¿Por qué leer los clásicos? (23 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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El presunto donante y auténtico castigador es un personaje cuya identidad no se sabe; quiere vengar una ofensa —no dice cuál— que le ha hecho —impersonalmente— la ciudad: la indeterminación lo rodea como de un halo sobrenatural, la invisibilidad y la omnisciencia lo convierten en una especie de dios: nadie se acuerda de él, pero él los conoce a todos y sabe prever las reacciones de todos.

Otro personaje mítico por obra de la indeterminación (y de la invisibilidad, porque ha muerto) es Barclay Goodson, ciudadano de Hadleyburg diferente de todos los demás, el único capaz de desafiar a la opinión pública, el único capaz del gesto inaudito de regalar 20 dólares a un extranjero arruinado en el juego. Nada más se nos dice de él, queda en la sombra en qué consistía su empecinada oposición a toda la ciudad.

Entre un donante misterioso y un destinatario difunto se entromete la ciudad en la persona de sus diecinueve notables, los Símbolos de la Incorruptibilidad. Cada uno de ellos pretende —y casi se convence de ello— identificarse, si no con el aborrecido Goodson, por lo menos con quien Goodson ha designado como sucesor.

Esta es la corrupción de Hadleyburg: la avidez por poseer un talego de dólares de oro sin dueño da fácilmente por tierra con todo escrúpulo de conciencia y lleva rápidamente a la mentira, a la estafa. Si se piensa en lo misteriosa, indefinible, llena de sombras que es la presencia del pecado en Hawthorne y en Melville, la de Mark Twain nos parece una versión simplificada y elemental de la moral puritana, con una doctrina de la caída y la gracia no menos radical, pero convertida en una regla de higiene clara y racional como el uso del cepillo de dientes.

Él también tiene sus reticencias: si sobre la intachabilidad de Hadleyburg pesa una sombra es la de una falta cometida por el pastor, el reverendo Burgess, pero de ella sólo se habla en los términos más vagos:
«the thing»
, la cosa. En realidad Burgess no ha cometido esa falta y el único que lo sabe —pero se ha guardado de decirlo— es Richards; ¿tal vez la había cometido él? (también esto queda en la sombra). Ahora bien, cuando Hawthorne no dice cuál ha sido la falta cometida por el pastor que deambula con la cara cubierta por un velo negro, su silencio pesa en todo el cuento; cuando Mark Twain no lo dice, es sólo señal de que para los fines del cuento ése es un detalle que no interesa.

Algunos biógrafos cuentan que Mark Twain estaba sometido a una severa censura previa por parte de su mujer, Olivia, quien ejercía sobre sus escritos un derecho de supervisión moralizadora. (Se dice que a veces él llenaba la primera versión de un escrito de expresiones desbocadas o blasfemas, a fin de que el rigor de su mujer encontrara un blanco fácil para desahogarse y no atacara la sustancia del texto.) Pero se puede estar seguro de que más severa que la censura conyugal fuera una autocensura tan hermética que se parecía a la inocencia.

La tentación del pecado tanto para los notables de Hadleyburg como para los esposos Foster (en
La herencia de 30.000 dólares)
cobra la forma incorpórea del cáculo de capitales y dividendos; pero entendámonos: hay culpa porque se trata de dinero que no existe. Cuando las cantidades de tres o seis ceros tienen un respaldo en el banco, el dinero es la prueba y el premio de la virtud: ninguna sospecha de culpa roza al Henry Adams de
El billete de un millón de libras
(homónimo, como por casualidad, del primer crítico de la mentalidad americana), que especula con la venta de una mina californiana escudándose en un cheque auténtico aunque sin fondos. Henry Adams conserva su candor como el héroe de un cuento popular o de uno de aquellos filmes de los años treinta en que la Norteamérica democrática finge creer todavía en la inocencia de la riqueza, como en los tiempos de oro de Mark Twain. Sólo arrojando una mirada al fondo de las minas —las reales y las psicológicas— asomará la sospecha de que las verdaderas culpas son otras.

[1972]

Henry James,
Daisy Miller

Daisy Miller
apareció en una revista en 1878 y en volumen en 1879. Fue uno de los raros cuentos (tal vez el único) de Henry James del que se puede decir que tuvo en seguida éxito popular. Desde luego en su obra, toda bajo el signo de la elusividad, de lo no dicho, de la esquivez, este cuento se nos aparece como uno de los más claros, con el personaje de una muchacha llena de vida, que explícitamente aspira a simbolizar el desprejuicio y la inocencia de la joven Norteamérica. Y sin embargo es un cuento no menos misterioso que los demás de este introvertido autor, un entretejido de temas que asoman, siempre entre luz y sombra, a lo largo de toda su obra.

