Read Raistlin, el aprendiz de mago Online
Authors: Margaret Weis
Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil
—He traído algo de comida, Raist —dijo.
Su hermano lo miró y después volvió tristemente la vista hacia Rosamun.
—No se la tomará.
—Eh... la traía para ti, Raist. Tienes que comer algo o caerás enfermo — añadió Caramon al ver que su hermano empezaba a hacer un gesto negativo—. ¿Qué haremos entonces, eh? No soy muy buen enfermero.
Raistlin levantó la cabeza y miró a su gemelo.
—No te tienes en todo lo que vales, hermano mío. Recuerdo algunas noches, siendo pequeños, que me despertaba aterrado por las pesadillas, y entonces tú hacías figuras de sombras en la pared, con las manos. Conejos... —Su voz se desvaneció.
Caramon sintió la garganta constreñida por el llanto. Parpadeó para librarse de las lágrimas y le tendió el plato.
—Vamos, Raist, come algo. Aunque sólo sea un poco. Son las patatas picantes de Otik.
—Su panacea para todas las enfermedades del mundo —comentó, esbozando una sonrisa—. De acuerdo.
Dejó el cepillo sobre una pequeña mesilla y cogió el plato. Comió un poco de las patatas y picoteó algo de jamón. Caramon lo observaba anhelante y en su franco rostro apareció una expresión decepcionada cuando Raistlin le devolvió el plato, todavía con más de la mitad de la comida.
— ¿No te apetece más? ¿Seguro? ¿Quieres que te traiga alguna otra cosa? Tenemos montones de cosas que han traído.
Su hermano sacudió la cabeza.
Rosamun hizo un ruido, un lastimoso murmullo, y Raistlin se movió presuroso hacia ella y empezó a hablarle suavemente para tranquilizarla mientras la colocaba en una postura más cómoda. Le humedeció los labios con agua, le frotó las manos enflaquecidas.
— ¿Está..., está mejor? —preguntó Caramon, impotente.
Sólo hacía falta mirarla para saber que no, pero esperaba estar equivocado. Además, sentía la necesidad de decir algo, de escuchar su propia voz. No le gustaba que hubiera tanto silencio en la casa ni estar encerrado en este cuarto oscuro, triste. Se preguntó cómo podía soportarlo su hermano.
—No —contestó Raistlin—. Si acaso, está peor. —Hizo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, su tono era quedo, impresionado—. Es como si corriera por una calzada, Caramon, alejándose de mí. La sigo, la llamo para que se detenga, pero no me oye. No me hace caso alguno. Y corre muy deprisa, Caramon... —Raistlin enmudeció y, dándose media vuelta, simuló estar ocupado colocando las ropas de la cama— Llévate el plato a la cocina —ordenó con voz áspera—, o atraerá a los ratones.
—Voy... voy a llevarlo —farfulló Caramon, que se marchó apresuradamente.
Una vez en la cocina, soltó el plato donde suponía que estaba la mesa; no veía con claridad porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Alguien llamó a la puerta, pero no hizo caso y, al cabo de un momento, quienquiera que fuera se marchó. Caramon se apoyó en el hogar y respiró hondo varias veces seguidas al tiempo que parpadeaba rápidamente con el propósito de no llorar más.
Recuperada la compostura, regresó a la habitación de su madre. Tenía cierta noticia que, confiaba, daría un poco de ánimo a su gemelo.
Encontró a Raistlin sentado de nuevo junto al lecho. Rosamun yacía en la misma postura, y los ojos abiertos y fijos se notaban muy hundidos en la cara. Sus manos, consumidas, reposaban fláccidamente sobre el cobertor; los huesos de las muñecas parecían demasiado grandes. Daba la impresión de que su carne estuviera desapareciendo junto con su espíritu hasta el punto de que Caramon tuvo la sensación de que había empeorado en los escasos minutos que estuvo ausente.
Apartó precipitadamente la mirada de su madre y la enfocó en su gemelo.
