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Authors: Benjamín Van Ammers Velázquez

Tags: #Fantasía, #Épica

Presagios y grietas (54 page)

BOOK: Presagios y grietas
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—¡Condenados humanos! ¡Bestias salvajes es lo que sois! ¡Merecéis todo lo que os suceda! ¡Lo merecéis!

Gia salió indignada de la taberna mientras Berd miraba a su esposa con desconcierto. Adalma se limpió los restos de salsa con la capa de Múncher y se encaminó a la salida con la cabeza bien alta.

—¿Sabes lo que le dijo la sartén al cazo? —le espetó a su marido al pasar junto a él.

Levrassac se dirigió hacia donde el posadero se ocultaba y le tendió unas monedas.

—Por las molestias, amigo —susurro—. Y para que te olvides de nosotros, como estoy seguro de que harás.

El asesino abandonó el local seguido por Willia. Berd desataba la cuerda de las muñecas de Haidornae con aire pensativo.

—Mi presencia es un contratiempo, Pretor; me temo que no será el último episodio de esta índole. Aquí odian a mi gente.

—Este viaje es un contratiempo en sí mismo, Haidornae —respondió Berd—. Y la cuerda está visto que no engaña ni a esos fantoches. Dudo que nos encontremos nada más preocupante que gentuza de este tipo y ya has visto lo que la Hermana Gia puede hacer. De todos modos, Levrassac y yo hubiésemos acabado con ellos en un abrir y cerrar de ojos.

—Querrás decir con lo que quedase de ellos después de pasar por las manos de tu esposa —comentó la guerrera con una sonrisa.

El Pretor rió el comentario y ambos se dirigieron hacia la carreta donde les esperaban sus compañeros.

—Debimos mandarte a Múndger con el enano —le espetó Levrassac a Willia—. Por lo visto, tu fama te precede, señorita Wedds. No es prudente viajar con alguien tan popular como tú.

La mujer ignoró el sarcasmo, se arrebujó en su capa y se desentendió del asesino y su mirada burlona. Tras veinticinco años de oficio era inmune a ese tipo de pullas; lo que no se explicaba era por qué, de repente, tenía ganas de llorar.

Al tiempo que el grupo reanudaba su viaje, el posadero limpiaba el suelo pegajoso con un trapo y maldecía entre dientes; al menos esta vez todo se había solventado con un cuenco roto. Cuando hubo terminado se acercó donde Faurn y su banda y se quedó mirándolos con odio. Sin poder reprimirse, abofeteó el rostro inmóvil del jorobado. La experiencia le gustó y de inmediato le pegó otra bofetada.

—Gusano asqueroso —masculló.

El animado posadero continuó abofeteando al bandido durante un buen rato. Cuando se cansó, cerró las puertas y decidió dar una cabezada en el jergón que tenía en la despensa; no tardó en quedarse dormido. La plácida sonrisa que decoraba su rostro era un indicio de que el pobre hombre ignoraba lo que iba a suceder unas horas más tarde, cuando Faurn recuperase la movilidad.

25. La raza más maravillosa que existe

Consulado Imperial, Vardanire

—Iré yo misma —zanjó Lehelia.

—No lo voy a consentir y lo sabes —repuso su padre—. Y te ruego que no me hagas perder el tiempo con discusiones absurdas.

—El Grande me libre de cuestionar tu criterio pero creo que tiene razón, muchacho —terció Vlad Fesserite—. La carcasa avejentada que tengo por cuerpo impide que ni tan siquiera me plantee un viaje de ese tipo. ¿Quién más te queda, Húguet? ¿Mough? —añadió dotando al comentario de toda la acidez que pudo.

Aquello se había descontrolado por completo y consideraba que hurgar en la herida era su obligación. El dolor era el mejor remedio contra el olvido que conocía y lo sucedido debían mantenerlo fresco en la memoria hasta el fin de sus días; el de Vlad no tardaría en llegar pero Húguet aún disponía de tiempo para reconducir aquel desastre.

