¿Por qué leer los clásicos? (12 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Cardano escribió más de doscientas obras de medicina, matemática, física, filosofía, religión, música. (Sólo a las artes figurativas no se acercó nunca, como si la sombra de Leonardo, espíritu semejante al suyo en tantos aspectos, bastara para cubrir ese campo.) Escribió también un elogio de Nerón, un elogio de la podagra, un tratado de ortografía, un tratado sobre los juegos de azar
(De ludo aleae)
. Esta última obra tiene importancia además como primer texto de la teoría de la probabilidad: así se lo estudia en un libro norteamericano que, aparte de los capítulos técnicos, es muy entretenido y rico en noticias, y creo que es el último estudio sobre Cardano aparecido hasta hoy (Oystein Ore,
Cardano, the gambling scholar
, Princeton, 1953).

The gambling scholar
, «El docto jugador»: ¿era éste su secreto? Es cierto que su obra y su vida parecen una sucesión de partidas que se han de arriesgar una por una, para perder o para ganar. La ciencia renacentista no parece ser ya para Cardano una unidad armónica de macrocosmos y microcosmos, sino una constante interacción de «azar y necesidad» que se refleja en la infinita variedad de las cosas, en la irreductible singularidad de los individuos y de los fenómenos. Ha empezado el nuevo camino del saber humano, dirigido a desmontar el mundo pedazo a pedazo, más que a mantenerlo reunido.

«Esta benigna estructura, la Tierra», dice Hamlet, con su libro en la mano, «me parece un promontorio estéril, y el excelso dosel del aire, mirad, ese magnífico firmamento sobre nuestras cabezas, ese techo majestuoso tachonado de oro, es para mí sólo una impura acumulación de vapores pestilenciales...»

[1976]

El libro de la naturaleza en Galileo

La metáfora más famosa en la obra de Galileo —y que contiene en sí el núcleo de la nueva filosofía— es la del libro de la naturaleza escrito en lenguaje matemático.

«La filosofía está escrita en ese libro enorme que tenemos continuamente abierto delante de nuestros ojos (hablo del universo), pero que no puede entenderse si no aprendemos primero a comprender la lengua y a conocer los caracteres con que se ha escrito. Está escrito en lengua matemática, y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin los cuales es humanamente imposible entender una palabra; sin ellos se deambula en vano por un laberinto oscuro»
(Saggiatore [Ensayista] 6)
.

La imagen del libro del mundo tenía ya una larga historia antes de Galileo, desde los filósofos de la Edad Media hasta Nicolás de Cusa y Montaigne, y la utilizaban contemporáneos de Galileo como Francis Bacon y Tommaso Campanella. En los poemas de Campanella, publicados un año antes que el
Saggiatore
, hay un soneto que empieza con estas palabras: «El mundo es un libro donde la razón eterna escribe sus propios conceptos».

En la
Istoria e dimostrazioni intorno alle macchie solari [Historia y demostraciones acerca de las manchas solares]
(1613), es decir diez años antes del
Saggiatore
, Galileo oponía ya la lectura directa (libro del mundo) a la indirecta (libros de Aristóteles). Este pasaje es muy interesante porque en él Galileo describe la pintura de Archimboldo emitiendo juicios críticos que valen para la pintura en general (y que prueban sus relaciones con artistas florentinos como Ludovico Cigoli), y sobre todo reflexiones sobre la combinatoria que puede añadirse a las que se leerán más adelante.

«Los que todavía me contradicen son algunos defensores severos de todas las minucias peripatéticas, quienes, por lo que puedo entender, han sido educados y alimentados desde la primera infancia de sus estudios en la opinión de que filosofar no es ni puede ser sino una gran práctica de los textos de Aristóteles, de modo que puedan juntarse muchos rápidamente aquí y allá y ensamblarlos para probar cualquier problema que se plantee, y no quieren alzar los ojos de esas páginas, como si el gran libro del mundo no hubiera sido escrito por la naturaleza para que lo lean otras personas además de Aristóteles, cuyos ojos habrían visto por toda la posteridad. Los que se inclinan ante esas leyes tan estrictas me recuerdan ciertas constricciones a que se someten a veces por juego los pintores caprichosos cuando quieren representar un rostro humano, u otras figuras, ensamblando ya únicamente herramientas agrícolas, ya frutos, ya flores de una u otra estación, extravagancias que, propuestas como juego, son bellas y agradables y demuestran el gran talento del artista; pero que si alguien, tal vez por haber dedicado todos sus estudios a esta manera de pintar, quisiera sacar de ello una conclusión universal diciendo que cualquier otra manera de imitar es imperfecta y criticable, seguramente el señor Cigoli y los otros pintores ilustres se reirían de él.»

La aportación más nueva de Galileo a la metáfora del libro del mundo es la atención a su alfabeto especial, a los «caracteres con que se ha escrito». Se puede pues precisar que la verdadera relación metafórica se establece, más que entre mundo y libro, entre mundo y alfabeto. Según este pasaje del
Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo [Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo]
(jornada II), el alfabeto es el mundo:

«Tengo un librito, mucho más breve que los de Aristóteles y Ovidio, en el que están contenidas todas las ciencias y cualquiera puede, con poquísimo estudio, formarse de él una idea perfecta: es el alfabeto; y no hay duda de que quien sepa acoplar y ordenar esta y aquella vocal con esta o aquella consonante obtendrá las respuestas más verdaderas a todas sus dudas y extraerá enseñanzas de todas las ciencias y todas las artes, justamente de la misma manera en que el pintor, a partir de los diferentes colores primarios de su paleta y juntando un poco de éste con un poco de aquél y del otro, consigue representar hombres, plantas, edificios, pájaros, peces, en una palabra, imitar todos los objetos visibles sin que haya en su paleta ni ojos, ni plumas, ni escamas, ni hojas, ni guijarros: más aún, es necesario que ninguna de las cosas que han de imitarse, o parte de alguna de esas cosas, se encuentre efectivamente entre los colores, si se quiere representar con esos colores todas las cosas, que si las hubiera, plumas por ejemplo, no servirían sino para pintar pájaros o plumajes».

