Relatos africanos (28 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: Relatos africanos
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Está hablando el señor Mizi. Tiene una voz potente y la gente sentada en los bancos permanece inmóvil, inclinada hacia delante, con el anhelo pintado en las caras, como si escucharan una bella historia. Sin embargo, lo que dice el señor Mizi no tiene nada de bello. Jabavu no entiende y pregunta al hombre que tiene a su lado qué es esa reunión. El hombre le explica que los señores del estrado son los líderes de la Liga para el Avance del Pueblo Africano; que ahora están hablando de las leyes que tratan a los africanos de forma distinta a los blancos... Son muy listos, le dice, son capaces de entender leyes escritas y eso lleva muchos años. Luego, hablarán a los presentes del trato que se da a la tierra en las reservas, de cómo el gobierno quiere reducir la cantidad de ganado en propiedad de los africanos, de las leyes sobre licencias y de muchas otras cosas. A Jabavu le enseñan un papel con los números 1, 2, 3, 4, 5 y 6, a cuyo lado encuentra palabras como Reducción de Ganado. Le dicen que ese papel es un Orden del Día.

Primero habla mucho rato el señor Mizi, luego el señor Samu, luego otra vez el señor Mizi, y a veces parece que la gente del salón ruge de rabia, otras veces suspiran y gritan: «¡Qué vergüenza!». Jabavu hace suyos esos sentimientos, parecidos a los de cualquier individuo, y él también empieza a aplaudir, a suspirar y gritar: «¡Vergüenza, vergüenza!». Sin embargo, apenas entiende lo que se dice. Al cabo de mucho rato el señor Mizi se levanta para hablar de un asunto al que se refiere como Salario Mínimo, y ahora sí que Jabavu entiende todas las palabras. El señor Mizi dice que no hace mucho un miembro del parlamento de los blancos pidió una ley que exigiera que el sueldo mínimo de los trabajadores africanos fuera de una libra al mes, pero los demás miembros de ese parlamento dijeron que no, que era demasiado. Ahora el señor Mizi dice que quiere que firmen todos una petición a los miembros del parlamento para que reconsideren esa cruel decisión. Y cuando dice eso todos los hombres y mujeres del parlamento rugen: «¡Sí, sí!» y aplauden tanto rato que a Jabavu se le cansan las manos. Ahora está mirando a uno de esos hombres grandes y sabios del estrado y todos los nervios de su cuerpo anhelan parecerse a él. Se ve plantado en un estrado mientras cientos de personas suspiran, aplauden y gritan: «Sí, sí».

De repente, sin saber cómo ha podido pasar, su mano está alzada y acaba de decir:

–Por favor, quiero hablar.

Todos los presentes se han dado la vuelta para mirarlo, y parecen sorprendidos. En el salón hay un silencio absoluto. El señor Samu se levanta enseguida y, tras una larga mirada a Jabavu, dice:

–Por favor, este joven es amigo mío. Dejémosle hablar.

Sonríe y saluda a Jabavu, quien siente un orgullo inmenso, como si un halcón enorme lo hubiera alzado por el cielo con sus alas. Se tambalea un poco. Luego cuenta que acaba de llegar hace sólo cuatro días de la aldea, que fue más listo que los reclutadores que querían engañarlo, que no tenía comida y se desmayó de hambre y un médico blanco lo trató como si fuera un buey, cómo ha buscado trabajo... Las palabras fluyen por la lengua de Jabavu como si detrás de él hubiera alguien muy inteligente y le susurrara al oído. Esa persona tan inteligente no menciona algunas cosas, como el robo de ropa, zapatos y comida, o su encuentro con Betty y la noche que pasó en el antro. Pero sí explica que en el jardín de una blanca le ordenaron rudamente que fuera a la parte trasera, «que es el lugar adecuado para los negros» –eso lo cuenta Jabavu con gran amargura–, y que le han ofrecido doce chelines al mes y algo de comida por su trabajo. Y mientras Jabavu habla la gente del salón murmura: «Sí, sí».