—Lehelia no irá a ninguna parte. —El Cónsul se levantó de su butaca—. De ningún modo voy a continuar costeando esta campaña con las vidas de mis hijos.

—Padre…

—¡Basta! —El rugido de Húguet retumbó en las paredes del despacho impidiendo a Lehelia proseguir—. ¡Por El Grande que me hago viejo! ¡Hasta confundo las palabras y no logro exponer con claridad mis deseos! ¿O quizá lo que sucede es que mi hija alberga una estupidez que me ha ocultado todos estos años? ¿No entiendes lo que digo, niña, o soy yo el que no se explica?

Los ojos del Cónsul emitían el destello del acero y su mandíbula se constreñía como un cepo. Su yugular palpitaba como si una serpiente se retorciese dentro de aquel cuello leonino. En sus veintisiete años de vida, Lehelia Dashtalian nunca había visto a su padre furioso.

Húguet se encaminó hacia una estantería repleta de libros y se quedó observando los volúmenes con detenimiento. La mayoría eran registros contables, genealogías de las antiguas familias nobles o rutinarios manuscritos de leyes. Todos ellos llevaban allí décadas y muchos fueron redactados siglos antes de que estallase La Gran Guerra. Desencajó un tomo de gruesas tapas de cuero y lo extrajo de la hilera acompañado de una nubecilla de polvo y de un par de larguiruchas arañas tejedoras. Los desorientados insectos descendieron con velocidad por la superficie acartonada de la estantería para ocultarse tras un libro en cuyo lomo podía leerse De glorias y miserias, valor y mezquindad: La Gesta del Caballero de los Cien Ríos. Era un ejemplar de la novela que escribió Naier Dashtalian, el abuelo de Húguet; un folletín soporífero que nadie había sido capaz de leer pero que oficialmente leyó toda la familia en vida del anciano. Naier murió meses después de terminarlo, convencido de pasar a la historia como uno de los grandes literatos del Continente. Aquel volumen había permanecido incrustado en la estantería desde entonces y los escribas dieron gracias al Grande cuando el Cónsul Arbbas los liberó de la terrorífica tarea de transcribir las cincuenta copias que les había ordenado el difunto.

Mientras las arañas se acomodaban en el que iba a ser su nuevo hogar, Húguet le tendió a su hija el libro que había recuperado de entre la mugre y volvió a sentarse tras su escritorio. Apoyó la barbilla sobre sus manos entrelazadas y recompuso su tranquila estampa habitual.

—Te pido que no tengas en cuenta mis palabras, hija —se disculpó—. Todo esto me supera y en tales circunstancias los hombres nos dejamos llevar por el orgullo, como bien sabes.

—Entiendo tu reacción, Padre —respondió la dama con frialdad—. No insistiré más.

—No necesitas hacerlo; no tenemos demasiadas alternativas y tampoco dispongo de nadie más capacitado que tú para esta empresa, como me ha recordado tu tío.

El Cónsul miraba fijamente a Vlad Fesserite, que toqueteaba el pomo de su bastón con cierta inquietud. Sabía que Húguet tenía muy en cuenta sus consejos y que lo apreciaba, pero temía haberse extralimitado con su comentario anterior. Tampoco lo había visto jamás dominado por la ira y no estaba seguro de cuánta parte de culpa tenía él. Por un instante le pareció estar frente al difunto Róthgert Dashtalian, cuyo temperamento rivalizaba con la más devastadora de las tormentas.

—Lo cual le agradezco, como siempre —prosiguió Húguet sonriendo con picardía; poner nervioso a su anciano consejero le resultaba gratificante—. En ese libro puede que encuentres información útil, si bien estará diluida entre un sinfín de trivialidades. En cuanto ese cuervo barbudo de Vindress llegue a Vardanire con su corte de babosas nos proporcionaran más detalles. No descarto tu plan, hija, pero no moverás un dedo hasta que no agotemos el resto de alternativas.

