Pórtico (23 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: Pórtico
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—No lo sé. Los grupos no parecen solucionar gran cosa. La computadora de la Corporación tiene una máquina psiquiatra a nuestra disposición. Eso sería lo más barato.

—Lo barato siempre es barato —repuse yo—. Pasé dos años con esa clase de máquinas cuando era más joven, después de que... de que tuviera un pequeño problema.

—Y llevas veinte años en funcionamiento desde entonces —contestó razonablemente—. Me decidiré por esto. De momento, por lo menos.

Le acaricié la mano.

—Cualquier cosa que hagas estará bien hecha —le dije amablemente—. Siempre he creído que tú y yo podríamos llevarnos mejor si olvidaras todas esas tonterías sobre los derechos de nacimiento. Me imagino que todos lo hacemos, pero preferiría que te enfadaras conmigo por mí mismo que porque actúo igual que tu padre o algo así.

Ella dio media vuelta y me miró. Incluso a la pálida luz del metal Heechee pude ver la sorpresa reflejada en su cara.

—¿De qué estás hablando?

—Pues... de tu problema, Klara. Sé que te ha costado mucho admitir que necesitabas ayuda.

—Bueno, Rob —repuso—, eso es cierto, pero tú pareces ignorar cuál es el problema. Mi relación contigo no es el problema. Tú puedes ser el problema. No lo sé. Lo que me preocupa es apoltronarme, no ser capaz de tomar una decisión, dejar pasar tanto tiempo antes de salir otra vez... y, no te ofendas, escoger a un géminis como tú por compañero.

—¡Odio esas idioteces astrológicas!

—Tú sí que tienes una personalidad complicada, Rob, ya lo sabes. Y, al parecer, yo me apoyo en ella. No quiero vivir así.

Los dos habíamos terminado por despertarnos completamente y parecía que sólo teníamos dos caminos que tomar. Podíamos recurrir al pero-tú-decías-que-me-amabas, pero-yo-no-puedo-soportar-esta-escena, acabando probablemente con más sexo o una ruptura definitiva; o podíamos hacer algo que nos ayudara a olvidarlo todo. Los pensamientos de Klara siguieron la misma dirección que los míos, porque se deslizó de la hamaca y empezó a vestirse.

—Vayamos al casino —dijo vivamente—. Esta noche me siento inspirada.

No había llegado ninguna nave, y ni un solo turista. Por otra parte, tampoco había muchos prospectores, tras las numerosas salidas de las últimas semanas. La mitad de las mesas del casino estaban cerradas, con las fundas de tela verde por encima. Klara encontró un asiento en la mesa de blackjack, firmó el recibo de un montón de marcadores de cien dólares, y el tallador me dejó sentar junto a ella sin jugar.

—Ya te había dicho que hoy tendría suerte —dijo cuando, al cabo de diez minutos, había ganado más de dos mil dólares a la casa.

—Lo estás haciendo muy bien —la animé, pero la verdad es que aquello no me divertía nada. Me levanté y di unas vueltas por la sala. Dane Metchnikov metía prudentemente monedas de cinco dólares en las máquinas, pero no tenía aspecto de querer hablar conmigo. No había nadie que jugase al bacará. Dije a Klara que iba a tomar un café en el Infierno Azul (cinco dólares, pero en momentos de tan poca clientela como éste seguirían llenándome la taza por nada). Ella me dirigió una sonrisa de perfil sin apartar los ojos de sus cartas.

En el Infierno Azul, Louise Forehand sorbía un petardo de gasolina y agua..., bueno, en realidad no era un petardo de gasolina, sino un anticuado whisky blanco hecho con lo que aquella semana se había cultivado en los tanques hidropónicos. Alzó la mirada con una sonrisa de bienvenida, y me senté junto a ella.

De repente se me ocurrió pensar que siempre estaba sola. No tenía por qué. Era... bueno, no sé exactamente cómo era, pero parecía la única persona de Pórtico incapaz de amenazar, censurar o exigir. Todos los demás, o bien querían algo que yo no quería dar, o rechazaban lo que yo les ofrecía. Louise era otra cosa. Debía tener unos doce años más que yo, y era realmente atractiva. Como yo, sólo llevaba la ropa estándar de la Corporación, un mono corto de tres apagados colores. Pero ella se lo había transformado, convirtiéndolo en un traje de dos piezas con ajustados shorts, el estómago descubierto, y una especie de chaqueta abierta y suelta. Me di cuenta de que me observaba hacer inventario, y me sentí repentinamente confuso.

—Tienes buen aspecto —dije.

—Gracias, Rob. Todo es equipo original —fanfarroneó, sonriendo—. Nunca he podido permitirme el lujo de llevar otra cosa.

—No necesitas nada que no tengas —le contesté sinceramente, y ella cambió de tema.

—Pronto llegará una nave —exclamó—. Dicen que ha estado mucho tiempo fuera.

INFORME DE LA MISIÓN

Nave A3-7, Viaje 022D55. Tripulación: S. Rigney, E. Tsien, M. Sindler.

Tiempo de tránsito 18 días 0 horas. Posición cercanías Xi Pegasi A.

