Pórtico (35 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: Pórtico
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Me lavo la cara, fumo otro cigarrillo, y después salgo a la difusa luz del día bajo la Burbuja, donde todo me parece bonito y amable. Pienso en Klara con amor y ternura, y le digo adiós en mi corazón. Después pienso en S. Ya., con quien tengo una cita por la noche... ¡a la que quizá ya llegue tarde! Pero ella me esperará; es una buena persona, casi tanto como Klara.

Klara.

Me detengo en mitad de la calle, y la gente tropieza conmigo. Una viejecita se acerca lentamente a mí y me Pregunta:

—¿Le ocurre algo?

Me la quedo mirando, y no contesto; después doy media vuelta y me dirijo nuevamente hacia el consultorio de Sigfrid.

Allí no hay nadie, ni siquiera un holograma. Grito:

—¡Sigfrid! ¿Dónde demonios te has metido?

Nadie. No me contestan. Ésta es la primera vez que entro en la habitación sin que esté convenientemente decorada. Ahora veo lo que es real y lo que era holograma; y casi nada es real. Paredes de metal en polvo, pernos para los proyectores. La alfombra (real); el armario de los licores (real); algunos otros muebles que podría querer tocar o usar. Pero ni rastro de Sigfrid. Ni siquiera la silla donde normalmente se sienta.

—¡Sigfrid!

Sigo gritando, con el corazón en la garganta y la cabeza dándome vueltas.

—¡Sigfrid! —chillo, y al fin veo una especie de neblina, un destello, y aparece ante mí en su caracterización de Sigmund Freud, mirándome cortésmente.

—¿Sí, Rob?

—¡Sigfrid, es verdad que la maté! ¡Se ha ido!

—Veo que estás trastornado, Rob —me dice—. ¿Quieres decirme qué te preocupa?

—¡Trastornado! Te has quedado corto, ¡soy una persona que mató a otras nueve personas para salvar su vida! ¡Quizá no «realmente»! ¡Quizá no «intencionadamente»! ¡Pero, a sus ojos, yo los maté, igual que a los míos!

—Pero, Rob —responde pacientemente—, ya hemos hablado de todo esto. Ella sigue estando viva; todos lo están. El tiempo se ha detenido para ellos...

—Lo sé —gimo—. ¿Es que no lo entiendes, Sigfrid? Éste es el punto. No sólo la maté, sino que aún estoy matándola.

Con mucha paciencia:

—¿Crees que lo que acabas de decir es cierto, Rob?

—¡Ella cree que sí! Ahora y siempre, mientras yo viva. Para ella no han transcurrido los años desde entonces; sólo han transcurrido unos minutos, y así será durante toda mi vida. Yo estoy aquí abajo, haciéndome viejo, y tratando de olvidar, y Klara está allí arriba, en Sagitario YY, flotando de un lado a otro.

Me dejo caer sobre la desnuda alfombra de plástico, sollozando. Poco a poco, Sigfrid ha ido redecorando todo el consultorio, añadiendo un objeto y otro. Varias piñatas cuelgan sobre mi cabeza, y hay un holograma del lago Garda en Sirmione en la pared, aerodeslizadores, veleros y bañistas divirtiéndose.

—Deja salir el dolor, Rob —dice Sigfrid amablemente—. Deja que salga todo.

—¿Qué crees que estoy haciendo? —Doy la vuelta sobre la alfombra de espuma, y me quedo mirando el techo—. Yo podría sobreponerme al dolor y la culpabilidad que siento, Sigfrid, si ella pudiera. Pero para ella no ha terminado. Está allí fuera, inmovilizada en el tiempo.

—Continúa, Rob —me anima.

—Estoy continuando. Cada segundo es todavía el segundo más reciente para ella... el segundo en el que sacrifiqué su vida para salvar la mía. Yo viviré, me haré viejo y moriré antes de que ella haya dejado de vivir ese segundo, Sigfrid.

—Continúa, Rob. Dilo todo.

—¡Ella piensa que la he traicionado, y lo está pensando ahora! Yo no puedo vivir sabiendo una cosa así.

Hay un largo silencio, y después Sigfrid dice:

—Sin embargo, lo haces.

—¿Qué?

Mis pensamientos estaban a miles de años-luz de distancia.