Jabavu tiene aún muchas palabras por decir cuando el señor Samu se levanta y lo interrumpe:

–Agradecemos mucho a este joven lo que ha dicho. Sus experiencias son las típicas de los jóvenes cuando llegan a la ciudad. Todos sabemos por nuestra propia vida que lo que dice es cierto, pero a nadie le hace ningún mal oírlo otra vez.

Luego introduce tranquilamente el siguiente asunto, sobre la desgracia de que los africanos tengan que llevar tantas licencias, y la reunión sigue su curso. Jabavu está enfadado, pues no le parece justo que la reunión pase a otro tema después de las cosas horribles que acaba de contar. Además, se ha dado cuenta de que algunos, al volver la vista de nuevo hacia el estrado, se sonreían entre ellos; esas sonrisas han herido su orgullo. Mira al hombre que tiene a su lado y éste no dice nada. Entonces, como Jabavu sigue mirándolo y sonriendo, exigiéndole unas palabras, el hombre se dirige a él con amabilidad:

–Eres un bocazas, amigo.

Al oírlo, Jabavu siente tal ira que su mano se alza como si tuviera voluntad propia y está a punto de pegar al hombre, pero éste lo agarra rápidamente por la muñeca y murmura:

–Quieto, que te vas a meter en un lío. Aquí no se pelea.

Angustiado, Jabavu susurra:

–Me llamo Jabavu, no Bocazas.

–Yo no digo nada de tu nombre, no lo conozco. Pero aquí no se pelea. Bastantes problemas tienen ya los iluminados.

Jabavu se abre paso hacia la puerta, porque siente como si las burlas repicaran en sus oídos y le repitieran una y otra vez: «Bocazas, bocazas». Sin embargo, se acumula tanta gente de pie ante la puerta que no puede salir, aunque lo intenta con tal insistencia que termina molestándoles y le piden que se esté quieto. Y mientras permanece allí, rabioso y desdichado, un hombre le dice:

–Amigo, lo que has dicho me ha llegado al corazón. Es muy cierto.

Jabavu olvida su amargura y se siente de pronto calmado y lleno de orgullo; lo que no puede saber es que ese hombre se ha dirigido a él sólo para poder ver su rostro con claridad, pues acude a esta clase de reuniones fingiendo ser uno más para irse luego a la oficina del gobierno que desea estar informada sobre los africanos problemáticos y sediciosos. Antes de que se termine la reunión, Jabavu le dice su nombre a ese hombre amistoso, le cuenta de qué pueblo es y le explica lo mucho que admira a los iluminados, información que el otro agradece sobremanera.

Cuando el señor Samu da por terminada la reunión, Jabavu sale tan deprisa como puede y va a la otra puerta, por donde han de salir los oradores. El señor Samu le sonríe y asiente al verlo y luego le estrecha la mano y le presenta al señor Mizi. Nadie le felicita por lo que ha dicho, más bien lo miran como suelen hacer los ancianos de los pueblos cuando piensan: «Este muchacho podría terminar resultando útil e inteligente si sus padres son estrictos con él». El señor Samu le dice:

–Bueno, bueno, joven amigo, no has tenido mucha suerte desde que llegaste a la ciudad, pero si crees que tu caso es excepcional cometerás un error. –Luego, viendo la cara de desánimo de Jabavu, añade con amabilidad–: ¿Por qué te fuiste tan pronto la otra mañana? ¿Y por qué no fuiste a casa del señor Mizi, que siempre está encantado de ofrecer ayuda a quien la necesita?

Jabavu mantiene la cabeza gacha y dice que se fue corriendo porque quería llegar pronto a la ciudad y en ningún caso quería despertarlos, y que no pudo encontrar la casa del señor Mizi.

