Read Raistlin, el aprendiz de mago Online
Authors: Margaret Weis
Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil
— ¡No quiero hacerlo! ¡Por favor, no me obliguéis! ¡Me agarrará un demonio, seguro! —aulló Gordon.
— ¡Un demonio! ¡Qué tontería! ¡Deja de lloriquear de una vez, muchacho estúpido! —La mano del maestro, por la fuerza de la costumbre, se alargó para coger la vara de sauce, pero la había dejado en la clase. Su voz se endureció—. Te abofetearé si no te controlas ahora mismo.
La mano de Theobald, aunque vacía, era ancha y grande. Gordon la miró y guardó silencio, excepto algún sorbido que otro.
—No servirá de nada que entre ahí —dijo hoscamente—. Soy malísimo para esto de la magia.
—Sí, lo eres —convino el maestro—. Pero tus padres han pagado por ello y tienen derecho a esperar de ti que, como mínimo, lo intentes.
Retiró una alfombra tejida de manera muy curiosa y dejó al descubierto una trampilla. También ésta estaba cerrada mágicamente y, de nuevo, el maestro musitó unas palabras arcanas. Luego pasó la mano por la cerradura tres veces, la alargó hacia la anilla de hierro y tiró de ella.
La trampilla se abrió silenciosamente. Un tramo de escalones descendía hacia una cálida y aromática oscuridad.
—Gordon y yo entraremos primero —dijo maese Theobald, que añadió con causticidad—: para limpiar el lugar de demonios.
Agarró al infortunado Gordon por el cuello de la camisa y lo arrastró escaleras abajo. Jon Farnish los siguió, ansioso. Raistlin dio un paso para ir tras él; tenía el pie en el primer escalón de arriba cuando se quedó inmóvil como una estatua.
Ante él se abría una tumba, y estaba a punto de meterse en ella.
Parpadeó y la imagen desapareció. Ante él no había nada siniestro, sino la escalera de un sótano.
Empero, Raistlin vaciló en el umbral; había aprendido de su madre a ser receptivo con los sueños y los portentos; había visto la tumba con total claridad y se preguntó qué significado tendría o si no significaría nada. Seguramente todo era producto de su maldita fantasía, su excesiva imaginación. Aun así, siguió vacilando ante la escalera.
Jon Farnish estaba ahí abajo, salvo que no era Jon Farnish, sino Caramon, que estaba de pie ante la tumba de Raistlin, mirando a su gemelo con infinita tristeza.
Raistlin cerró los ojos. Estaba lejos de este sitio, en su claro, sentado en el tronco, con la nieve cayendo sobre él, llenando su mundo, dejándolo frío, puro, sin huellas.
Cuando abrió los ojos, Caramon había desaparecido y también la tumba.
Bajó los escalones con pasos prestos y firmes.
El laboratorio no era como Raistlin o cualquiera de los otros chicos de la clase habían imaginado. Se había teorizado mucho respecto a este lugar en sesiones clandestinas a medianoche en el dormitorio; era creencia generalizada que el laboratorio del maestro debía de estar oscuro como boca de lobo, atiborrado de telarañas y ojos de murciélagos y con un demonio capturado en una jaula en algún rincón.
Al inicio del curso, los mayores informaban en susurros a los chicos nuevos que los ruidos extraños que se oían de noche los causaba el demonio al sacudir sus cadenas cuando intentaba liberarse. A partir de ese momento, cada vez que se escuchaba un chirrido o un golpe seco, los nuevos se quedaban muy quietos en sus camas, temblando de miedo, convencidos de que, finalmente, el demonio había conseguido romperlas y estaba libre. Una noche que el gato de la escuela tiró una sartén en la cocina mientras cazaba ratones entre ollas y cazuelas provocó un estallido de pánico general con el resultado de que el maestro, al que despertaron los agudos chillidos de terror, se enteró de la historia y prohibió las conversaciones después de apagarse las velas.
Gordon había sido de los que más inventiva había demostrado en dar vida al demonio del laboratorio y había conseguido aterrorizar a tres crios de seis años que acababan de entrar en la escuela. Pero ahora se hizo patente que Gordon era el más asustado por sus propios cuentos cuando al darse media vuelta descubrió que, efectivamente, había una jaula en un rincón cuyos barrotes brillaban con la suave luz blanca que irradiaba de un globo suspendido en el techo; las rodillas le fallaron y se desplomó en el suelo.
—Condenado muchacho, ¿se puede saber qué te pasa? ¡Ponte de pie! —El maestro lo empujó y lo sacudió. Luego, mirando la jaula, añadió—: Buenas noches, preciosidades, aquí os traigo la cena.
El infeliz Gordon se puso blanco como un papel, convencido de que era el siguiente plato de alguna siniestra criatura, pero Theobald no se refería a los muchachos, sino a un trozo de pan que sacó de un bolsillo. Lo puso en la jaula, donde de inmediato se abalanzaron sobre él cuatro vivarachos ratones de campo.
Gordon se llevó las manos al estómago y dijo que no se encontraba bien.
