Read Querelle de Brest Online

Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (40 page)

BOOK: Querelle de Brest
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«Estás loco, Georges. Suelta el revólver. No diré nada.

—Venga acá la pasta y déjate de historias.

—No.

—Si resistes, disparo.

—Dispara.»

Por la noche el teniente paseó largo tiempo solo por cubierta, tratando de evitar a sus compañeros, obsesionado por aquel diálogo al que no sabía qué epílogo ponerle. «Subyugado, arroja su arma. Pero en tal caso mi heroísmo permanece desconocido para todos. Subyugado también, dispara, justamente por su estima hacia mí, con el fin de ponerse a mi altura. Pero si me mata, muero estúpidamente al borde de una carretera». Luego de enormes inquietudes, el teniente escogió este desenlace: «Querelle dispara, pero su emoción hace que falle el tiro. Me hiere». A su regreso a bordo, no hubiera facilitado la descripción de Querelle (como lo hizo con Gil). Así habría demostrado ser más fuerte que él, quien por ello le habría amado.

—¿Puedo pedirle un permiso de dos días, mi teniente?

Para formular esta pregunta, dejando de servir el té, levantó Querelle su cabeza y dirigió su sonrisa a la imagen del oficial que se reflejaba en el espejo; pero el teniente se contrajo sobre sí mismo precipitadamente. Con voz seca respondió:

—Sí. Se lo firmaré.

Algunos días antes se hubiera mostrado inquieto. Le hubiera hecho a Querelle preguntas insidiosas que describirían, en torno a la esencial, círculos cada vez más estrechos, hasta rozarla, hasta llegar incluso a revelarla a trozos, aunque nunca entera. Querelle lo crispaba. Su rostro presente no era capaz de disipar la imagen del osado maleante que se desvanecía en la niebla de la mañana. «Era sólo un chiquillo, pero tenía agallas.» A veces pensaba con algo de vergüenza que no hacen falta tantas para atacar a un marica. Querelle había tenido la insolencia de pronunciar delante del teniente y con un tono indignado de amenaza para el ladrón: «¡Esos tíos saben muy bien a quiénes atacan!». Evidentemente, «el raptor» conocía la inconsistencia de su víctima. No había tenido miedo. De todas maneras, Querelle sentía que el oficial se alejaba de él justo en el momento en que él hubiera aceptado, lentamente, es cierto, y con mil reservas, sumergirse en la profunda y generosa ternura que sólo un marica puede dar. En cuanto al oficial, aquella aventura le sugirió algunas reflexiones, suscitó en él ciertas actitudes de las que daremos cuenta y a partir de las cuales cobra cuerpo la suficiente violencia para permitirle conquistar a Querelle.

«Amado por Querelle, lo sería por todos los marinos de Francia. Mi amante es un compendio de todas sus virtudes viriles e ingenuas
.

La tripulación de una galera llamaba al capitán: «Nuestro Hombre». Dulzura y dureza. Pues sé que sólo puede ser cruel y dulce, es decir, que ordena las torturas no sólo con una leve sonrisa en los labios, sino también con una sonrisa interior, semejante al desahogo apacible de sus órganos secretos (el hígado, los pulmones, el estómago, el corazón). Esta paz se manifestaba en la voz misma, de suerte que las torturas son ordenadas con voz, con gesto y con miradas suaves. No hay duda de que me estoy formando del capitán, ilustrando mi deseo, una imagen ideal y perfecta (que, sin embargo, no es arbitraria) por haber surgido de mí. Corresponde a la realidad que el capitán representa para los galeotes. Esta imagen de dulzura, posándose en la faz atroz de un hombre cualquiera, procede de los ojos —y aún de más lejos—, del corazón de los galeotes. Ordenando conocidos suplicios, el capitán era cruel. Infligía en su carne profundas heridas, laceraba los cuerpos, reventaba los ojos, arrancaba las uñas —a decir verdad daba ordenes para que lo hicieran— con el fin también de obedecer un reglamento o más bien para mantener el temor, el terror, sin los cuales ni él mismo sería capitán. Ahora bien, investido de autoridad por su graduación —¡que es la mía!—, si exigía torturas, lo hacía sin odio (no podía menos que amar un elemento o gracias al cual existía, amarlo con amor encubierto), hasta el punto de que trabajaba con crueldad aquella carne que las Cortes Reales le entregaban, pero la trabajaba con una especie de gozo grave, sonriente y triste. Insisto en que los galeotes veían un capitán dulce y cruel
.

