Read Proyecto Amanda: invisible Online
Authors: Melissa Kantor
—Pero ¿dónde consigues esas llaves usadas? —le pregunté.
—Pues en mercadillos o en tiendas de antigüedades. Por otro lado, si alguien tiene un llavero enorme con un montón de llaves, normalmente hay al menos una que ya no utiliza —hizo balancear el suyo adelante y atrás, admirando su colección.
—Se parece a los que llevan los conserjes —dije.
Una vez vi a un conserje del Endeavor sacar algo de un armario de suministros. Aunque su anilla debía de tener por lo menos cien llaves, localizó la que necesitaba en menos de un segundo.
—Si yo tuviera tantas como ellos, sería incapaz de encontrar la llave correcta —comenté.
Amanda me miró.
—Nunca llevas la llave de tu casa.
Era una afirmación, aunque con un pequeño deje interrogativo; como si esperase una explicación, pero tampoco quisiera obligarme a dársela.
Mi familia no cerraba nunca la puerta principal. Tampoco es que tuviera mucho sentido hacerlo. Las casas de labranza construidas a finales del siglo pasado podían tener mucho encanto, pero no solían estar diseñadas con una seguridad inquebrantable. Aunque nos molestásemos en cerrar las puertas, si alguien quisiera echarlas abajo no necesitaría mucho más de diez segundos para hacerlo.
—No tengo llave —dije —Mi madre vivió una temporada en Nueva York, y cuando mi padre y ella compraron esta casa, dijo que lo que más le gustaba de vivir en el campo era no tener que cerrar la puerta.
En cuanto aquellas palabras salieron de mi boca, me di cuenta de que era posible que mi madre no volviera a abrir nunca la puerta de nuestra casa, con o sin llave. Aquel pensamiento hizo que me ardieran los ojos.
Amanda permaneció en silencio. Apartó la mirada y se puso a examinar su llavero. Sé que no estaba evitando el tema, sino que me estaba dando unos instantes de privacidad. Inspiré profundamente.
—Toma —me dijo de repente, y pasó las llaves rápidamente alrededor de la anilla antes de sacar una—. Quédate esta.
Cogí la llave de su mano y la examiné. Era una llave normal y corriente, pero tenía un número de cinco dígitos y las palabras NO DUPLICAR grabadas en la parte superior.
—¿Qué es lo que abre? —pregunté.
Amanda se encogió de hombros. Después sonrió, y sus ojos, ya de por sí brillantes, centellearon cuando bromeó:
—Bueno, abra lo que abra, espero que la duplicaran antes de perderla.
Me reí y me guardé la llave en el bolsillo.
—Gracias.
—¡Desatornillemos los cerrojos de las puertas! ¡Liberemos a las puertas de sus jambas! —exclamó.
—Por supuesto —al ver que Amanda ignoraba mi expresión de perplejidad, me levanté—. Y ahora vamos a comer. Estoy hambrienta.
El subdirector Thornhill nos hizo ir hasta nuestras taquillas para que comprobásemos si Amanda había escondido algo allí. En el tiempo que estuvimos en su despacho, la primera hora de clase había terminado, dando paso a la segunda. Así que los pasillos volvían a estar vacíos. Más que inquietarme, esta vez me alegró que hubiera tanta tranquilidad; lo último que quería era que toda la gente del Endeavor nos mirase y nos señalara mientras registraban nuestras taquillas como si fuéramos criminales.
Me entretuve leyendo los anuncios del club de ajedrez, los ensayos de la banda, las peticiones de colaboraciones para el periódico, y el anuncio de la formación de un nuevo cuarteto de jazz en horas extraescolares. Ninguna de estas actividades era propia de una Chica I.
La taquilla de Nia estaba en el pasillo de humanidades, a poca distancia del despacho del señor Randolph. Me di cuenta de que había pasado por delante aquella mañana cuando me dirigía a clase, y lo cierto es que nada me había llamado la atención. Pero aunque hubiera visto algo extraño, tampoco habría sabido de quién era esa taquilla. Sin embargo, cuando nos detuvimos frente a ella, comprobé que en la esquina inferior derecha había un pequeño animal dibujado con una plantilla. Era una especie de pájaro pintado en un tono gris metálico, un poco más claro que el de la taquilla. La expresión de Nia cambió radicalmente en cuanto lo vio. Al salir del despacho del señor Thornhill tenía el ceño fruncido —cosa habitual en ella—, pero de repente su rostro se convirtió en la viva imagen del desconcierto. No obstante, aquella expresión se borró de inmediato, y no supe si el señor Thornhill habría reparado en ella.
—Podría haberlo hecho cualquiera, señor Thornhill —dijo Nia—. ¿Qué le hace pensar que fue Amanda?
Alargó la mano y dio la impresión de que iba a tocar el dibujo, pero pareció pensárselo mejor y la apartó enseguida. Cruzó con firmeza los brazos sobre su pecho y las mangas de su jersey azul pálido se le subieron hasta casi cubrirle las puntas de los dedos.
El señor Thornhill la miró detenidamente, pero se limitó a decir:
—Ábrela, por favor.