Como muchos de los cuentos y novelas de James,
Daisy Miller
se desarrolla en Europa y Europa es también aquí la piedra de toque con que se enfrenta Norteamérica. Una Norteamérica reducida a un
espécimen
sintético: la colonia de los cándidos turistas estadounidenses en Suiza y en Roma, ese mundo al que perteneció Henry James en los años de su juventud, de espaldas al suelo natal y antes de echar raíces en la británica patria ancestral.

Lejos de la propia sociedad y de las razones prácticas que dictan las normas del comportamiento, inmersos en una Europa que representa una sugestión de cultura y nobleza y al mismo tiempo un mundo promiscuo y un poco contaminado del que hay que mantenerse a distancia, estos americanos de James son presa de una inseguridad que los lleva a duplicar el rigorismo puritano, la salvaguardia de las conveniencias. Winterbourne, el joven americano que estudia en Suiza, está predestinado —en opinión de su tía— a cometer errores porque hace demasiado tiempo que vive en Europa y ya no sabe distinguir a sus compatriotas «bien» de los que son de baja extracción. Pero esta inseguridad sobre la propia identidad social está en todos ellos —los exiliados voluntarios en los que James se espejea—, ya sean rigoristas
(stiff)
o emancipados. El rigorismo —americano y europeo— está representado por la tía de Winterbourne, que no por nada ha elegido residir en la calvinista Ginebra, y por Mistress Walker, que es un poco la contrafigura de la tía, caída en la blandura de la atmósfera romana. Los emancipados son la familia Miller, enviada a la deriva en una peregrinación europea impuesta como deber cultural inherente a su posición: una Norteamérica provinciana, tal vez de nuevos millonarios de origen plebeyo, ejemplificada en tres personajes: una madre medio evaporada, un muchachito petulante y una bella muchacha que, armada solamente de su barbarie y de su espontaneidad vital, es la única que llega a realizarse como personalidad moral autónoma, a construirse una libertad aunque precaria.

Winterbourne entrevé todo esto, pero hay en él (y en James) demasiada deferencia hacia los tabúes sociales y hacia el espíritu de casta, y sobre todo hay en él (y en James no digamos) demasiado miedo a la vida (léase: las mujeres). Aunque al principio y al final se insinúe una relación del joven con una dama extranjera de Ginebra, justo en la mitad del cuento el miedo de Winterbourne frente a la perspectiva de un verdadero enfrentamiento con el otro sexo se declara explícitamente; y podemos reconocer en el personaje un autorretrato juvenil de Henry James y de su nunca desmentida sexofobia.

Esa indefinida presencia que era para James el «mal» —vagamente relacionada con la sexualidad pecaminosa o más visiblemente representada por la ruptura de una barrera de clase— despierta en él un horror mezclado de atracción. El alma de Winterbourne —es decir esa construcción sintáctica hecha de vacilaciones, dilaciones y autoironía, característica de los paisajes introspectivos de James— está dividida: una parte de él confia ardientemente en la «inocencia» de Daisy para decidirse a admitir que está enamorado de ella (y la prueba
post mortem
de esta inocencia será la que lo reconcilie con ella, como hipócrita que es), mientras que la otra parte de sí mismo confia en reconocer en Daisy a una criatura desclasada e inferior, a quien es lícito «faltar al respeto». (Y no parece que sea porque se sienta impulsado a «faltarle al respeto», sino tal vez únicamente por la satisfacción de pensarlo así.)

El mundo del «mal» que se disputa el alma de Daisy está representado primero por el mayordomo Eugenio, después por el servicial señor Giovanelli, romano, cazador de dotes, y más aún, por toda la ciudad de Roma, con sus mármoles y sus musgos y sus miasmas causantes de la malaria. El peor veneno de las habladurías con que los americanos de Europa castigan a la familia Miller es una constante, oscura alusión al mayordomo que viaja con ellos y que — en ausencia de Mister Miller— ejerce una no bien definida autoridad sobre madre e hija. Los lectores de
Otra vuelta de tuerca
saben hasta qué punto en el mundo de los criados se puede encarnar para James la presencia informe del «mal». Pero este mayordomo (el término inglés es más preciso:
courier
, es decir, el criado que acompaña a los amos en los grandes viajes y que se encarga de organizar sus desplazamientos y estancias) podría ser incluso todo lo contrario (por lo poco que se lo ve), es decir el único de la familia que representa la autoridad moral paterna y el respeto de las conveniencias. Tal vez el sacrilegio consiste justamente sólo en esto: el haber sustituido la imagen del padre por la de un hombre de clase inferior. El hecho de que tenga un nombre italiano prepara ya para lo peor: se verá que ir a parar a Italia no es sino un descenso a los infiernos (igualmente letal aunque menos fatídico que el del profesor Aschenbach en Venecia, en el cuento que Thomas Mann escribirá treinta y cinco años después).