—«Ilustrado mi deseo», he escrito. Si deseo poseer esta autoridad, esta admirable forma que suscita el temor amoroso que atrae hacia sí —con cuánta violencia— la persona histórica del capitán, tengo que suscitarlo en el corazón de los marineros. ¡Que me amen! Quiero ser su padre y herirlos. Los marcaré: me odiarán. Ante sus torturas permaneceré inmóvil. No flaquearán mis nervios. Me poseerá poco a poco un sentimiento de poder extremo. Seré fuerte por haber dominado mi piedad. Estaré triste también ante mi lamentable comedia: iluminando mis órdenes con la sonrisa leve, con la suavidad de mi voz
.

Yo también soy una víctima de los carteles. Particularmente de uno de ellos que representaba a un infante de Marina con polainas blancas, montando guardia en el umbral del Imperio francés. Con una rosa de los vientos pinchando uno de sus talones. Coronado por un cardo rosa
.

Sé que jamás abandonaré a Querelle. Le consagraré mi vida entera. Mirándole fijamente le he dicho
:


¿Tiene usted un poco de estrabismo
?

En lugar de enfadarse, de atreverse a decir cualquier impertinencia, este espléndido muchacho me respondió con voz súbitamente triste, que revelaba una ligera aunque incurable herida: —No es culpa mía
.

Inmediatamente comprendí que ésa era la debilidad por donde podía deslizarse mi ternura. Si su orgullo hace estallar su coraza, es que Querelle no es de mármol, sino de carne. De este mismo modo Madame Lysiane era buena y se ocupaba de sus clientes desgraciados
.

Cuando sufro es cuando no puedo creer en Dios. Me sentiría demasiado penosamente impotente al tener que quejarme de un Ser —y a Él— imposible de alcanzar. En el sufrimiento sólo me culpo a mí. En la desgracia, poder darle gracias a alguien
.

Es tan hermoso Querelle y tan puro aparentemente —pero esta apariencia es real y suficiente— que me complazco en cargarle con todos los crímenes. Ahora bien, me preocupa saber si obrando así deseo mancillar a Querelle, o destruir el mal, convertirlo en vano, ineficaz, revistiendo su apariencia humana con el símbolo mismo de la pureza
.

Las cadenas de los galeotes se denominaban: las ramas. ¡De qué racimos eran portadoras
!

¿A qué puede entregarse cuando desciende a tierra? ¿Qué aventuras le traen y le llevan? Me complace, y me crispa al tiempo, imaginarlo sirviendo para la alegría de cualquier viandante, de cualquier extraviado en la niebla. Con curiosas precauciones le propone acompañarle un trecho. Querelle, sin sorprenderse, sonriente, le sigue en silencio. Y cuando encuentran un cobijo, la esquina de una pared, Querelle, siempre sonriente y en silencio, se desabrocha. El hombre se arrodilla. Cuando se levanta pone cien francos en la mano indiferente de Querelle y se aleja. Querelle vuelve a bordo o va a la casa de putas
.

Recapacitando un poco sobre lo que acabo de escribir, veo que no se ajusta a Querelle esta función servil, este uso como objeto sonriente. Es demasiado fuerte y verle de ese modo es aumentar su fuerza, convertirle en una máquina altiva capaz de triturarme sin siquiera darse cuenta
.

Dije que he deseado que fuera un impostor: en el solemne y pueril uniforme de marinero oculta un cuerpo ágil y violento, y dentro de ese cuerpo un alma de bandido: Querelle lo es, de ello estoy seguro
.

Me ha parecido sorprenderlo en un movimiento de su máquina, en una crispación, dirigiéndome todo su odio. Querelle me debe odiar
.

Más que un guerrero, al hacerme oficial quise ser un objeto valioso custodiado por soldados. Que me custodien hasta su muerte o incluso —y del mismo modo— que yo ofrezca mi vida por salvarlos
.

Gracias a Jesús podemos magnificar la humildad, ya que él la convirtió en el signo mismo de la divinidad. Divinidad en el interior de uno mismo —pues ¿por qué rechazar los poderes terrestres?— que se opone a estos poderes, esta divinidad debe ser fuerte para triunfar sobre ellos. Y la humildad sólo puede nacer de la humillación. Si no, es falsa vanidad
.