Nia dudó unos segundos, como si realmente tuviera algo que esconder, pero luego introdujo la combinación con mano experta y abrió la puerta.
No pude evitar sentir curiosidad por saber qué tendría alguien como Nia en su taquilla. Como era tan seria, no me habría sorprendido que tuviera una recopilación de casos del Tribunal Supremo o una colección de pegatinas con el lema «Salvemos las ballenas» escrito en diferentes idiomas. Mientras el señor Thornhill rebuscaba entre la inesperada pila de basura que había amontonada dentro —libros y cuadernos, dos gafas de sol rotas, un puñado de envoltorios de caramelo vacios, una bolsa de canicas, unos abalorios de Mardi Gras—, miré furtivamente la postal que mostraba el cartel de una película titulada la cena de los acusados. Estaba en el reverso de la puerta, pegada con celo a otra imagen, la de un tipo con pinta de guerrero maya o azteca. Ambas estaban sujetas con un imán en forma de pez que tenía el nombre de Darwin escrito sobre él. La verdad, aquella taquilla tenía un contenido bastante más sorprendente de lo que me había imaginado.
El señor Thornhill no encontró nada que pudiera probar la culpabilidad de Nia de forma definitiva. Aquello, obviamente, le molestó. Cerró la puerta de golpe y reanudó la marcha. Hal y yo lo seguimos unos pasos por detrás. Cuando miré para ver qué había pasado con Nia, vi que estaba con la mirada fija en la puerta de su taquilla. Un minuto después, se dio la vuelta y echó a correr para alcanzarnos.
Cuando llegó a nuestro lado, dijo:
—Yo…
—Ahora no—dijo Hal, con una voz a medio camino entre un susurro y un bufido.
—Pero…
—Ahora no —repitió.
El rostro de Hal seguía siendo inescrutable cuando nos detuvimos frente a su taquilla. En ella había otro animal pintado con una plantilla —una especie de gato, o tal vez un león—. También en color gris claro, y esta vez en la esquina inferior izquierda. Hal apoyó la cadera en la taquilla contigua, como si aquello no fuera con él, y empezó a juguetear con uno de los dobladillos de su camiseta blanca de manga larga. Mientras tanto, el señor Thornhill empezó a rebuscar entre sus pertenencias. La taquilla de Hal estaba muy ordenada para ser la de un chico. Había libros y cuadernos cuidadosamente apilados. Y del reverso interior de la puerta colgaba un pequeño estuche con un puñado de bolis de colores. En un momento dado, el señor Thornhill cogió de la balda lo que parecía ser un cuaderno de bocetos y lo sostuvo en alto, sin abrirlo, mirando a Hal para comprobar si reflejaba alguna muestra de inquietud.
Sin embargo, fui yo la que se inquietó en su lugar. No soy ninguna gran artista como Hal —apenas puedo dibujar un monigote con cuatro palos—, pero aunque no tenga ningún talento artístico, si el señor Thornhill curioseara alguna vez en mi cuaderno de notas, me moriría de vergüenza. Es algo tan… personal. Es lo más parecido que tengo a un diario, y la única persona a la que se lo he dejado ver es Amanda. Me di cuenta de que, si aquel día no me lo hubiera dejado en casa, el señor Thornhill, Hal y Nia habrían tenido la oportunidad de hurgar en mis pensamientos más íntimos, y me pregunté si esa sería la clase de cosas que dibujaba Hal. De ser así, debía de estar llorando por dentro.
Pero Hal permaneció inexpresivo mientras el señor Thornhill levantaba ligeramente el cuaderno. Después lo bajó, como si estuviera sopesando la decisión de abrirlo, literal y metafóricamente. Poco después, devolvió el cuaderno a su sitio y cerró la taquilla de Hal con otro portazo. Hal se quedó atrás para cerrar el candado después de que Thornhill reprendiera la marcha, y cuando me di la vuelta para comprobar si nos seguía, lo vi con la cabeza apoyada en el frío metal.
Sentí un nudo en la garganta cuando nos adentramos en el ala de ciencias, en donde se encontraba mi taquilla. Nunca me acerco a ella hasta después de la primera hora, ya que todas las clases que tengo en esa franja están tan lejos del ala de ciencias, que parece que estás en las afueras de la ciudad. La última vez que había pasado por allí había sido el día anterior, justo antes de la clase de mates, la última del día. De hecho, estaba por allí cuando recibí el mensaje de Amanda.
De: Amanda
La señora Krim no ha venido. Quedamos en la esquina de Laurel y Kane
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Mi taquilla está en la mitad del pasillo, y el viaje hasta ella me pareció la prueba definitiva de la paradoja de Zenón, esa que dice que no puedes desplazarte del punto A al punto B porque primero tienes que llegar a la mitad entre esos punto, y antes, a la mitad de la mitad, y así hasta el infinito. Total, que el resultado es que no puedes desplazarte en absoluto. Pero la serie de números finalmente creció del 100 al 110, y después al 120, hasta que llegamos finalmente al 128. Mi taquilla.