Sumario:
«Emergimos en órbita cerca de un pequeño planeta aproximadamente a 9 U.A. del primario. El planeta está cubierto de hielo, pero detectamos radiación Heechee en un lugar próximo al ecuador. Rigney y Mary Sindler aterrizaron cerca y, con algunas dificultades, pues el sitio era montañoso, llegaron a una zona cálida y desprovista de hielo en la cual había una bóveda metálica. Dentro de la bóveda había numerosos artefactos Heechee, incluidos dos módulos de aterrizaje vacíos, equipo doméstico de uso desconocido y un serpentín calentador. Logramos transportar la mayor parte de artículos pequeños a la nave. Resultó imposible desactivar el serpentín calentador, pero lo reducimos a un nivel de funcionamiento bajo y lo guardamos en el módulo para el regreso. A pesar de ello, Mary y Tsien estaban seriamente deshidratados y en coma cuando aterrizamos.»

Evaluaciones de la Corporación: Serpentín calentador analizado y reconstruido. Recompensa de $ 3.000.000 para la tripulación en concepto de regalías. Otros artefactos no analizados todavía. Recompensa de $ 25.000 por kilo, total $ 675.000, en concepto de derechos de futura explotación, si la hay.

Bueno, yo sabía lo que esto significaba para ella, y explicaba que estuviese en el Infierno Azul en vez de en la cama. Sabía que se hallaba preocupada por su hija, pero no dejaba que esto la paralizase.

Su actitud frente a los viajes de exploración también era muy buena. Tenía miedo de salir al espacio, lo cual era lógico. Pero no dejaba que esto le impidiera ir, lo cual yo admiraba mucho. Esperaba el regreso de algún miembro de su familia para volver a enrolarse, tal como habían convenido, a fin de que el que regresara siempre encontrase a alguien de la familia esperando.

Me contó algo más de ellos. Habían vivido, si es que a esto se le puede llamar vivir, en las trampas de turistas que hay en el Huso de Venus, sobreviviendo a duras penas, principalmente gracias a los cruceros. Allí había mucho dinero, pero también había mucha competencia. Descubrí que, en cierta época de su vida, montaron un número de cabaret: canciones, bailes, chistes. Deduje que no eran malos, por lo menos según las normas de Venus. Pero los pocos turistas que acudían a lo largo de casi todo el año tenían tantos pájaros de presa luchando por un trozo de su carne que no había suficiente para nutrir a todos. Sess y el hijo (el que murió) trataron de convertirse en guías, con una nave vieja que lograron comprar destrozada y reconstruir. Allí tampoco hubo dinero fácil. Las chicas habían trabajado en todo. Yo estaba casi seguro de que, por lo menos, Louise había ejercido la prostitución durante algún tiempo, pero esto tampoco le dio dinero suficiente, por las mismas razones que todo lo demás. Estaban con el agua al cuello cuando lograron llegar a Pórtico.

No era la primera vez que lo hacían. Ya habían luchado duramente para salir de la Tierra, cuando la Tierra se puso tan mal para ellos que Venus les pareció una alternativa menos difícil. Tenían más valor y buena voluntad para empezar una nueva vida que cualquier otra persona que yo hubiese conocido jamás.

—¿Cómo pudisteis pagaros el viaje?... —le pregunté.

—Bueno —dijo Louise, acabando su bebida y mirando el reloj—, para ir a Venus viajamos del modo más barato que existe. Cargamento al por mayor. Otros doscientos veinte inmigrantes, durmiendo hacinados, teniendo que hacer cola para estar dos minutos en el lavabo, comiendo poquísimo y bebiendo agua reciclada. Fue un viaje espantoso por cuarenta mil dólares cada uno. Afortunadamente, los niños aún no habían nacido, excepto Hat, que era lo bastante pequeño como para pagar una cuarta parte del billete.

—¿Hat es tu hijo? ¿Qué...?

—Murió —dijo.

Esperé que continuara, pero cuando volvió a hablar fue para decir:

—Ya deben de haber recibido un informe por radio de la nave que regresa.

—Habrá sido por el teléfono P.

Ella asintió, y por unos momentos pareció preocupada. La Corporación siempre hace informes de rutina sobre las naves que regresan. Si no pueden establecer contacto... bueno, los prospectores muertos no se comunican por radio. Así pues, la distraje de sus problemas contándole la decisión de Klara de ver a un psiquiatra. Ella me escuchó y después me cogió una mano y dijo:

—No te enfades, Rob. ¿Has pensado alguna vez en ir tú también al psiquiatra?

—No tengo dinero, Louise.

—¿Ni siquiera para una terapia de grupo? Hay uno en el Nivel Amor. A veces se les oye gritar. He visto anuncios de todas clases... TA, Est, y otros. Naturalmente, muchos de ellos deben de haber salido.

Pero su atención no estaba centrada en mí. Desde donde estábamos veíamos la entrada al casino, donde uno de los croupiers hablaba animadamente con un tripulante del crucero chino. Louise miraba hacia esa dirección.