Éste propone:

–Pues ven ahora con nosotros, y así la encontrarás.

El señor Mizi es un hombre grande, fuerte, de amplias espaldas. Si Jabavu es como un toro joven, torpe en el manejo de su fuerza, el señor Mizi es un toro mayor, acostumbrado a usar su poder. No es la clase de cara que un joven amaría a primera vista, pues en ella no hay risas ni una calidez inmediata. Es serio, pensativo, y sus ojos lo ven todo. Pero aunque Jabavu no ame al señor Mizi, sí que lo admira y cada vez se siente más como un niño pequeño; cuanto más crece en él la sensación de dependencia, una sensación que odia y le produce rabia, más duda si debe huir o quedarse donde está. Al fin decide quedarse y camina con todo el grupo hacia la casa del señor Mizi.

La casa se parece a la del griego. Jabavu ya sabe que no es nada, comparada con las de los hombres blancos, pero la habitación delantera le resulta muy agradable. Hay un espejo grande en la pared y una mesa grande cubierta con una tela verde suave de la que penden unas borlas gruesas y sedosas; alrededor de la mesa hay muchas sillas. Jabavu se sienta en el suelo en señal de respeto, pero la señora Mizi, mientras saluda a los invitados, le dice:

–Amigo, siéntate en esta silla.

Y se la acerca. La señora Mizi es una mujer pequeña, con cara alegre y unos ojos que van de un punto a otro buscando algo de lo que reírse. Se diría que la señora Mizi tiene tantas risas que ha dejado sin ellas a su marido, mientras que éste piensa tanto que la señora Mizi se ha quedado sin pensamientos. Viéndola a solas parece difícil creer que tenga un marido tan grande, serio e inteligente; en cambio, viéndolo a él, no parece que su mujer haya de ser tan bajita y risueña. Y sin embargo, encajan bien juntos, como si conformaran una sola persona.

Jabavu está tan asombrado de estar allí que tumba la silla y se muere de vergüenza, pero la señora Mizi se ríe con tan buen humor que él empieza a reír también y sólo para al darse cuenta de que esos amigos no están reunidos sólo por amistad, sino también para hablar de cosas serias.

Sentados en torno a la mesa están el señor y la señora Samu, el hermano de ésta, el señor y la señora Mizi y un joven hijo suyo. La señora Mizi pone el té en la mesa, en unas bonitas tazas blancas, y muchos pastelitos con azúcar rosado. El joven se bebe su taza deprisa y luego dice que quiere estudiar y se va a la habitación contigua con un pastel en la mano, mientras la señora Mizi pone los ojos en blanco y se queja de que se va a morir de tanto estudiar. Sin embargo, el señor Mizi le dice que no sea tonta, así que ella se sienta a escuchar, sin dejar de sonreír.

El señor Mizi y el señor Samu hablan. Parece que hablan entre ellos, aunque de vez en cuando lanzan una mirada a Jabavu, pues no dicen sólo lo que les viene a la cabeza, sino lo que creen que éste necesita aprender.

Jabavu no lo entiende desde el principio y, cuando por fin lo hace, se le nubla el oído con una tormenta de rencor. Una voz dice: «Yo, Jabavu, tratado como un crío». En cambio, la otra: «Escúchalos, son buena gente». De modo que sólo entran en su mente fragmentos de palabras y allí forman una idea tan retorcida y extraña que si esos hombres sabios e inteligentes pudieran verla se llevarían una sorpresa. Pero tal vez sea una debilidad por su parte, pues se pasan la vida estudiando y hablando de cosas como el movimiento de la historia, o el desarrollo de la sociedad, que olvidan sus propias infancias, el tiempo en que esas frases tienen un sonido extraño e incluso terrible.

Así que Jabavu permanece sentado a la mesa, comiéndose los pasteles que la señora Mizi insiste en pasarle, y su cara está primero hosca y reticente, luego brillante y ansiosa, aunque por momentos baja la mirada para esconder lo que piensa y luego la alza de golpe para decir: «¡Sí, sí, eso es cierto!».

