo?

–Sí.

–¿Sin ayuda?

Michele sonrió por primera vez.

–Lo haré.

El capitán dudó. No aprobaba por principios que los blancos se encargaran de trabajos manuales pesados. Contestó:

–Me quedo con seis para el trabajo pesado.

Michele se encogió de hombros y el capitán se alejó y despidió a todos los africanos menos seis. Volvió con ellos hacia Michele.

–Hace calor –dijo éste.

–Mucho –contestó el capitán.

Estaban en medio de la zona de desfile. Alrededor había árboles, hierba, zonas de sombra. Allí, tan sólo un polvo rojizo que se alzaba y revoloteaba en la calurosa brisa.

–Tengo sed –dijo Michele.

Sonrió. El capitán notó que sus propios labios rígidos se aflojaban en contra de su voluntad para responder a la sonrisa. Los dos pares de ojos se encontraron. Fue un momento de comprensión. Para el capitán, el italianito se había vuelto humano de repente.

–Me encargaré de eso –dijo, y se fue hacia la ciudad.

Para cuando hubo conseguido explicar la situación a la gente adecuada, rellenar formularios y confirmar acuerdos, ya era última hora de la tarde. Regresó al campo del desfile con una caja de botellas de brandy del Cabo y se encontró a Michele y a los seis negros sentados bajo un árbol. Michele les estaba cantando una canción italiana y ellos buscaban segundas voces armónicas. Aquella visión afectó al capitán como un ataque de náusea. Se acercó, y los africanos se pusieron firmes. Michele siguió sentado.

–¿No ha dicho que haría el trabajo solo?

–Sí, eso he dicho.

Entonces el capitán echó a los africanos. Se despidieron con amistosas miradas a Michele, quien les devolvió el saludo. El capitán estaba rojo de ira, como un pedazo de carne.

–¿Aún no ha empezado?

–¿Cuánto tiempo tengo?

–Tres semanas.

–Entonces, sobra tiempo –contestó Michele, mirando la botella de brandy que el capitán llevaba en una mano. En la otra había dos vasos–. Ya es de noche –dijo.

El capitán frunció el ceño un momento. Luego se sentó en la hierba y sirvió dos brandies.

–Ciao –dijo Michele.

–Salud –contestó el capitán.

Tres semanas, pensaba. Tres semanas con aquel maldito italiano. Se bebió el vaso de un trago, lo rellenó y lo dejó sobre la hierba. La hierba, fresca y suave. Cerca de allí florecía algún árbol; cálidas oleadas de perfume llegaban en la brisa.

–Se está bien aquí –dijo Michele–. Nos lo vamos a pasar bien. Hasta en la guerra hay momentos de felicidad. Y de amistad. Brindo por el fin de la guerra.

Al día siguiente, el capitán no apareció por la zona del desfile hasta después de la comida. Se encontró a Michele bajo los árboles con una botella. Había levantado en un extremo de la zona de desfile unas tablas que en teoría iban a servir para los techos, de tal modo que formaban dos paredes y parte de una tercera, y un tejado inclinado que descansaba sobre unos puntales.

–¿Qué es eso? –preguntó el capitán, furioso.

–La iglesia –contestó Michele.

–¿Queeé?

–Ya lo verá luego. Ahora hace mucho calor.

Miró hacia la botella de brandy que tenía a su lado, en el suelo. El capitán fue al camión y regresó con su caja. Bebieron. Pasó el tiempo. Hacía mucho que el capitán no se sentaba en la hierba debajo de un árbol. De hecho, hacía mucho que no bebía tanto. Siempre bebía bastante, pero adaptándose a las épocas y las estaciones. Era un hombre disciplinado. Allí, sentado en la hierba con aquel hombrecillo al que seguía sin poder evitar ver como un enemigo, no es que abandonara la disciplina, pero sí se sintió distinto; como si abandonara temporalmente su comportamiento normal. Michele no contaba. Lo oía hablar de Italia y le parecía estar oyendo a un salvaje: como si oyera historias de las islas de los mares del sur, lugares que un hombre como él podía visitar una vez en la vida. Se oyó a sí mismo decir que tal vez viajara a Italia después de la guerra. De hecho, sólo le atraía el norte y la gente del norte. Había visitado Alemania en tiempos de Hitler y, aunque en ese momento no estuviera bien decirlo, había resultado satisfactorio. Luego Michele le cantó unas canciones italianas. Él le cantó algunas inglesas. Después Michele sacó fotos de su esposa y sus hijos, que vivían en un pueblo de las montañas del norte de Italia. Le preguntó al capitán si estaba casado. El capitán nunca hablaba de sus asuntos privados.