—Algo pasa —contesté. Debería haber añadido: «Vamos a ver», pero Louise saltó de la silla y se dirigió hacia el casino antes de que yo pudiera reaccionar.

El juego se había interrumpido. Todo el mundo estaba amontonado alrededor de la mesa de blackjack, donde Dane Metchnikov se hallaba sentado junto a Klara con un par de fichas de veinticinco dólares frente a él. Y en medio de ellos vi a Shicky Bakin, encaramado al taburete de un tallador, hablando.

—No —decía cuando llegué—, no sé sus nombres. Pero es una Cinco.

—¿Y aún viven? —preguntó alguien.

—Que yo sepa, sí. Hola, Rob. Louise. —Nos saludó con una cortés inclinación de cabeza—. ¿Habéis oído?

—No mucho —dijo Louise, alargando inconscientemente la mano para asir la mía—. Sólo que ha llegado una nave. Pero ¿no sabes los nombres?

Dane Metchnikov volvió la cabeza para mirarla con impaciencia.

—Nombres —gruñó—. ¿A quién le importan los nombres? No es ninguno de nosotros, esto es lo importante. Lo único importante. —Se levantó. Incluso en ese momento pude comprender que estaba muy enfadado: se olvidó de recoger sus fichas de la mesa de blackjack—. Voy a bajar —anunció—. Quiero ver qué aspecto tiene.

Los tripulantes de los cruceros habían acordonado la zona, pero uno de los guardias era Francy Hereira. Había un centenar de personas en torno al pozo de bajada, y sólo Hereira y dos chicas del crucero americano para cerrarles el paso. Metchnikov se abrió paso hasta el borde del pozo, y miró hacia abajo, antes de que una de las chicas le hiciese retroceder. Le vimos hablando con otro prospector de cinco brazaletes. Mientras tanto oíamos fragmentos de conversaciones:

—...Casi muertos. Se quedaron sin agua.

—¡Ni hablar! Sólo exhaustos. Se repondrán...

—¡...Una bonificación de diez millones de dólares si es una moneda de cinco centavos, y después las regalías!

Klara cogió a Louise por un codo y la empujó hacia delante. Yo las seguí por el espacio que abrieron.

—¿Sabe alguien de quién era esta nave? —inquirió.

Hereira le sonrió con cansancio, me saludó con un gesto y contestó:

—Todavía no, Klara. Los están registrando. Sin embargo, creo que se repondrán.

Una voz gritó a mi espalda:

—¿Qué han encontrado?

—Artefactos. Nuevos, es todo lo que sé.

—¿Pero era una Cinco? —preguntó Klara.

Hereira asintió, y después miró por el pozo.

—Está bien —dijo—; ahora, hagan el favor de apartarse, amigos. Están subiendo a algunos de ellos.

Todos retrocedimos un espacio microscópico, pero no importó; de todos modos, no bajaron en nuestro nivel. El primero en subir por el cable fue un mandamás de la Corporación cuyo nombre no recordaba, después un guardia chino, después alguien con la bata del Hospital Terminal y un médico en la misma altura del cable, sosteniéndolo para que no se cayera. La cara me resultaba familiar, pero no sabía el nombre; le había visto en una de las fiestas de despedida, quizás en varias, y era un hombrecillo negro que había salido dos o tres veces sin encontrar nunca nada. Tenía los ojos abiertos y la mirada clara, pero parecía infinitamente cansado. Miró sin asombro a la gente que se arremolinaba en torno al pozo, y desapareció de nuestra vista.

Desvié la mirada y vi que Louise lloraba silenciosamente, con los ojos cerrados. Klara la rodeaba con un brazo. Me abrí paso entre la multitud hasta llegar junto a ellas e interrogué a Klara con la mirada.

—Es una Cinco —me dijo en voz baja—. Su hija iba en una Tres.

Me di cuenta de que Louise lo había oído, de modo que la acaricié y le dije:

—Lo siento, Louise. —Entonces se abrió un claro junto al borde del pozo y miré hacia abajo.

Pude dar una rápida ojeada a aquello que valía diez o veinte millones de dólares. Era un montón de cajas hexagonales de metal Heechee, que debían medir medio metro de anchura y menos de altura. Después, Francy Hereira me apartó.

—Vamos, Rob, retrocede, ¿quieres?

Yo obedecí y aún vi subir otra prospectora vestida con una bata de hospital. Ella no me vio al pasar; la verdad es que tenía los ojos cerrados. Pero yo sí que la vi. Era Sheri.

21

—Me siento bastante ridículo, Sigfrid —digo.

—¿Puedo hacer algo para que te sientas mejor?

—Morirte. —Ha decorado toda la habitación con motivos infantiles, nada menos. Y lo peor es el mismo Sigfrid. Esta vez me pone a prueba con una imagen de madre. Está encima de la alfombra conmigo, convertido en una gran muñeca del tamaño de un ser humano, cálida, blanca, hecha con algo parecido a una toalla de baño y rellena de espuma. Es agradable al tacto pero...—. No me gusta que me trates como a un niño —protesto con voz apagada, pues tengo la cara pegada a la toalla.

—Relájate, Robbie. No pasa nada.

—Eso es lo que tú dices.

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