Esta última nota del cuaderno íntimo corresponde al siguiente incidente que el oficial no cuenta. Habiendo rozado audazmente a un joven estibador, lo condujo a una espesura de las murallas, tapizadas éstas de mojones, como ya hemos dicho. Quiso la fortuna que, habiéndose bajado el pantalón, se tendiera sobre la pendiente de la cuneta, el vientre contra una mierda. Ambos hombres quedaron envueltos al instante por el olor. Silenciosamente, el estibador desapareció. Quedóse solo el teniente. Con ayuda de hierbas secas, aunque felizmente mojadas por la niebla, se limpió la marinera. Fue presa de la vergüenza. Veía sus bellas manos blancas —suyas finalmente ante tanta humillación—, torpes y abnegadas, haciendo su tarea. En el vaho donde se anclaba definitivamente el desolado paisaje, veía también sus mangas oscuras con círculos de oro. No pudiendo nacer el orgullo sino de la humillación, sentíase presente el oficial en el centro de ésta. Empezaba a conocer su propia dureza. Cuando se halló en la carretera evitando, como un leproso, los lugares con afluencia de gente, los descampados donde el viento hubiera corrido su olor, empezó a darse cuenta de que es un signo de grandeza nacer en un establo. La idea de Querelle (que tan doloroso había hecho el trabajo de limpieza pues siendo vaga, socarrona, parecía confundirse con aquel olor que emanaba de su vientre) se concretaba ahora. Ante ella experimentó primero el oficial una vergüenza que le replegaba en sí mismo, que volvía la vida desde todas sus orillas, desde sus playas más alejadas, hacia dentro de su corazón, atreviéndose poco a poco a pensar con desenfado en el marinero. Un soplo de viento pasó por él. Pensó, con voz profunda formulada en su interior: «¡Apesto! ¡Apesto al mundo!». De aquel determinado punto de Brest, en el centro de la niebla, en la carretera que domina el mar y los almacenes portuarios, una ligera brisa deshojaba sobre el mundo, más dulce y perfumada que los pétalos de las rosas de Saadi, la humedad del teniente Seblon.

Querelle era pues el amante de Madame Lysiane. La perturbación que ésta experimentaba al pensar en la identidad —para ella cada vez más perfecta— de los dos hermanos, alcanzó un grado tal de desesperación, que Madame Lysiane se fue a pique.

He aquí los hechos. Preocupado Gil al dejar de recibir la visita de Querelle, envió a Roger para informarse. Vaciló el chico durante largo tiempo, pasó y volvió a pasar delante de la puerta erizada de «La Féria», decidiéndose finalmente a entrar. Querelle estaba en la sala. Intimidado por las luces, por las mujeres desnudas, Roger se acercó a él con paso vacilante. Todavía imperial de estilo, pero corroída ya por su mal, Madame Lysiane asistió al encuentro. No pudo de manera muy consciente notar y dar un sentido a la sonrisa cortada de Roger ni al asombro e inquietud de Querelle, pero todos sus signos quedaron grabados en su alma. Bastó que un segundo más tarde apareciera Robert en la sala y se acercara a su hermano y al chico para que reconociera en sí misma la presencia de lo que no era todavía un pensamiento, pero que ella sentía que llegaría a serlo y que se formulaba así:

«¡Ya está, es el hijo de los dos!»

Nunca —tampoco en este momento— había pensado la patrona que ambos hermanos se hubieran amado de manera tal que les hubiera nacido un hijo; pero si su parecido físico oponía a su amor un obstáculo tan infranqueable, era que sólo podía tratarse del amor. Ahora bien, este amor —ella sólo veía su manifestación terrestre —la torturaba desde hacía tanto tiempo que el menor incidente podía hacerle tomar cuerpo. No estaba lejos de esperar verle salir de sí misma, de su cuerpo, de sus entrañas, donde, semejante a una materia radiactiva, se había depositado. Súbitamente, veía a dos pasos de sí, y lejos sin embargo, a los dos hermanos reunidos por un joven desconocido que, de un modo completamente natural, se convirtió en la personificación misma de ese amor fraterno que su angustia elaboraba. Tras haber osado dejarse llevar por esta fórmula, Madame Lysiane se sintió ridicula. Trató de preocuparse por los clientes y las putas, pero no logró olvidarse de los dos hermanos a los que daba la espalda. Vaciló, escogió por fin el pretexto de interpelar a Robert acerca de un pedido de alcohol con el fin de examinar al muchacho. Era maravilloso. Digno de los dos amantes. Le miró de arriba abajo.

—… Y si llega el Cinzano dile que me espere.