—Otik estuvo aquí —dijo, innecesariamente, ya que su hermano seguramente lo habría deducido por las patatas—. Dijo que la viuda Judith se marchó de Solace esta mañana.
—Se marchó, ¿eh? —Era más una manifestación que una pregunta. Miró en derredor. Un atisbo de fuego destelló en sus enrojecidos ojos—. ¿Y adonde fue?
—De vuelta a Haven. —Caramon consiguió esbozar una mueca—. Va a denunciarnos a Belzor. Ha dicho que regresará y hará que nos arrepintamos de haber nacido.
Una frase desafortunada. Raistlin hizo un gesto de dolor y lanzó una rápida ojeada hacia su madre. Caramon se adelantó con presteza hacia su hermano, le puso la mano en el hombro y apretó.
— ¡No debes pensar eso, Raist! —lo reconvino—. ¡No puedes creer que esto es por tu culpa!
— ¿Y no lo es? — replicó amargamente su hermano—. Si no hubiera sido por mí, Judith habría dejado en paz a madre. Esa mujer vino por mi causa, Caramon. Me buscaba a
mí.
Madre me pidió una vez que renunciará a la magia y entonces me pregunté por qué decía algo así. Era por Judith, que la estaba acosando. Si entonces lo hubiera sabido, yo...
— ¿Qué habrías hecho, Raist? —lo interrumpió Caramon. Se puso en cuclillas junto a la silla de su hermano y lo miró seriamente—. Dime, ¿qué habrías hecho? ¿Dejar la escuela? ¿Renunciar a la magia? ¿Lo habrías hecho?
Raistlin permaneció callado un momento; absorto, empezó a dar suaves pellizcos a la desgastada camisa, como si le quitara motitas de polvo.
—No —respondió finalmente—. Pero habría hablado con mamá, se lo habría explicado.
Volvió los ojos hacia Rosamun. Cogió la consumida mano entre las suyas y la apretó, con fuerza, esperando ver alguna reacción, incluso un gesto de dolor.
Podría habérsela aplastado, machacado como una cáscara de huevo, y Rosamun ni siquiera habría parpadeado. Suspiró y giró la cabeza hacia Caramon.
—Habría dado igual, ¿no es cierto, hermano mío? —musitó Raistlin.
—Completamente igual —dijo Caramon— Tenlo por seguro.
Raistlin soltó la mano de su madre. Las huellas de sus dedos aparecían como manchas rojizas sobre la pálida piel. Agarró la mano de su hermano y la mantuvo apretada. Los dos se quedaron callados un buen rato, encontrando consuelo el uno en el otro, y después Raistlin miró a su gemelo de un modo extraño.
—Eres muy perspicaz, Caramon. ¿Lo sabías?
El mocetón se echó a reír; fue una profunda carcajada que resonó como un trueno en el oscuro cuarto. Se tapó la boca con la mano y se puso colorado.
—No, no lo soy, Raist —contestó en un susurro comedido—. Ya me conoces. Necio como un enano gully, lo dice todo el mundo. Tú eres el inteligente, el que tiene cerebro, pero no me importa. Te hace falta y a mí, no, mientras estemos juntos.
Raistlin soltó su mano bruscamente y volvió la cara hacia otro lado.
—Existe una diferencia entre ser muy perspicaz y ser inteligente, hermano mío. —El timbre de su voz era frío—. Una persona puede ser lo primero sin ser lo segundo. ¿Por qué no te vas a dar un paseo o vuelves a trabajar con el granjero Juncia?
—Pero, Raist...
—No hace falta que los dos estemos aquí. Puedo arreglármelas solo.
Caramon se incorporó lentamente.
—Raist, no...
— ¡Por favor, Caramon! Si quieres que te sea sincero, no haces más que ir de acá para allá, metiendo ruido y alborotando, y acabas volviéndome loco. A ti te vendrá bien tomar un poco de aire fresco y hacer ejercicio, y a mí, un poco de soledad.