Lehelia inclinó la cabeza con respeto, abrió el tomo polvoriento que reposaba sobre sus rodillas y empezó a revisar sus páginas con interés.

—El mensajero ya habrá desembarcado en Haraissen y no tardará más de un par de días en alcanzar a las tropas de Barr —comentó Fesserite mientras pelaba una ciruela—. Los perros de Dainar el Muerto también tienen sus órdenes y hoy mismo zarparán hacia Las Cumbres con veinticinco de mis soldados como refuerzo.

—A estas alturas todo Rex-Higurn sabrá que están en guerra, tío Vlad —dijo Lehelia—. Dudo que Hofften permita que ninguna galera se acerque a sus costas.

—Viajarán en cuatro pesqueros insignificantes y el Muerto sabe perfectamente lo que se hace —respondió el anciano con voz cortante—. Esa niña y la chusma que la acompaña se van a topar de bruces con la muralla de acero prevaliana y si intentan retroceder, Dainar y sus hombres les darán caza. Pese a los contratiempos, a los únicos que favorece la situación actual es a nosotros. El Continente te pertenece, querida. —Vlad rubricó sus palabras con una sonrisa cadavérica.

—Confío más en Skráver Barr que en ese mercenario —replicó Lehelia—. Apresar a los monjes y traerlos aquí con vida debe ser nuestra máxima prioridad. No quiero llevarme la sorpresa de constatar que tu Nar no es más que la harapienta hija de algún pescador —añadió desafiante.

—Bueno, puede que la hija de un pescador sea capaz de entrar en la Fortaleza Prisión, dejar inconscientes a treinta soldados y salir tan campante. No estoy al corriente de las costumbres de esa gente. Quizá tú puedas ilustrarme, querida; sin duda algo habrás sacado en claro de las conversaciones con tu cuñada.

Lehelia intentó atravesar los ojos del viejo con una mirada punzante de odio pero las pupilas de Vlad la estaban esperando protegidas por el brillo acorazado de la prepotencia. Que la emparentasen con la familia Meleister le resultaba repulsivo y no podía ocultar su indignación. De no haber mediado su padre hubiese respondido a la insolencia de Fesserite con palabras poco adecuadas, inmaduras y débiles.

—Todo es prioritario dadas las circunstancias —terció Húguet—. Yo mismo he hablado con algunos guardias y sus versiones coinciden. No se me ocurre excusa más absurda para explicar la fuga de ese campesino, Custodio o lo que sea. Decir que lo ha liberado una niña es exponerse al escarnio absoluto y a una ejecución garantizada. Yo también les creo, hija.

—No debe extrañarnos que nuestros movimientos llamen la atención más allá de las Aguas del Este —comentó Fesserite en tono conciliador—. Liberar a esa monstruosidad no es un hecho fútil, precisamente. Es más, dado el rumbo que ha tomado todo esto, capturar a esa niña puede que sea la única alternativa válida que nos queda.

—Cuando Skráver nos envíe a los monjes tendremos elementos de juicio fiables —insistió la Dama—. Y El Contramandato…

—El Contramandato no lo vamos a tener en cuenta a no ser que no quede más remedio, como ya te he dicho. —El Cónsul la interrumpió una vez más con un tono sosegado pero no exento de firmeza—. Y espero que los Maestros Custodios sirvan esta vez para algo más que salpicar las paredes de mi castillo con sangre y sesos.

—Véller era un charlatán vanidoso —apostillo Vlad—. Me temo que los demás también lo serán. Lo único útil que ha engendrado esa Orden son sus soldados, aunque dudo que quede apenas una docena de ellos más jóvenes que yo —rió entre dientes.

Dos golpes secos en la puerta del despacho precedieron a la cabeza del guardia, que se asomaba con timidez por el umbral entreabierto.