—Sigues viviendo a pesar de ello, Rob.

—¿Llamas a esto vivir? —contesto irónicamente, mientras me incorporo y me sueno con otro de sus interminables pañuelos de papel.

—Observo que respondes con gran rapidez a todo lo que digo, Rob —comenta Sigfrid—, y a veces me parece que tu respuesta es un contragolpe. Reaccionas ante lo que digo con palabras. Déjame dar en lo vivo, Rob. Deja que esto cale en ti: Tú estás viviendo.

Bueno, supongo que así es.

Es bastante cierto; no es demasiado gratificador.

Otra larga pausa, y después Sigfrid dice:

—Rob, sabes que soy una máquina. También sabes que mi función es tratar con sentimientos humanos. Yo no puedo sentir los sentimientos. Sin embargo, puedo representarlos con modelos, analizarlos y evaluarlos. Puedo hacerlo por ti. Incluso puedo hacerlo por mí mismo. Puedo construir un paradigma dentro del cual pueda valorar las distintas emociones. ¿La culpabilidad? Es algo muy doloroso; por esa misma causa, es un modificador de conducta. Puede influenciarte para impedir acciones inductoras de culpabilidad, y esto es algo muy útil para ti y para la sociedad. Sin embargo, no puedes utilizarla si no la sientes.

—¡Pero yo sí! ¡Dios mío, Sigfrid, tú sabes que la siento!

—Lo que sé —contesta— es que ahora te permites sentirla. Ha salido al exterior, donde puedes hacer que trabaje para ti, no sigue enterrada donde sólo podía dañarte. Para eso estoy yo, Rob; para sacar tus sentimientos adonde puedas usarlos.

—¿Incluso los malos? ¿Culpabilidad, miedo, dolor, envidia?

—Culpabilidad. Miedo. Dolor. Envidia. Los motivadores. Los modificadores. Las cualidades que yo, Rob, no poseo, excepto en un sentido hipotético, cuando hago un paradigma, y me las asigno para su estudio.

Hay otra pausa. Ésta me produce una extraña sensación. Las pausas de Sigfrid están normalmente encaminadas a darme tiempo para asimilar algo, o a permitirle computar algunos factores complicados de mi personalidad. Esta vez no creo que se trate de eso. Está pensando, pero no en mí. Al fin me dice:

—Por lo tanto, ahora puedo contestar a lo que me has preguntado, Rob.

—¿Preguntarte? ¿Qué te he preguntado?

—Me has preguntado: «¿Llamas a esto vivir?». Y yo te contesto: Sí. Eso es exactamente lo que yo llamo vivir. Y, en mi mejor sentido hipotético, te envidio por ello.

FIN

(de la versión original)

32

El capítulo 32 fue suprimido por Pohl de la versión final de «Pórtico» y publicado, luego de la aparición del libro, en la revista «Galaxy» (nota de Sadrac)

El sol del atardecer, bajo la burbuja, era cálido y agradable.

Era tarde, pero me fui derecho al club: ducha, zambullida, diez minutos en la sauna. Y cuando salí, estaba preparado para mi cita con S. Ya. Más que listo. Estaba ansioso. No sólo por la misma S. Ya., bonita, inteligente y amable como era. Deseaba mucho más hacer el amor con ella, pero también quería hablar.

Todo ese material que Sigfrid me daba... ¿se trataba de su alocada fantasía electrónica? ¿O era auténtico? S. Ya. lo sabría, o, al menos, podría hablar delicadamente sobre la posibilidad de extender emociones de máquina hasta inteligencia de máquina.

¡Oh, no me había olvidado de Klara! Seguía estando en mi corazón, tanto como siempre. Más que nunca, porque bajo el dolor y la culpa estaban la ternura y el amor, que yo conservaría para siempre, donde quiera que estuviese la Klara real.

Vuelvo a tener todas mis partes. Estoy entero y tan bien como cualquier cosa viviente pueda estar nunca... lo que, decido, es más que suficiente para mí. ¡Hasta hay algo que deseo hacer! Le debo un favor a Sigfrid. El me curó...

Tal vez, con una ayudita de S. Ya., la Gracia de Dios y Buena Suerte pueda, al final, empezar a curarle.

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