Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (7 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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De acuerdo, los asesinatos seguían sin tener un móvil claro, todo aquello parecía cosa de locos. De modo que había que partir prácticamente de cero.

—Hablando no vamos a conseguir nada. —El comisario se incorporó—. Uribe, necesito una lista de los coleccionistas de sellos que residan en Madrid. Y una relación de todas las tiendas de filatelia. Ah, y también quiero los nombres de los peristas que trafican con sellos. ¿De acuerdo? —Uribe asintió. Vega se volvió hacia Navarro—. En cuanto a ti, Ángel, vas a ocuparte de que se investigue la vida de cada una de las víctimas. Quiero saber si tenían conocidos comunes, o frecuentaban los mismos lugares. Debe de haber alguna relación entre ellos, aparte de la filatelia.

Navarro torció el gesto.

—Son cinco fiambres, jefe. Voy a necesitar o muchos hombres, o mucho tiempo...

—Pues no tienes ni lo uno ni lo otro. Y me duele la cabeza, así que no empieces a lamentarte. —Volvió la mirada hacia Echevarría—. Damián, tú ya estás fuera del Cuerpo, así que no tengo derecho a pedirte nada. Pero eres el único policía aficionado a la filatelia que conozco y, la verdad, me vendría muy bien tu ayuda...

—No hace falta que insistas, Telmo —repuso el ex policía, jovial— esto de la jubilación tiene cosas cojonudas, de verdad. Puedo pescar, jugar con mis nietos o pasear con mi mujer. —Suspiró—. Lo malo es que, a la larga, la pesca, los juegos y los paseos resultan un soberano coñazo. Así que volver a sentirme policía durante unos días puede ser de lo más tonificante. Cuenta conmigo para lo que quieras.

—Gracias, Damián. Lo que necesito de ti es que examines las colecciones de sellos de las víctimas. Busca alguna pauta, alguna peculiaridad, no sé...

—Quieres que intente averiguar por qué al asesino le interesan esas colecciones en particular, y no otras...

—Exacto
.
—Vega se aproximó a su escritorio y contempló alternativamente a Uribe y a Navarro—. Me parece que eso es todo. ¿Alguna pregunta? —Nadie dijo nada. Vega dio una sonora palmada sobre una de las pilas de papeles que había encima de su mesa—. Pues a trabajar.

Mientras Uribe y Navarro abandonaban el despacho, Damián Echevarría se aproximó a Vega.

—Hacía mucho que no nos veíamos —dijo. Había afecto en su voz, aunque, quizá, también algo de reproche—. Más de un año.

—Sí, tienes razón. Pero ya sabes que las guerras dan más trabajo a los policías que a los militares. Estos últimos años han sido una locura. Muy malos para mi vida social. —Respiró profundamente—. Pero a ti te veo igual que siempre, Damián. ¿Cómo lo haces?

—Los viejos cambiamos poco. Todo lo que se nos tenía que caer se nos ha caído ya. Sin embargo, tú tienes menos pelo que la última vez que te vi.

Vega sonrió. Hacía casi veinte años que conocía a Echevarría. Habían trabajado juntos en más de una ocasión, habían compartido problemas y se habían hecho favores mutuamente. Podría decirse que eran amigos. Sin embargo, desde la muerte de Manuela apenas se habían visto. Además, Damián se jubiló al poco tiempo y eso los distanció aún más.

Vega suspiró.

—¿Qué tal tu familia, Damián? —preguntó Vega.

—María muy bien. Más joven que nunca. Y mi hijo... Estoy muy orgulloso de él, Telmo. El año pasado, Roberto se ganó la medalla al mérito militar por su actuación en la batalla del Ebro. Y es casi seguro que este año ascienda a comandante... —Echevarría hizo una pausa. Su sonrisa de padre satisfecho se difuminó lentamente. Por fin, preguntó—: ¿Y tú qué tal estás, Telmo...?