El señor Mizi habla de lo duro que resulta para los africanos llegar por primera vez a la ciudad sin saber nada, encima de que deben dejar atrás todo lo que aprendieron en la aldea. Dice que se ha de perdonar a esos jóvenes si por pura confusión caen en malas compañías.

Ahí Jabavu levanta instintivamente los brazos para cruzarlos por delante de su brillante camisa nueva y la señora Mizi le sonríe y le rellena la taza.

Luego el señor Samu dice que esa clase de jóvenes pueden escoger entre una vida corta, con dinero y diversión, antes de ir a la cárcel, o antes de sufrir alguna enfermedad; o trabajar para el bien de los suyos y... Pero ahí la señora Mizi suelta una carcajada estridente y dice:

–Sí, sí, pero eso también puede representar una vida corta, o la cárcel.

El señor Mizi sonríe con paciencia y dice que a su mujer le gustan las bromas y que hay una diferencia entre ir a la cárcel por tonterías como un robo o ir a la cárcel por una buena causa. Luego sigue hablando y dice que un joven inteligente entenderá enseguida que la compañía de los matsotsi no trae más que problemas y por eso se dedicará a estudiar. Aún más, pronto entenderá que es una tontería trabajar de pinche de cocina, o de sirviente en la casa, o en una oficina, porque allí nunca se juntan más de dos o tres, y por eso preferirá ir a una fábrica, o incluso a las minas, porque... Pero durante unos diez minutos Jabavu no entiende ni una palabra, pues el señor Mizi construye frases relativas al desarrollo de la industria, la clase obrera y la misión histórica. Pero lo que dice el señor Mizi vuelve a ser fácil de seguir cuando afirma que Jabavu ha de trabajar mucho para que todo el mundo se fíe de él, y estudiar de noche, por su cuenta o con otros, pues un hombre que quiera liderar a los demás no sólo ha de ser mejor que ellos, sino también más sabio... Y aquí la señora Mizi se ríe y dice que a su marido se le ha subido el éxito a la cabeza y que sólo es un líder porque puede hablar más fuerte que nadie. Al oírlo, el señor Mizi sonríe con cariño y dice que las mujeres han de respetar a sus maridos.

Jabavu interrumpe el flirteo entre el señor Mizi y su esposa y pregunta de pronto:

–Dígame, por favor, ¿cuánto dinero ganaré en una fábrica?

Hay tanta hambre en su voz que el señor Mizi frunce un poco el ceño y la señora Mizi hace una mueca y menea la cabeza.

El señor Mizi contesta:

–No demasiado. Tal vez una libra al mes. Pero...

Entonces la señora Mizi suelta una carcajada irreprimible y dice:

–Cuando era pequeña y estudiaba en el colegio católico, sólo me hablaban de Dios y me decían que debía ser buena, que el pecado es malo, que querer ser feliz era una perversión y que sólo podía pensar en el cielo. Luego conocí al señor Mizi y me dijo que Dios no existe y pensé: «Ah, ahora tendré un marido elegante y guapo, no iré a la iglesia, me lo pasaré muy bien, bailaré y me divertiré». Pero he descubierto que aunque Dios no exista me he de portar bien igualmente y no puedo pensar en bailar, ni en divertirme, sino en la llegada del cielo a la tierra... A veces creo que estos hombres tan listos son tan malos como los predicadores.

Le hace tanta gracia que se lleva la mano a la boca y mira a su marido con los ojos muy abiertos y éste suspira y contesta con paciencia:

–Hay algo de cierto en lo que dices. Hubo un tiempo del desarrollo de la sociedad en que la religión era progresista y contenía toda la bondad de la humanidad, pero ahora la bondad y la esperanza corresponden a los movimientos del pueblo, en cualquier lugar del mundo.

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