En otras circunstancias, a Raistlin le habría divertido ver el mal rato que estaba pasando su más inveterado antagonista que tanto lo había atormentado, pero aquella noche estaba demasiado cohibido, inquieto, anhelante y nervioso para disfrutar con los lloriqueos del escarmentado bravucón.
El maestro hizo que Gordon se sentara en el suelo con la cabeza entre las piernas y después se dirigió a una zona apartada del laboratorio donde se entretuvo revolviendo papeles y tinteros.
Aburrido, Jon Farnish empezó a incordiar a los ratones.
Raistlin se apartó de la zona iluminada y buscó resguardo en las sombras, desde donde podía observar sin ser visto. Hizo un metódico repaso con la mirada por el laboratorio y retuvo cada detalle con su excelente memoria. Muchos años después de que dejara la escuela de maese Theobald todavía era capaz de cerrar los ojos y volver a ver cada objeto de aquel laboratorio, en el que estuvo una sola vez.
El laboratorio estaba limpio y ordenado. Nada de telarañas ni polvo; hasta los ratones se veían lustrosos y bien cuidados. Sobre una estantería había unos cuantos libros de hechizos encuadernados en anodinos colores grises y pardos. Seis estuches de pergaminos reposaban en un arconcillo con capacidad para muchos más. Había una colección de tarros para guardar componentes de hechizos, pero sólo unos pocos contenían algo. La mesa de piedra, sobre la que el maestro se suponía debería realizar experimentos arcanos, estaba tan limpia como la que utilizaba para comer.
Raistlin sintió una profunda tristeza; éste era el taller de trabajo de un hombre sin ambiciones, de un hombre en el que la chispa de creatividad estaba sofocada, suponiendo que hubiera alentado en él alguna vez. Theobald no venía a su laboratorio a crear, sino porque quería estar solo, leer un libro, echar trocitos de pan a los ratones de la jaula, machacar unas cuantas hojas de orégano para el estofado de mediodía, y tal vez para redactar algún conjuro en un pergamino muy de tarde en tarde; un conjuro cuya magia podría o no funcionar. Que lo hiciera o no, le daba igual.
— ¿Te sientes mejor, Gordon? —Theobald se movía de aquí para allá dándose importancia, realizando hasta lo más insignificante como si fuera de gran trascendencia—. Estupendo, sabía que se te pasaría. Demasiada excitación, eso es todo. Ocupa tu sitio a este lado ele la mesa. Jon Farnish, tú te sentarás aquí, en el centro. Y Raistlin... ¿Dónde demonios...? ¡Ah, estás ahí! —El maestro le asestó una mirada enojada—. ¿Qué haces escondido en la oscuridad? Ven donde hay luz, como una persona civilizada. Tú te sentarás en el otro extremo. Sí, ahí.
Raistlin se dirigió en silencio al lugar asignado; Gordon estaba sentado con los hombros hundidos y el gesto sombrío. El laboratorio era un triste desengaño, y esto empezaba a parecerse demasiado a una clase corriente. Ahora Gordon se sentía amargamente decepcionado porque no había un demonio.
Jon Farnish tomó asiento, sonriente y seguro, y enlazó las manos calmosamente sobre la mesa, frente a él. Raistlin no había odiado a nadie tanto en su vida como odiaba a Jon en se momento.
Raistlin sentía que todos los órganos de su cuerpo estaban hechos un enmarañado nudo. Las entrañas se le retorcían y se enroscaban alrededor de su estómago; el corazón le daba brincos y presionaba dolorosamente contra los pulmones. La boca se le había quedado tan seca como un trozo de esparto, y la garganta se le cerró y lo hizo toser. Tuvo que secarse las manos en la camisa, con disimulo, porque tenía las palmas sudorosas.
Maese Theobald tomó asiento a la cabecera de la mesa con actitud grave y solemne y pareció ofenderlo la sonrisa de Jon Farnish. Frunció el ceño y tamborileó los dedos sobre la mesa, y Jon, al darse cuenta de su error, se tragó la sonrisa y de inmediato adoptó una actitud tan circunspecta como la de un búho en un cementerio.
—Eso está mejor —dijo el maestro—. El examen que estáis a punto de hacer es un asunto muy serio, tanto como la Prueba que pasaréis cuando seáis mayores y estéis preparados para avanzar en los diversos grados de conocimientos mágicos y de poder. Repito: este examen es tanto o más importante, porque, si no lo pasáis, nunca tendréis la oportunidad de llevar a cabo el otro.
Gordon soltó un enorme bostezo.
Maese Theobald le asestó una mirada de reprobación antes de proseguir:
—Sería aconsejable hacer este examen a todos los niños que se inscriben en una de las escuelas de magia antes de que fueran aceptados. Lamentablemente no es posible, ya que para realizarlo tenéis que poseer un amplio conocimiento de lo arcano, de modo que el Cónclave consideró que un estudiante debía tener como mínimo seis años de estudios antes de pasar el examen primario.
Los que han terminado esos seis años de preparación tienen que pasar el examen tanto si han demostrado previamente talento e inclinación por la magia como si no.
