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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (44 page)

BOOK: Rayuela
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Suponiendo que en dos saltos arrancara todos los hilos, suponiendo que no metiera un zapato en una palangana acuosa y que no patinara en un rulemán, llegaría finalmente al sector de la ventana y a pesar de la oscuridad reconocería la silueta inmóvil en el borde del escritorio. Era remotamente probable que llegara hasta ahí, pero si llegaba, no cabía duda de que a Oliveira le iba a ser por completo inútil una Heftpistole, no tanto por el hecho de que el 18 había hablado de unos ganchitos, sino porque no iba a haber un encuentro como quizá se lo imaginara Traveler sino una cosa totalmente distinta, algo que él era incapaz de imaginarse pero que sabía con tanta certeza como si lo estuviera viendo o viviendo, un resbalar de la masa negra que venía de fuera contra eso que él sabía sin saber, un desencuentro incalculable entre la masa negra Traveler y eso ahí en el escritorio fumando. Algo como la vigilia contra el sueño (las horas del sueño y la vigilia, había dicho alguien un día, no se habían fundido todavía en la unidad), pero decir vigilia contra sueño era admitir hasta el final que no existía esperanza alguna de unidad. En cambio podía suceder que la llegada de Traveler fuera como un punto extremo desde el cual intentar una vez más el salto de lo uno en lo otro y a la vez de lo otro en lo uno, pero precisamente ese salto sería lo contrario de un choque, Oliveira estaba seguro de que el territorio Traveler no podía llegar hasta él aunque le cayera encima, lo golpeara, le arrancase la camisa a tirones, le escupiera en los ojos y en la boca, le retorciera los brazos y lo tirara por la ventana. Si una Heftpistole era por completo ineficaz contra el territorio, puesto que según el 18 venía a ser una abrochadora o algo por el estilo, ¿qué valor podía tener un cuchillo Traveler o un puñetazo Traveler, pobres Heftpistole inadecuadas para salvar la insalvable distancia de un cuerpo a cuerpo en el que un cuerpo empezaría por negar al otro, o el otro al uno? Si de hecho Traveler podía matarlo (y por algo tenía él la boca seca y las palmas de las manos le sudaban abominablemente), todo lo movía a negar esa posibilidad en un plano en que su ocurrencia de hecho no tuviera confirmación más que para el asesino. Pero mejor todavía era sentir que el asesino no era un asesino, que el territorio ni siquiera era un territorio, adelgazar y minimizar y subestimar el territorio para que de tanta zarzuela y tanto cenicero rompiéndose en el piso no quedara más que ruido y consecuencias despreciables. Si se afirmaba (luchando contra el miedo) en ese total extrañamiento con relación al territorio, la defensa era entonces el mejor de los ataques, la peor puñalada nacería del cabo y no de la hoja. Pero qué se ganaba con metáforas a esa hora de la noche cuando lo único sensatamente insensato era dejar que los ojos vigilaran la línea violácea a los pies de la puerta, esa raya termométrica del territorio.

A las cuatro menos diez Oliveira se enderezó, moviendo los hombros para desentumecerse, y fue a sentarse en el antepecho de la ventana. Le hacía gracia pensar que si hubiera tenido la suerte de volverse loco esa noche, la liquidación del territorio Traveler hubiera sido absoluta. Solución en nada de acuerdo con su soberbia y su intención de resistir a cualquier forma de entrega. De todas maneras, imaginarse a Ferraguto inscribiéndolo en el registro de pacientes, poniéndole un número en la puerta y un ojo mágico para espiarlo de noche... Y