—Mi Señor… Quiere veros. Y también a vos, Dama Lehelia.

El Cónsul y su hija intercambiaron una mirada sombría mientras Fesserite se removía incomodo en su butaca.

—Gracias, Sargento —respondió Húguet mientras se frotaba los ojos con las yemas de los dedos—. Puedes volver a tu puesto.

El guardia se retiró con una inclinación de cabeza y Lehelia Dashtalian dejó el libro sobre el escritorio. Mientras anudaba su cabellera en una coleta repasaba mentalmente lo acontecido en las últimas semanas. Todo se les había ido de las manos pero aún quedaban caminos por explorar y pensaba recorrer hasta el último de ellos. Lo que opinase su padre le traía sin cuidado.

—Muchacho, si no me necesitas creo que haré una visita al Gran Círculo. Tengo un poco desatendido mi negocio y hay un par de luchadores nuevos bastante prometedores —comentó Fesserite mientras se colocaba su sombrero; daba por hecho que la respuesta sería afirmativa.

—Claro, viejo amigo —respondió el Cónsul—. Necesitamos un nuevo Campeón cuanto antes. Mi pueblo anda un poco confuso entre tantas habladurías; un nuevo héroe de la arena contribuirá a apaciguar su inquietud.

El Cónsul ayudó al anciano a incorporarse y Lehelia lo tomó del brazo; los tres abandonaron el despacho sin decir palabra. En la espaciosa sala de recepciones, Dahengue esperaba a su patrón, impasible como una columna. De no ser por el constante movimiento de sus ojos, cualquiera hubiera pensado que el musculoso callantiano era una estatua de ébano. Húguet Dashtalian apretó con suavidad la mano de Vlad y el viejo le palmeó el hombro. Lehelia le dio un frío beso en la mejilla y lo acompañó unos pasos hasta donde se erguía el silencioso guardaespaldas.

Cuando el anciano se hubo marchado, la dama y su padre ascendieron por las escaleras de mármol. Al llegar al pasillo en el que se encontraban las habitaciones de Porcius se toparon con el sargento y otro guardia. Ambos se cubrían el rostro con pañuelos.

—La habitación de mi hermano está al otro extremo, Sargento.

—Mi Señora, desde aquí le oímos perfectamente… Y ese olor…

—¿Debo suponer que prefieres el olor de las mazmorras?

—No, mi Señora —respondió el sargento agachando la cabeza.

Avanzaron hacia el fondo del corredor escoltados por los guardias. El movimiento de sus capas provocó que una bola de pelusa se levantase del suelo y avanzase con suavidad por la alfombra, precediendo su paso como una suerte de heraldo diminuto y polvoriento. Hacía mucho que nadie más que Húguet, Lehelia y los dos soldados recorría aquel pasillo. El polvo y la mugre se acumulaban en los marcos de las puertas y sobre los zócalos; el hedor que provenía de la habitación del fondo atraía a las moscas, que revoloteaban y se posaban sobre la puerta esperando su oportunidad.

Cuando el Sargento la abrió, una bocanada de aquella peste emergió del interior para invadir todo el pasillo. Húguet y su hija se cubrieron la nariz con sus capas y entraron acompañados por una legión de moscas. El soldado volvió a cerrar la puerta a toda prisa. Dentro, el calor y la humedad eran insoportables. Las ventanas llevaban días cerradas. Cada vez que las abrían, miles de insectos entraban en tropel. En una ocasión, tres cuervos grandes como gatos invadieron el cuarto y aterrizaron sobre la cama lanzando picotazos frenéticos. La única luz procedía de la claraboya acristalada del techo; a través de ella se podían ver las siluetas de montones de cucarachas y de vez en cuando alguna rata, que correteaban buscando una abertura por la que colarse.

Húguet contempló al ser que se retorcía entre el amasijo de sabanas húmedas y sucias.

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