Examiné la superficie rayada y metálica, pero no vi nada en la esquina donde encontramos el gato de Hal y el pájaro de Nia. Tuve tiempo para sentir una momentánea sensación de confusión y decepción, hasta que mis ojos se toparon con una forma, del mismo tono gris que las que ya habíamos visto, en la esquina superior derecha de la taquilla.
Era un osito. Al verlo, se me escapó un grito ahogado de sorpresa.
«Vas a ponerte el oso».
Era raro estar fuera del instituto tan pronto, pero como la clase de mates se había suspendido, Amanda me convenció para que la acompañara a la tienda de tatuajes de henna de Lakshmi. Me había dicho que quería ir porque estaba pensando en hacerse uno, pero en cuanto cruzamos la puerta, la conversación cambio del tatuaje que quería hacerse ella al que debía hacerme yo.
—Amanda, no voy a hacerme ninguno. Ni siquiera tengo dinero aquí —añadí lo de «aquí» rápidamente, aunque la afirmación habría sido igualmente cierta sin necesidad de esa precisión.
—Es un regalo.
Se acercó a la pared donde se mostraban los diseños de los tatuajes. Había corazones, anclas, letras y palabras.
Algunos diseños eran enormes, como un dibujo de los rascacielos de Nueva York con el Empire State Building en el medio, y otros diminutos, como las palomas y los símbolos de la paz que yo suelo asociar con los hippies.
Amanda estaba concentrada en un punto concreto de la pared.
—Creo que este es el apropiado.
—Estás loca —le dije, pero me acerque para ver qué estaba mirando.
—Recuerda, el oso es tu tótem.
Amanda ya me había hablado de los tótems. Por lo visto, todos tenemos animales que nos protegen y nos guían. Normalmente hace falta tiempo para descubrir cuál es el espíritu animal con el que estamos conectados, pero debido a mi nombre, Amanda supo inmediatamente que mi tótem era el oso.
La mayoría de la gente recibe su nombre por cosas normales, como el que lo lleven otros miembros de su familia, o por personajes históricos. O gente famosa. Pero yo no. Yo recibí mi nombre por una constelación. Sí, lo digo en serio. Calista viene de Calisto, también conocida como Ursa Major. Sí, ya sé que a lo mejor no habéis oído hablar de ella. A todo el mundo le pasa igual, a no ser que su madre, como la mía, resulte ser una astrónoma mundialmente famosa. Si alguna vez habéis oído algo remotamente relacionado con Calisto, será sin duda la Osa Mayor (la cual, y lo siento por explotar vuestra burbuja, no es realmente una constelación, sino un asterismo), que forma parte de Calisto. Mi madre se llamaba Ursula, por Ursa Minor (en la que, lo habéis adivinado, la Osa Menor es la parte más conocida). Técnicamente, mi nombre viene tanto de Calisto como de Ursula. Vamos, que mi nombre completo es Calista Ursula Leary.
Miré el oso que había en la pared. Era un pequeño osito marrón apoyado sobre sus patas traseras, con la pezuña derecha levantada como si estuviera tratando de alcanzar un poco de miel, o lo que quiera que traten de alcanzar los osos, pero también tenía cierto gesto desafiante. Parecía firme y fuerte, y daba la impresión de que nada podría derribarlo. Sin darme cuenta, levanté la mano y toque el dibujo plastificado.
No me había dado cuenta de que Amanda me estaba mirando, pero cuando giré la cabeza, sus ojos estaban fijos en los míos.
—Estabas destinada a tener este tatuaje.
Me reí.
—No se puede estar destinado a tener algo que va a desaparecer en unos pocos días. El destino está reservado para cosas más importantes. Ya sabes, cosas que duren más, que sean permanentes.
—Nada es permanente —dijo Amanda—. Lo único permanente es el cambio.
✿✿✿
Todo pareció detenerse durante un segundo, congelarse, como si toda la energía del universo estuviera concentrada en mí, en mi rostro, en mi brazo y en la taquilla que tenía frente a mí. Me faltaba el aliento, y sentí que mi mano se levantaba ligeramente como si el oso de mi taquilla estuviera llamando al que tenía tatuado en el antebrazo.
—Lo reconoces. Significa algo para ti —el señor Thornhill no estaba haciendo una pregunta, sino una observación.
Su tono era más agradable que el que había tenido durante toda la mañana, y por un segundo estuve tentada de decirle la verdad «Si, lo reconozco. Sí, es un mensaje de Amanda. ¿Dónde está? Tengo que hablar con ella».
—Mi nombre viene de Ursa Major —dije, y me sorprendió que no me temblara la voz.
—La Osa Mayor —Thornhill parecía estar pensando en alto—. ¿Quién podría saberlo?
Me forcé a encogerme de hombros.
—Supongo que cualquiera que conozca la leyenda de Calisto. O que sepa algo de la astronomía. No es que sea información privilegiada.
Recordando la soltura con que Hal se había apoyado en la taquilla mientras le miraba el señor Thornhill, hice un esfuerzo por sostener la mirada del subdirector.