—Claro, Raist, si es eso lo que quieres... En fin, creo que iré a ver a Sturm. Su madre vino para preguntar cómo iban las cosas y trajo un poco de pan recién cocido. Iré y le daré las gracias.
—Sí, hazlo —instó Raistlin con timbre seco.
Caramon no entendía nunca qué provocaba en su hermano estos repentinos estados de ánimo sombríos y desabridos; no sabía qué había dicho o hecho para apagar la luz en su hermano con tanta efectividad como si le hubiera echado un jarro de agua fría. Aguardó un momento para ver si su gemelo se aplacaba, si decía algo más, si le pedía que se quedara y le hiciera compañía.
Pero Raistlin estaba ocupado mojando el pico del paño en la jarra de agua, y después lo puso sobre los labios de Rosamun.
—Tienes que beber un poco, madre —susurró.
Caramon suspiró, giró sobre sus talones y se marchó.
Al día siguiente, Rosamun murió.
Los gemelos enterraron a su madre junto a la tumba de su padre. No fueron muchas personas al sepelio. Hacía un día frío y húmedo, con un barrunto a otoño en el aire. La constante y fuerte lluvia empapó a los reunidos alrededor de la tumba. Las gotas repicaban en el ataúd de madera y se había hecho un pequeño charco en la fosa abierta. El retoño de vallenwood que habían plantado se doblaba, triste y melancólico, medio inundado.
Raistlin permanecía con la cabeza descubierta bajo el aguacero a pesar de que Caramon lo había instado varias veces a que se echara la capucha de la capa. El joven aprendiz de mago no oía las suplicas de su hermano; no oía nada excepto el golpeteo de las gotas en el ataúd de madera, una pequeña caja, casi como la de un niño. Rosamun se había consumido en aquellos días espantosos, quedándose en la piel y los huesos. Era como si lo que quiera que estuviera viendo la hubiera aferrado en sus garras, mordiéndole la carne, alimentándose con ella, devorándola.
Raistlin sabía que caería enfermo; lo sabía porque conocía los síntomas. La fiebre ya ardía en su sangre, le dolían los músculos, y tan pronto estaba sudando como empezaba a tiritar. Ansiaba dormir, pero cada vez que lo intentaba oía la voz de su madre llamándolo y se despertaba al instante. Despierto al silencio, al aterrador silencio. Habría querido llorar en el entierro, pero no lo hizo. Retuvo las lágrimas a la fuerza, contuvo los sollozos en la garganta. Y no porque lo avergonzara hacerlo, sino porque no estaba seguro por quién habría llorado, si por su madre muerta o por sí mismo.
No era consciente de la ceremonia ni del paso del tiempo. Podría haberse quedado arrodillado al pie de la tumba durante el resto de su vida. Supo que había terminado sólo cuando Caramon le tiró de la manga y casi tuvo que levantarlo a la fuerza. En realidad, no fue Caramon quien lo convenció para que se marchara, sino el seco sonido de las paladas de tierras cayendo sobre el ataúd, unos golpes sordos, huecos, que le produjeron un estremecimiento.
Dio un paso, tropezó y casi cayó en la fosa. Caramon lo agarró y lo ayudó a recuperar el equilibrio.
— ¡Raist! ¡Estás ardiendo! —exclamó su hermano, preocupado.
— ¿La has oído, Caramon? — preguntó ansiosamente, con los ojos clavados en el ataúd—.
— ¿Has oído que me llamaba?
—Tengo que llevarte a casa —dijo su hermano firmemente, rodeándolo con el brazo.
— ¡Hemos de darnos prisa! —jadeó Raistlin al tiempo que se soltaba de su hermano con un tirón. Parecía dispuesto a saltar a la fosa—. Me está llamando.
Pero no podía andar bien. Algo extraño pasaba con el suelo, que se ondulaba como la espalda de un leviatán, se retorcía y lo lanzaba lejos.
Se hundía; se estaba hundiendo en la tumba y la tierra le caía encima, y todavía escuchaba su voz llamándolo...