Vega se encogió de hombros.

—Bien— Echevarría asintió levemente.

—¿Lo has superado ya? —preguntó—. ¿Has conseguido olvidar lo que le sucedió a Manuela...?

Vega esbozó una triste sonrisa. ¿Olvidar la muerte de Manuela...? Imposible. Quizás había conseguido resignarse, quizás el tiempo transcurrido, casi tres años ya, le había ayudado a aceptar aquella terrible pérdida, pero Vega sabía que el dolor sordo y constante que la ausencia de su mujer le causaba no habría de abandonarle jamás.

—Estoy bien, Damián... —dijo el comisario, tragando saliva. Y añadió—: ¿Por qué no vas a ver a los muchachos? Seguro que están deseando saludarte...

Echevarría contempló a Vega en silencio, con una medio sonrisa comprensiva asomándose a sus labios. Luego le dio un cachete cariñoso y, sin decir nada, abandonó el despacho.

Vega tomó asiento frente a su escritorio. Apartó la pila de carpetas que ocultaba una fotografía enmarcada, una instantánea en blanco y negro, algo difusa y desenfocada, de una mujer joven, de pelo negro y ojos grandes, que reía feliz junto a la orilla del mar.

—Manuela... —musitó Vega, contemplando con tristeza aquel recuerdo desvaído de tiempos que fueron mejores.

Al caer la tarde, cuando el comisario Vega estaba recogiendo sus cosas, dispuesto a abandonar la comisaría para irse a casa, el teléfono de baquelita que descansaba sobre su mesa de despacho comenzó a sonar. Vega descolgó; era Luisa, una de las operadoras de la centralita.

—Hay una llamada para usted, comisario —dijo la telefonista—. Es una tal Leonor Hidalgo, e insiste en hablar con el oficial encargado de investigar la muerte del conde de Lemos...

Vega frunció el ceño. ¿Quién demonios era el conde de Lemos...? Luego cayó en la cuenta de que ése era el título de Luis Carlos de Andrade, la quinta víctima del asesino de filatélicos.

—Pásamela, Luisa —dijo. Tras una breve pausa, escuchó en el auricular el débil «tale» indicador de que la llamada había sido transferida—. Soy el comisario Vega, dígame.

Unos segundos de silencio.

—Me llamo Leonor Hidalgo —dijo una voz de mujer, grave y cultivada, con un leve acento que Vega no pudo identificar—. ¿Es usted el policía que investiga la muerte del conde de Lemos?

—Me ocupo de ese caso, sí. ¿En qué puedo ayudarla?

—No le conozco, comisario; así que todavía ignoro lo que puede hacer por mí. —La voz de la mujer se había teñido de ironía—. Más bien se trata de la ayuda que yo pueda prestarle a usted... Conocía a. Luis Carlos de Andrade; ambos teníamos una afición en común, la filatelia. Precisamente, hace unos días estuve hablando con él... Y ahora acabo de enterarme de su muerte, algo terrible, ¿verdad...? De modo que he pensado que quizá la policía pudiera estar interesada en interrogarme.

Había algo peculiar en la voz de aquella mujer, una cierta languidez en su tono, como si cada palabra que pronunciaba supusiese para ella un paso más en el camino hacia el tedio. No obstante, Vega jamás había escuchado antes una voz tan sensual y acariciadora, seda oscura transformada en sonido.

—¿Cree que puede proporcionarnos alguna información de interés, señora Hidalgo? —preguntó el comisario.

Una pausa.

—¿Por qué no decide eso usted mismo? Hoy ya es tarde, pero mañana estaré encantada de recibirle en mi casa. Vivo en Serrano, 122. Ah, y sí no le importa no venga antes de las once; detesto madrugar... Buenas tardes, comisario.

Un chasquido y la línea quedó muerta. Vega colgó el auricular en la horquilla, sintiéndose algo perplejo. Aquella mujer hablaba con el tono de quien está acostumbrado a ser obedecido.