Lo que Theobald sabía, pero no dijo, era que el estudiante que fracasaba estaría bajo vigilancia, controlado, para el resto de su vida. No solía ocurrir, pero cabía la posibilidad de que un estudiante fracasado degenerara en un hechicero renegado, un mago que rehusaba seguir las leyes de la magia tal como se habían transmitido y arbitrado por el Cónclave. Estos hechiceros estaban considerados extremadamente peligrosos, y con razón, y la Orden los perseguía y les daba caza. Los muchachos no sabían nada respecto a los renegados, y el maestro, con muy buen juicio, se guardó de hacer ningún comentario al respecto. En caso contrario, Gordon sería un desdichado y un despojo el resto de sus días.
—El examen es sencillo para quien posee el talento y difícil en extremo para quien no lo tiene.
Todos los que desean avanzar en el estudio de la magia se someten al mismo examen primario.
No vais a tener que ejecutar un conjuro, ni siquiera un truco de magia. Tendrán que pasar muchos más años de estudio y trabajo duro antes de que poseáis la disciplina y el control necesarios para realizar hasta el hechizo más rudimentario. Este examen determina simplemente si tenéis o no lo que se ha dado en llamar «el don de los dioses».
Se refería a las antiguas deidades de la magia, los primos Solinari, Lunitari y Nuitari. Sus nombres eran todo cuanto quedaba de ellos según la mayoría de la gente de Ansalon; nombres que continuaban unidos a las tres lunas: la blanca, la roja y la negra. Esta última, de acuerdo con la creencia generalizada, no existía pero se suponía que aquellos que consagraban su vida a la oscuridad podían verla.
Conscientes de la opinión popular, de que no se los apreciaba ni se confiaba en ellos, los hechiceros se andaban con pies de plomo para no entrar en discusiones religiosas. Enseñaban a sus alumnos que las lunas tenían influencia en la magia del mismo modo que lo ejercían en las mareas; es decir, que se trataba de un fenómeno físico, sin que hubiera en él nada espiritual ni místico.
Aun así, Raistlin le había dado vueltas al tema. ¿Realmente los dioses se habían marchado del mundo dejando únicamente las luces encendidas en la ventana por la noche? ¿O aquellas luminarias eran el chispeante destello de unos ojos inmortales y siempre vigilantes?
Maese Theobald se volvió hacia las estanterías de madera que tenía detrás y abrió un cajón.
Sacó tres tiras de badana y puso una delante de cada muchacho. Jon Farnish se estaba tomando el asunto muy en serio ahora, tras la alocución del maestro. Gordon se mostraba resignado, huraño, deseoso de acabar de una vez con esto y regresar junto a sus compañeros; seguramente ya estaba inventando las mentiras que les contaría sobre el laboratorio del maestro.
Raistlin examinó la pequeña tira de badana, más o menos del largo de su antebrazo. Nunca se había utilizado y era flexible y suave al tacto.
El maestro puso una pluma y un tintero delante de cada uno de los muchachos y se retiró un paso de la mesa, con las manos cruzadas sobre el estómago.
Escribiréis en la piel de oveja las palabras «Yo, Magus» o con tono solemne, rimbombante.
¿Nada más, maestro? —preguntó Jon Farnish. Nada más.
Gordon rebulló en el asiento y mordisqueó el extremo de la pluma.
— ¿Cómo se deletrea «Magus»? —inquirió. — ¡Eso es parte del examen! —lo reconvino maese Theobald.
— ¿Qué...? ¿Qué pasará si lo escribo bien, maestro? —preguntó Raistlin con una voz que no parecía la suya.
—Si posees el don, ocurrirá
algo.
Si no, no pasará nada —contestó Theobald, que no miró al muchacho mientras hablaba.
«Quiere que fracase», comprendió Raistlin, sin saber muy bien por qué. No le gustaba al maestro, pero no era ésa la razón, y supuso que tenía algo que ver con la envidia que sentía por su patrocinador, Antimodes. La certidumbre de que éste era el motivo intensificó su resolución.
Cogió la pluma, que era negra al proceder del ala de un cuervo. Se utilizaban distintas clases de plumas dependiendo del tipo de pergaminos: una pluma de águila poseía un gran poder, igual que la de un cisne, mientras que la de ganso era para uso cotidiano, para escritura corriente, y sólo se utilizaba para transcribir palabras arcanas en una emergencia. La pluma de un cuervo era útil para casi cualquier tipo de magia, si bien algunos de los Túnicas Blancas más fanáticos ponían objeciones a su color.
Raistlin tocó la pluma con el dedo, y fue plenamente consciente de su tacto, del extraño contraste de su contextura, entre crespa y suave. La luz del globo arrancaba destellos de colores en la tersa superficie. La punta estaba recién cortada, muy afilada. Nada de un instrumento quebrado o despuntado para este importante acontecimiento.
El olor a tinta le recordó a Antimodes y aquel día que el archimago alabó su trabajo. Raistlin había descubierto hacía tiempo, escuchando a escondidas una conversación entre el maestro y Gilon, que era Antimodes quien le estaba pagando la escuela, no el Cónclave, como el archimago había dado a entender. Este examen demostraría si su inversión había merecido la pena.