A diferencia de Suiza, Roma no puede inspirar autocontrol a las muchachas americanas por la sola fuerza del paisaje, de las tradiciones protestantes y de la austera sociedad. El paseo de los carruajes por el Pincio provoca un torbellino de habladurías, en medio del cual no se sabe si el honor de las muchachas americanas es protegido para que no pierdan prestigio en contacto con condes y marqueses romanos (las herederas del Middle West empiezan a ambicionar los blasones) o para que no se hundan en el pantano de la promiscuidad con una raza inferior. Esta presencia de un peligro, más aún que con el obsequioso señor Giovanelli (que, como Eugenio, también podría ser un garante de la virtud de Daisy, si no fuera por su oscuro nacimiento), se identifica con un personaje mudo pero no por eso menos determinante en el mecanismo del cuento: la malaria.

En la Roma del siglo pasado caen por la noche las exhalaciones mortíferas de los pantanos circundantes: he ahí el «peligro», alegoría de cualquier otro peligro posible, la fiebre perniciosa pronta a arrebatar a las muchachas que salen por las noches solas o mal acompañadas. (Mientras que ir en barca de noche por las asépticas aguas del Léman no hubiera presentado esos riesgos.) A la malaria, oscura divinidad mediterránea, es sacrificada Daisy Miller, cuya resistencia no había conseguido vencer ni el puritanismo de sus compatriotas ni el paganismo de los nativos, y justamente por eso, por unos y por otros, condenada al holocausto en el centro mismo del Coliseo donde las miasmas nocturnas se espesan, envolventes e impalpables como las frases en las que James parece siempre estar a punto de decir algo que no dice.

[1971]

Robert Louis Stevenson,
El pabellón en las dunas

El pabellón en las dunas (The pavilion on the links)
es ante todo la historia de una misantropía: una misantropía juvenil, hecha de presunción y de selvatiquez, misantropía que en un joven quiere decir sobre todo misoginia y que impulsa al protagonista a cabalgar solo por los brezales de Escocia, durmiendo bajo una tienda de campaña y alimentándose de
porridge
. Pero la soledad de un misántropo no abre muchas posibilidades narrativas: el relato nace del hecho de que los jóvenes misántropos o misóginos son dos, que se esconden ambos, uno espiando al otro, en un paisaje que evoca por sí mismo la soledad y la selvatiquez.

Podemos decir entonces que
El pabellón en las dunas
es la historia de la relación entre dos hombres que se asemejan, casi dos hermanos, vinculados por una común misantropía y misoginia, y de cómo su amistad se transforma, por razones que permanecen misteriosas, en enemistad y lucha. Pero en las tradiciones novelescas la rivalidad entre dos hombres presupone una mujer. Y una mujer que abra una brecha en el corazón de dos misóginos debe ser objeto de un amor exclusivo e incondicional, capaz de llevar a los dos a rivalizar en caballerosidad y altruismo. Será pues una mujer amenazada por un peligro, por enemigos frente a los cuales los dos ex amigos convertidos en rivales terminan siendo solidarios y aliados incluso en su rivalidad amorosa.

Diremos entonces que
El pabellón en las dunas
es un gran juego del escondite jugado por adultos: los dos amigos se esconden y se espían entre sí, y en su juego la baza es la mujer; y se esconden y se espían los dos amigos y la mujer por un lado y los misteriosos enemigos por el otro, en un juego en el que la baza es la vida de un cuarto personaje que no tiene otro papel que el de esconderse en un paisaje que parece hecho a propósito para esconderse y espiarse.

Así pues
El pabellón en las dunas
es una historia resultante de un paisaje. De las dunas desoladas de la costa escocesa no puede nacer sino una historia de gentes que se esconden y se espían. Pero para dar evidencia a un paisaje no hay mejor sistema que introducir en él un elemento extraño e incongruente. Y Stevenson, para amenazar a sus personajes, hace aparecer entre los brezales y las arenas movedizas de Escocia nada menos que la tenebrosa sociedad secreta italiana de los carbonarios, con sus negros sombreros en forma de terrón de azúcar.

Mediante aproximaciones y alternativas he tratado de individualizar no tanto el núcleo secreto de este relato —que, como suele suceder, tiene más de uno—, como el mecanismo que asegura su poder sobre el lector, su fascinación, que no desaparece a pesar de la aproximativa yuxtaposición de diversos relatos que Stevenson emprende y deja caer. De éstos el más fuerte es sin duda el primero, el relato psicológico de la relación entre dos amigos-enemigos, tal vez primer esbozo de la historia de los hermanos-enemigos en
El señor de Ballantrae
, y que empieza apenas a precisarse en una contraposición ideológica: Northmour, byroniano libre-pensador, y Cassilis, campeón de las virtudes victorianas. El segundo es el relato sentimental, y el más débil, con la carga de dos personajes convencionales: la muchacha modelo de todas las virtudes y el padre en quiebra fraudulenta permanente, de una avaricia sórdida.

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