Leonor Hidalgo... ¿Quién era? ¿Y cómo se había enterado de la muerte de Andrade, si la noticia de su fallecimiento todavía no había sido difundida?

Vega abandonó su despacho en busca de Navarro y Uribe. A este último lo encontró en la sala de archivos y le pidió que redactara un informe lo más completo posible sobre una mujer llamada Leonor Hidalgo. Luego buscó a Ángel Navarro, pero no se encontraba en la comisaría, de modo que Vega dejó una nota sobre su mesa de trabajo, informándole de la llamada que había recibido y de su cita al día siguiente en el número 122 de la calle Serrano. Finalmente, el comisario se puso el abrigo y salió a la calle.

El sol acababa de ponerse y hacía frío, pero Vega decidió no tomar el tranvía e ir andando a casa. Quizás aquel viento fresco que soplaba desde la sierra de Guadarrama le aclarase las ideas.

Madrid había cambiado mucho durante los últimos meses. Al principio, cuando el golpe de los militares fascistas parecía estar abocado al éxito, la ciudad se llenó de campesinos —paletos, como decía Navarro— que huían de sus tierras devastadas por la guerra.

No obstante, el curso de los acontecimientos sufrió un brusco giro de ciento ochenta grados cuando, año y medio atrás, un atentado acabó con la vida del general Franco. Aquello ocurrió el 2 de diciembre de 1937 en el monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, en Burgos, durante la ceremonia de juramento de lealtad de los miembros del recientemente creado Consejo Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Una bomba oculta en el estrado de autoridades explotó, mandando al otro barrio al Generalísimo y a medio Consejo Nacional.

Nunca se supo a ciencia cierta quién, o quiénes, fueron los responsables del atentado. El comunicado oficial del bando rebelde adjudicaba la autoría de aquel magnicidio a un comando anarquista, pero existían serios motivos para sospechar que sus verdaderos instigadores se encontraban entre algunos de los mandos militares sediciosos que habían contemplado, con temor y suspicacia, el creciente peso político que había ido adquiriendo el pequeño, pero ambicioso, general Francisco Franco.

Fuera como fuese, a raíz de aquel atentado el curso de la contienda comenzó a adquirir por vez primera tintes favorables a la República. Y aquellos «paletos», hombres y mujeres de rostros curtidos por el sol, iniciaron el lento retorno a sus pueblos y a sus hogares. Ya no se veían tantas boinas caladas hasta las cejas por la Puerta del Sol o la calle Mayor.

Después de casi tres años de guerra, Madrid recuperaba su viejo aspecto. Las farolas iluminaban de nuevo las calles que, hasta hacía poco, habían permanecido a oscuras con el fin de dificultar las incursiones de los
junker
alemanes. Ya no estaba en vigor el toque de queda y la gente permanecía hasta bien entrada la noche en bares y tabernas, o acudía alegremente a los espectáculos de variedades y las salas de fiesta. Frente a Correos podía verse de nuevo la fuente de la Cibeles, hasta entonces totalmente oculta por las pilas y pilas de sacos terreros que la habían protegido de las balas y la metralla. «La Bella Tapada», así la llamaron durante casi tres años.

Parecía como si el pueblo de Madrid quisiera olvidar la guerra aun antes de que ésta hubiera llegado oficialmente a su término. Sin embargo, la guerra continuaba estando presente por doquier, en un muro cubierto de impactos de arma de fuego, o en ese edificio destruido por las bombas, o en aquel cartel medio rasgado que mostraba el dibujo de un soldado republicano abrazado a una mujer de aspecto licencioso, mientras que, en segundo término, otro soldado caía mortalmente herido de un disparo, y cuyo titular rezaba: «EVITA LAS ENFERMEDADES VENÉREAS, TAN PELIGROSAS COMO LAS BALAS ENEMIGAS.»