Se había pasado la vida de una colonia africana en otra, ejerciendo como policía, magistrado, comisario de los nativos o cualquier otra dedicación útil. Al empezar la guerra, le había resultado fácil pasarse a la vida militar. Pero odiaba la vida en las ciudades y tenía sus propias razones para desear el fin de la guerra. Había pasado la mayor parte del tiempo en destinos de monte con uno o dos blancos más, o incluso a solas, lejos de los rigores de la civilización. Había mantenido relaciones con nativas: de vez en cuando visitaba la ciudad donde vivía su mujer con sus padres y los niños. Siempre lo atormentaba la idea de que ella le fuera infiel. Poco tiempo atrás había contratado a un detective para que la vigilara; estaba convencido de que el detective no era eficiente. Los amigos del ejército que llegaban de L., donde vivía su mujer, le hablaban de sus fiestas y de lo mucho que se divertía. Cuando terminara la guerra no le resultaría tan fácil pasárselo bien. ¿Y por qué no se limitaba a vivir con ella y acabar así con el problema? Lo que pasaba es que no podía. Y aquel largo exilio en los destinos de monte se debía a que necesitaba una excusa para no vivir con ella. No soportaba pensar demasiado tiempo en su esposa; era esa parte de su vida que nunca había sido capaz de controlar, por así decirlo.

Sin embargo, ahora habló de ella con Michele, y también de su mujer favorita en el monte, Nadya. Le contó la historia de su vida, hasta que se dio cuenta de que la sombra de los árboles bajo los que se habían sentado, se extendía ya por toda la zona de desfile hasta la tribuna. Se levantó con escaso equilibrio y dijo:

–Hay trabajo por hacer. Le pagan para trabajar.

–Cuando se haga de noche le enseñaré mi iglesia.

Se puso el sol, cayó la oscuridad y Michele pidió al capitán que llevara su camión hasta la zona de desfile, a unos doscientos metros, y encendiera los faros. Al instante, una iglesia blanca brotó entre las formas y las sombras de aquellas planchas de madera.

–Mañana, unas cuantas casas –dijo Michele, contento.

Al cabo de una semana, el espacio de aquel extremo de la zona de desfile estaba cubierto de construcciones torpes y alocadas de yeso y madera que, a la luz del sol, parecían un engendro imposible. En privado, el capitán se indignaba: era como una pesadilla en la que se suponía que unas figuras con forma de esqueleto debían convencerlo, gracias a una ilusión de luces y sombras, de que conformaban un pueblo. Por la noche, el capitán se acercaba con su camión, encendía las luces y ahí estaba el pueblo, sólido y real contra el telón de fondo de los árboles verdosos. Luego, bajo el sol de la mañana, no había nada, apenas unos pedazos de tablas clavados en la arena.

–Se acabó –dijo Michele.

–Lo contrataron para tres semanas –contestó el capitán.

No quería darlo por terminado; para él era como unas vacaciones.

Michele se encogió de hombros.

–El ejército es rico –dijo.

Luego, para evitar las miradas curiosas, se sentaron a la sombra de la iglesia con la caja de brandy. El capitán habló sin parar sobre su esposa, sobre las mujeres. No podía dejar de hablar.

Michele escuchaba. En un momento dijo:

–Cuando vuelva a casa... Cuando vuelva a casa, abriré los brazos... –Los abrió. Cerró los ojos. Le rodaron lágrimas por las mejillas–. Tomaré a mi mujer entre mis brazos y no preguntaré nada, nada. No me importa. Ya basta, ya basta. No preguntaré nada y seré feliz.

El capitán se quedó con la mirada perdida, sufriendo. Pensó en lo mucho que temía a su mujer. Era una criatura burlona, alegre y dura, que se reía de él. Se había reído de él desde que se casaron. Desde el principio de la guerra le había dado por llamarle con apodos como Hitlercillo o soldadito. «Adelante, Hitlercillo –le había gritado en el último encuentro–. Adelante, soldadito. Si te quieres gastar el dinero en detectives privados, adelante. Pero no creas que yo no sé lo que haces en el monte, no es que me importe, pero recuerda que lo sé...»

El capitán recordaba cómo se lo había dicho. Y ahí estaba Michele, sentado en una caja de embalar y diciendo:

–Los detectives y la ley, amigo, son un placer de ricos. Incluso los celos son un placer que ya no quiero experimentar. Ah, amigo, estar con mi mujer otra vez, y con mis hijos, sólo le pido eso a la vida. Eso, vino, comida, y pasar la noche cantando.

Y las lágrimas le empapaban las mejillas y le salpicaban la camisa.

Por dios, ¡un hombre llorando!, pensaba el capitán. ¡Y no le daba vergüenza! Cogió la botella y bebió.

Tres días antes de la gran ocasión, algunos oficiales de rango llegaron paseando entre el polvo y se encontraron a Michele y al capitán sentados en aquella caja, cantando. El capitán llevaba la camisa abierta hasta el pecho y llena de manchas.

El capitán se levantó y se puso firme, con la botella en la mano y Michele lo imitó por pura solidaridad con su amigo. Los oficiales se llevaron al capitán a un lado –eran todos colegas suyos– y le preguntaron qué diablos creía que estaba haciendo. Y por qué no estaba terminado el pueblo.

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