Hizo como que abandonaba la sala, pero, cambiando de opinión inmediatamente, señaló, sonriente, a Robert.

—¿Quién es?

Y más sonriente:

—Sabes que puedo tener problemas. Hay que andarse con cuidado.

—¿Quién es?

Robert, indiferente, interrogaba a Querelle.

—Es el hermano de una amiga. Una amiguita que me gusta.

Ignorándolo todo de sus amores masculinos, creyó Robert que el chaval era otra aventura de su hermano. No se atrevió a mirarlo. En los retretes Madame Lysiane se masturbó. Al igual que la patrona, Roger quedó trastornado; cuando salió de «La Féria» para dirigirse al presidio, era tan grande su fragilidad —utilicemos una palabra horrorosa pero reveladora— que Gil, sin esfuerzo, le hizo pedazos. Aunque a Querelle, como le dijo ella con algo de tristeza, no se le ponía demasiado tiesa, al menos aquella verga, con la que tanto había soñado, no la decepcionaba. Era un miembro pesado, compacto, algo macizo, nada elegante, pero vigoroso. Por fin Madame Lysiane encontró una cierta paz, al ser esta verga tan diferente de la de Robert. Hallaba por fin una diferencia entre los dos hermanos. Al principio Querelle acogió con indolencia las insinuaciones de la patrona, pero habiendo descubierto que podría vengarse de este modo de la humillación infligida por su hermano, imprimió un ritmo acelerado a la aventura. La primera vez, mientras se desnudaba, su furia, la proximidad de la venganza, pusieron en sus ademanes tanta precipitación que Madame Lysiane se la atribuyó al deseo. En realidad, Querelle marchaba a aquel combate de mala gana. Su sometimiento amoroso a un verdadero polizonte le había liberado. Estaba tranquilo. Cuando se encontraba con Nono, no deseando ya sus juegos secretos, tampoco se extrañaba al verle tan escasamente interesado en recordárselos. En efecto, Mario no le advirtió de que por sus buenos oficios Nono estaba al corriente de todo. Sólo le faltaba a Querelle satisfacer su venganza. Madame Lysiane se desnudaba con más calma. La aparente fogosidad del marinero la subyugaba. Tuvo incluso la ingenuidad de creer que provocaba ella su excitación. Hasta que no estuvo completamente desnuda, esperó que aquel fauno impaciente, mojado ya, surgiría de un salto, rompiendo las enramadas para derribarla entre las olas de sus encajes desgarrados. Se tendió a su lado. Había llegado al fin la ocasión de afirmar su virilidad y de ridiculizar a su hermano*. Al día siguiente, folló con ella, volvió a hacerlo dos días después, y finalmente una cuarta vez. Veamos por qué tenemos que aclarar la conducta de Querelle en primer lugar con el teniente y después con Mario. La estancia en Brest del «Vengador» estaba a punto de terminar. La tripulación sabía que en unos cuantos días zarparían. Para Querelle la idea de partir se traducía en una angustia sorda. Si por un lado dejaba tierra y el embrollo de sus peligrosas aventuras, por otro abandonaba también los beneficios de éstas. Cada instante que le hacía más ajeno a la ciudad, le unía más a la vida en el aviso. Presentía Querelle la excepcional importancia de aquel enorme montón de acero. Que zarpara para una travesía por el Báltico, o tal vez más lejos, por el mar Blanco, lo volvía inquietante. Sin que se diera cuenta de un modo exacto, Querelle cuidaba ya los elementos del futuro. Es en el segundo día de su relación con M adame Lysiane donde situaremos el incidente anotado anteriormente en el cuaderno íntimo. Querelle, cuando andaba por la calle, provocaba a las chicas. Haciendo como que las iba a besar, las repelía si eran dóciles. Las besaba algunas veces, pero sobre todo se burlaba de ellas, con una mueca o con una ocurrencia. Se complacía además su coquetería en que le fuesen reconocidas sus cualidades de seductor. Rara vez se detenía con la chica ligada al pasar, sino que generalmente continuaba su marcha lenta y ágil. Excepto aquella tarde. Satisfecho por liberarse, gracias a los buenos oficios de Madame Lysiane, de la sequedad de sus inhumanas relaciones con Nono, y ahora con Mario, triunfante, orgulloso de haber engañado a su hermano y de haber jodido con una mujer, descendió silbando por la rue de Siam. Estaba alegre, algo borracho; el pecho ardiente por el alcohol le brindaba un mundo lleno de sol. Sonreía.

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