Talita preparándole sellos en la farmacia, pasando por el patio con mucho cuidado para no pisar la rayuela. Sin hablar de Manú, el pobre, terriblemente desconsolado de su torpeza y su absurda tentativa. Dando la espalda al patio, hamacándose peligrosamente en el antepecho de la ventana, Oliveira sintió que el miedo empezaba a irse, y que eso era malo. No sacaba los ojos de la raya de luz, pero a cada respiración le entraba un contento por fin sin palabras, sin nada que ver con el territorio, y la alegría era precisamente eso, sentir cómo iba cediendo el territorio. No importaba hasta cuándo, con cada inspiración el aire caliente del mundo se reconciliaba con él como ya había ocurrido una que otra vez en su vida. Ni siquiera le hacía falta fumar, por unos minutos había hecho la paz consigo mismo y eso equivalía a abolir el territorio, a vencer sin batalla y a querer dormirse por fin en el despertar, en ese filo donde la vigilia y el sueño mezclaban las primeras aguas y descubrían que no había aguas diferentes; pero eso era malo, naturalmente, naturalmente todo eso tenía que verse interrumpido por la brusca interposición de dos sectores negros a media distancia de la raya de luz violácea, y un arañar prolijito en la puerta. «Vos te la buscaste», pensó Oliveira resbalando hasta pegarse al escritorio. «La verdad es que si hubiera seguido un momento más así me caigo de cabeza en la rayuela. Entrá de una vez, Manú, total no existís o no existo yo, o somos tan imbéciles que creemos en esto y nos vamos a matar, hermano, esta vez es la vencida, no hay tu tía.»

—Entrá nomás— repitió en voz alta, pero la puerta no se abrió. Seguían arañando suave, a lo mejor era pura coincidencia que abajo hubiera alguien al lado de la fuente, una mujer de espaldas, con el pelo largo y los brazos caídos, absorta en la contemplación del chorrito de agua. A esa hora y con esa oscuridad lo mismo hubiera podido ser la Maga que Talita o cualquiera de las locas, hasta Pola si uno se ponía a pensarlo. Nada le impedía mirar a la mujer de espaldas puesto que si Traveler se decidía a entrar las defensas funcionarían automáticamente y habría tiempo de sobra para dejar de mirar el patio y hacerle frente. De todas maneras era bastante raro que Traveler siguiera arañando la puerta como para cerciorarse de si él estaba durmiendo (no podía ser Pola, porque Pola tenía el cuello más corto y las caderas más definidas), a menos que también por su parte hubiera puesto en pie un sistema especial de ataque (podían ser la Maga o Talita, se parecían tanto y mucho más de noche y desde un segundo piso) destinado a-sacarlo-de-sus-casillas (por lo menos de la una hasta la ocho, no llegaría jamás al Cielo, no entraría jamás en su kibbutz) «Qué esperás, Manú», pensó Oliveira. «De qué nos sirve todo esto.» Era Talita, por supuesto, que ahora miraba hacia arriba y se quedaba de nuevo inmóvil cuando él sacó el brazo desnudo por la ventana y lo movió cansadamente de un lado a otro.

—Acercate, Maga —dijo Oliveira—. Desde aquí sos tan parecida que se te puede cambiar el nombre.

—Cerrá esa ventana, Horacio —pidió Talita.

—Imposible, hace un calor tremendo y tu marido está ahí arañando la puerta que da miedo. Es lo que llaman un conjunto de circunstancias enojosas. Pero no te preocupés, agarrá una piedrita y ensayá de nuevo, quién te dice que es una...

El cajón, el cenicero y la silla se estrellaron al mismo tiempo en el suelo.

Agachándose un poco, Oliveira miró enceguecido el rectángulo violeta que reemplazaba la puerta, la mancha negra moviéndose, oyó la maldición de Traveler. El ruido debía haber despertado a medio mundo.

—Mirá que sos infeliz —dijo Traveler, inmóvil en la puerta—, ¿Pero vos querés que el Dire nos raje a todos?

—Me está sermoneando —le informó Oliveira a Talita—. Siempre fue como un padre para mí.

—Cerrá la ventana, por favor —dijo Talita.

—No hay nada más necesario que una ventana abierta —dijo Oliveira—. Oílo a tu marido, se nota que metió un pie en el agua. Seguro que tiene la cara llena de piolines, no sabe qué hacer.