Raistlin se desplomó en el suelo, junto a la fosa, con los ojos cerrados, y se quedó inmóvil, tendido sobre el barro y las hojas muertas.
Caramon se agachó a su lado.
— ¡Raist! —llamó mientras lo sacudía ligeramente.
Su gemelo no respondió, y Caramon miró en derredor. Estaba solo con su hermano, a excepción del sepulturero que echaba paladas de tierra lo más rápido posible para marcharse y ponerse a resguardo de la lluvia. Los otros asistentes al entierro se habían ido tan pronto como lo permitió el decoro para dirigirse a sus cálidos hogares o hacia la crepitante chimenea de la posada El Último Hogar. Habían dado sus condolencias apresuradamente, sin saber realmente qué decir.
Nadie conocía muy bien a Rosamun ni le tenía aprecio.
No había ninguna persona para ayudar a Caramon, para aconsejarlo. Estaba solo. Se inclinó, dispuesto a coger en brazos a su hermano y llevarlo a casa.
Un par de brillantes botas negras y el borde de una capa marrón aparecieron ante sus ojos.
—Hola, Caramon.
Alzó la cabeza y echó hacia atrás la capucha para ver mejor. La copiosa lluvia le caía en la frente y resbalaba sobre sus enrojecidos ojos.
Había una mujer delante de él, de unos veinte años o quizás unos pocos más. Era atractiva, aunque no hermosa. Debajo de la capucha se veía su cabello, negro y rizado, que el agua le había pegado a la cara. Tenía los ojos oscuros y relucientes, tal vez demasiado brillantes, con la dureza del diamante. Vestía una armadura de cuero que se ajustaba a su figura curvilínea, una amplia blusa de color verde, del mismo color que el calzón de lana, y las brillantes botas negras que le llegaban a la rodilla. Una espada pendía de su cadera.
Le resultaba familiar. Caramon sabía que la conocía, pero ahora no tenía tiempo que perder estrujándose el cerebro para intentar recordar, porque habría sido igual que rebuscar en un desván desordenado. Masculló algo sobre que tenía que ayudar a su hermano, pero la mujer se había agachado a su lado y se inclinaba sobre Raistlin.
—También es mi hermano, ¿sabes? —dijo, y sus labios se curvaron en una sonrisa sesgada.
— ¡Kit! —exclamó boquiabierto Caramon, que finalmente la había reconocido—. ¿Qué haces...? ¿Dónde has...? ¿Cómo te...?
—Vamos, será mejor que lo llevemos a algún sitio seco y caliente —lo interrumpió Kitiara, haciéndose cargo de la situación con gran alivio por parte del joven—. Tú cógelo por un brazo y yo lo agarraré por el otro.
Era fuerte, tanto como un hombre. Entre los dos pusieron a Raistlin de pie, que volvió en sí unos instantes, miró en derredor con los ojos desenfocados y farfulló algo. Después se le volvieron los ojos, la cabeza cayó hacia atrás y perdió otra vez el sentido.
— ¡Está realmente enfermo! — dijo Caramon; el miedo cobraba realidad dentro de él, le estrujaba el corazón—. ¡Nunca lo había visto tan mal!
— ¡Bah, cosas peores he visto! — aseguró Kitiara con calma—. Mucho peores. Y también he tratado a gente en peores condiciones, con heridas de flecha en las tripas o con piernas amputadas. No te preocupes —añadió, y su sonrisa se suavizó en un gesto compasivo por la angustia del joven—. Ya he luchado contra la muerte por mi hermanito y la vencí, así que puedo hacerlo otra vez si es preciso.
Subieron a Raistlin por la larga rampa hasta una de las pasarelas y llegaron a la pequeña casa de los Majere bajo las ramas goteantes de los vallenwoods. Una vez dentro, Caramon se puso a encender el fuego mientras Kit le quitaba las ropas mojadas a Raistlin con rápida eficiencia, sin ruborizarse. Cuando Caramon argumentó una débil protesta, Kitiara se rió de él.