Una decena de soldados pertenecientes a las milicias populares, todos ellos con brazaletes de la CNT-FAI, cruzaron la calle en dirección a la Puerta del Sol. Era evidente que habían bebido demasiado e iban cantando, con más entusiasmo que armonía, una canción popular.

...Pero nada pueden bombas,

rumba-la rumba-la rumba-la,

pero nada pueden bombas,

rumba-la rumba-la rumba-la,

donde sobra corazón,

ay Carmela, ay Carmela

Vega, observó por el rabillo del ojo cómo alguien, un hombre de mediana edad, se apresuraba a ocultarse en las sombras de un portal, eludiendo con aire asustado el paso de los soldados. El comisario notó que su instinto de policía resonaba como una alarma en su cerebro. ¿Quién podía temer a la milicia anarquista? Sólo un comunista... o algún miembro de los grupos fascistas clandestinos que todavía, aunque cada vez con menor frecuencia, actuaban en Madrid. Sin embargo, desde que Moscú había decidido apoyar al Gobierno de la República, suministrándole material de guerra, el Partido Comunista había visto incrementado notablemente su prestigio y poder. De modo que sólo quedaba la segunda opción: se trataba de un faccioso, de un falangista, de un traidor...

Vega se detuvo y escrutó las sombras que envolvían al portal. Por unos instantes imaginó lo que podía sentir aquel hombre oculto en la oscuridad. Incluso creyó escuchar el tabaleo acelerado de su corazón.

Pero sólo era el viento, y los ecos desafinados de la tonada que cantaban los milicianos.

Vega suspiró y reanudó la marcha. En otros tiempos hubiera detenido e interrogado a aquel hombre. Y, a la menor sospecha, le habría entregado a la policía militar.

Sí, en otros tiempos lo habría hecho... Pero no ahora.

Ya no valía la pena.

Vega vivía en un piso pequeño situado en la plaza de Olavide, frente al mercado de Chamberí. Cuando abrió la puerta, el comisario encontró su casa a oscuras y helada. Eulalia, que además de ser la portera del inmueble se ocupaba de limpiarle el piso y cocinar para él, era una viuda cincuentona, alegre y de trato afable, una buena mujer que, sin embargo, tenía el grave defecto de ser una entusiasta de la ventilación. Cada día, antes de irse, abría de par en par los balcones que daban a la plaza, lo que en verano suponía que el piso se llenara de mosquitos, y en invierno que se convirtiese en una nevera. Vega le había pedido mil veces que no lo hiciera, pero la mujer, convencida de que la salud del policía dependía de que el aire corriese libremente por su vivienda, no le hacía el menor caso.

Vega encendió la luz y cerró los balcones. Por un instante pensó en prender el brasero, pero sus emanaciones le daban dolor de cabeza, así que decidió no hacerlo, optando por quedarse con la chaqueta puesta para combatir el frío.

La señora Eulalia le había dejado la cena preparada en la cocina: un caldo de verduras y medio pollo asado. Vega no tenía más que recalentar los alimentos en la cocina de carbón, pero no le apetecía lo más mínimo tener que esperar a que aquel armatoste de hierro fundido produjese las calorías necesarias para caldear su comida. Así que dejó a un lado la sopa, cogió una servilleta y un vaso de agua, y se llevó el pollo al salón.

Encendió el aparato de radio. Las válvulas del viejo Telefunken tardaron unos segundos en calentarse. Sintonizó la emisora Unión Radio, que en aquel momento estaba retransmitiendo la grabación en disco de un viejo discurso de Dolores Ibarruri, pronunciado en Barcelona meses atrás. La voz exaltada de la Pasionaria quebró el silencio de la casa, proclamando el valor y el heroísmo demostrado por el pueblo catalán en defensa de la libertad, y afirmando que ella estaba dispuesta a levantar y besar a cualquiera de los combatientes caídos en las calles barcelonesas, fueran comunistas, socialistas o... sí, o trotskistas y anarquistas.

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