—La puta que te parió —decía Traveler manoteando en la oscuridad y sacándose piolines por todas partes—. Encendé la luz, carajo.

—Todavía no se fue al suelo —informó Oliveira—. Me están fallando los rulemanes.

—¡No te asomés así! —gritó Talita, levantando los brazos. De espaldas a la ventana, con la cabeza ladeada para verla y hablarle, Oliveira se inclinaba cada vez más hacia atrás. La Cuca Ferraguto salía corriendo al patio, y sólo en ese momento Oliveira se dio cuenta de que ya no era de noche, la bata de la Cuca tenía el mismo color de las piedras del patio, de las paredes de la farmacia.

Consintiéndose un reconocimiento del frente de guerra, miró hacia la oscuridad y se percató de que a pesar de sus dificultades ofensivas, Traveler había optado por cerrar la puerta. Oyó, entre maldiciones, el ruido de la falleba.

—Así me gusta, che —dijo Oliveira—. Solitos en el ring como dos hombres.

—Me cago en tu alma —dijo Traveler enfurecido—. Tengo una zapatilla hecha sopa, y es lo que más asco me da en el mundo. Por lo menos encendé la luz, no se ve nada.

—La sorpresa de Cancha Rayada fue algo por el estilo —dijo Oliveira—.

Comprenderás que no voy a sacrificar las ventajas de mi posición. Gracias que te contesto, porque ni eso debería. Yo también he ido al Tiro Federal, hermano.

Oyó respirar pesadamente a Traveler. Afuera se golpeaban puertas, la voz de Ferraguto se mezclaba con otras preguntas y respuestas. La silueta de Traveler se volvía cada vez más visible; todo sacaba número y se ponía en su lugar, cinco palanganas, tres escupideras, decenas de rulemanes. Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos de loco.

—En fin —dijo Traveler levantando la silla caída y sentándose sin ganas—. Si me pudieras explicar un poco este quilombo.

—Va a ser más bien difícil, che. Hablar, vos sabés...

—Vos para hablar te buscás unos momentos que son para no creerlo —dijo Traveler rabioso—. Cuando no estamos a caballo en dos tablones con cuarenta y cinco a la sombra, me agarrás con un pie en el agua y esos piolines asquerosos.

—Pero siempre en posiciones simétricas —dijo Oliveira—. Como dos mellizos que juegan en un sube y baja, o simplemente como cualquiera delante del espejo.

¿No te llama la atención,
doppelgänger
?

Sin contestar Traveler sacó un cigarrillo del bolsillo del piyama y lo encendió, mientras Oliveira sacaba otro y lo encendía casi al mismo tiempo. Se miraron y se pusieron a reír.

—Estás completamente chiflado —dijo Traveler—. Esta vez no hay vuelta que darle. Mirá que imaginarte que yo...

—Dejá la palabra imaginación en paz —dijo Oliveira—. Limitate a observar que tomé mis precauciones, pero que vos viniste. No otro. Vos. A las cuatro de la mañana.

—Talita me dijo, y me pareció... ¿Pero vos realmente creés...?

—A lo mejor en el fondo es necesario, Manú. Vos pensás que te levantaste para venir a calmarme, a darme seguridades. Si yo hubiese estado durmiendo habrías entrado sin inconveniente, como cualquiera que se acerca al espejo sin dificultades, claro, se acerca tranquilamente al espejo con la brocha en la mano, y ponele que en vez de la brocha fuera eso que tenés ahí en el piyama...

—Lo llevo siempre, che —dijo Traveler indignado—. ¿O te creés que estamos en un jardín de infantes, aquí? Si vos andás desarmado es porque sos un inconsciente.

—En fin —dijo Oliveira, sentándose otra vez en el borde de la ventana y saludando con la mano a Talita y a la Cuca—, lo que yo creo de todo esto importa muy poco al lado de lo que tiene que ser, nos guste o no nos guste. Hace tanto que somos el mismo perro dando vueltas y vueltas para morderse la cola.

No es que nos odiemos, al contrario. Hay otras cosas que nos usan para jugar, el peón blanco y el peón morocho, algo por el estilo. Digamos dos maneras, necesitadas de que la una quede abolida en la otra y viceversa.

—Yo no te odio —dijo Traveler—. Solamente que me has acorralado a un punto en que ya no sé que hacer.


Mutatis mutandis
, vos me esperaste en el puerto con algo que se parecía a un armisticio, una bandera blanca, una triste incitación al olvido. Yo tampoco te odio, hermano, pero te denuncio, y eso es lo que vos llamás acorralar.

—Yo estoy vivo —dijo Traveler mirándolo en los ojos—. Estar vivo parece siempre el precio de algo. Y vos no querés pagar nada. Nunca lo quisiste. Una especie de cátaro existencial, un puro. O César o nada, esa clase de tajos radicales. ¿Te creés que no te admiro a mi manera? ¿Te creés que no admiro que no te hayas suicidado? El verdadero
doppelgänger
sos vos, porque estás como descarnado, sos una voluntad en forma de veleta, ahí arriba. Quiero esto, quiero aquello, quiero el norte y el sur y todo al mismo tiempo, quiero a la Maga, quiero a Talita, y entonces el señor se va a visitar la morgue y le planta un beso a la mujer de su mejor amigo. Todo porque se le mezclan las realidades y los recuerdos de una manera sumamente no-euclidiana.

Oliveira se encogió de hombros pero miró a Traveler para hacerle sentir que no era un gesto de desprecio. Cómo transmitirle algo de eso que en el territorio de enfrente llamaban un beso, un beso a Talita, un beso de él a la Maga o a Pola, ese otro juego de espejos como el juego de volver la cabeza hacia la ventana y mirar a la Maga parada ahí al borde de la rayuela mientras la Cuca y Remorino y Ferraguto, amontonados cerca de la puerta estaban como esperando que Traveler saliera a la ventana y les anunciara que todo iba bien, y que un sello de embutal o a lo mejor un chalequito de fuerza por unas horas, hasta que el muchacho reaccionara de su viaraza. Los golpes en la puerta tampoco contribuían a facilitar la comprensión. Si por lo menos Manú fuera capaz de sentir que nada de lo que estaba pensando tenía sentido del lado de la ventana, que sólo valía del lado de las palanganas y los rulemanes, y si el que golpeaba la puerta con los dos puños se quedara quieto un solo minuto, tal vez entonces... Pero no se podía hacer otra cosa que mirar a la Maga tan hermosa al borde de la rayuela, y desear que impulsara el tejo de una casilla a otra, de la tierra al Cielo.

—...sumamente no-euclidiana.

—Te esperé todo este tiempo —dijo Oliveira cansado—. Comprenderás que no me iba a dejar achurar así nomás. Cada uno sabe lo que tiene que hacer, Manú. Si querés una explicación de lo que pasó allá abajo... solamente que no tendrá nada que ver, y eso vos lo sabés. Lo sabés,
doppelgänger,
lo sabés. Qué te importa a vos lo del beso, y a ella tampoco le importa nada. La cosa es entre ustedes al fin y al cabo.

—¡Abran! ¡Abran en seguida!

—Se la toman en serio —dijo Traveler, levantándose—. ¿Les abrimos? Debe ser Ovejero.

—Por mí...

—Te va a querer dar una inyección, seguro que Talita alborotó el loquero.

—Las mujeres son la muerte —dijo Oliveira—. Ahí donde la ves, lo más modosita al lado de la rayuela... Mejor no les abrás, Manú, estamos tan bien así.

Traveler fue hasta la puerta y acercó la boca a la cerradura. Manga de cretinos, por qué no se dejaban de joder con esos gritos de película de miedo. Tanto él como Oliveira estaban perfectamente y ya abrirían cuando fuera el momento.

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