Cuando habla de alfabeto, Galileo entiende pues un sistema combinatorio que puede dar cuenta de toda la multiplicidad del universo. Incluso aquí lo vemos introducir la comparación con la pintura: la combinatoria de las letras del alfabeto es el equivalente de aquella de los colores en la paleta. Obsérvese que se trata de una combinatoria a un plano diferente de la de Archimboldo en sus cuadros, citada antes: una combinatoria de objetos ya dotados de significado (cuadro de Archimboldo,
collage
o combinación de plumas, centón de citas aristotélicas) no puede representar la totalidad de lo real; para lograrlo hay que recurrir a una combinatoria de elementos minimales, como los colores primarios o las letras del alfabeto.

En otro pasaje del
Dialogo
(al final de la jornada I), en que hace el elogio de las grandes invenciones del espíritu humano, el lugar más alto corresponde al alfabeto. Aquí se habla otra vez de combinatoria y también de velocidad de comunicación: otro tema, el de la velocidad, muy importante en Galileo.

«Pero entre todas esas invenciones asombrosas, ¿cuán eminente no habrá sido el espíritu del que imaginó el modo de comunicar sus más recónditos pensamientos a cualquier otra persona, aunque estuviera separada por un gran lapso de tiempo o por una larguísima distancia, de hablar con los que están en las Indias, con los que todavía no han nacido y no nacerán antes de mil años, o diez mil? ¡Y con qué facilidad! ¡Mediante la combinación de veinte caracteres sobre una página! Que la invención del alfabeto sea pues el sello de todas las admirables invenciones humanas...»

Si a la luz de este último texto releemos el pasaje del
Saggiatore
que he citado al comienzo, se entenderá mejor cómo para Galileo la matemática y sobre todo la geometría desempeñan una función de alfabeto. En una carta a Fortunio Liceti de enero de 1641 (un año antes de su muerte), se precisa con toda claridad este punto.

«Pero yo creo realmente que el libro de la filosofía es el que tenemos perpetuamente abierto delante de nuestros ojos; pero como está escrito con caracteres diferentes de los de nuestro alfabeto, no puede ser leído por todo el mundo, y los caracteres de ese libro son triángulos, cuadrados, círculos, esferas, conos, pirámides y otras figuras matemáticas, adecuadísimas para tal lectura.»

Se observará que en su enumeración de figuras, Galileo, a pesar de haber leído a Kepler, no habla de elipses. ¿Porque en su combinatoria debe partir de las formas más simples? ¿O porque su batalla contra el modelo tolemaico se libra todavía en el interior de una idea clásica de proporción y de perfección, en la que el círculo y la esfera siguen siendo las imágenes soberanas?

El problema del alfabeto del libro de la naturaleza está vinculado con el de la «nobleza» de las formas, como se ve en este pasaje de la dedicatoria del
Dialogo sopra i due massimi sistemi
al duque de Toscana:

«El que mira más alto, más altamente se diferencia del vulgo, y volverse hacia el gran libro de la naturaleza, que es el verdadero objeto de la filosofía, es el modo de alzar los ojos, en cuyo libro aunque todo lo que se lee, como hecho por el Artífice Omnipotente, es sumamente proporcionado, no por ello es menos acabado y digno allí donde más aparecen, a nuestro entender, el trabajo y la industria. Entre las cosas naturales aprehensibles, la constitución del universo puede, a mi juicio, figurar en primer lugar, porque si ella, como continente universal, supera toda cosa en grandeza, también, como regla y sostén de todo, debe superarla en nobleza. No obstante, si jamás llegó alguien a diferenciarse de los otros hombres por su intelecto, Tolomeo y Copérnico fueron los que tan altamente supieron leer, escrutar y filosofar sobre la constitución del mundo».

Una cuestión que Galileo se plantea varias veces para aplicar su ironía a la antigua manera de pensar es ésta: ¿acaso las formas geométricas regulares son más nobles, más perfectas que las formas naturales empíricas, accidentadas, etcétera? Esta cuestión se discute sobre todo a propósito de las irregularidades de la Luna: hay una carta de Galileo a Gallanzone Gallanzoni enteramente consagrada a este tema, pero bastará citar este pasaje del
Saggiatore
:

«En lo que me concierne, como nunca he leído las crónicas particulares y los títulos de nobleza de las figuras, no sé cuáles son más o menos nobles, más o menos perfectas que las otras; creo que todas son antiguas y nobles, a su manera, o mejor dicho, que no son ni nobles y perfectas, ni innobles e imperfectas, porque cuando se trata de construir, las cuadradas son más perfectas que las esféricas, pero para rodar o para los carros son más perfectas las redondas que las triangulares. Pero volviendo a Sarsi, dice que yo le he dado argumentos en abundancia para probar la asperidad de la superficie cóncava del cielo, porque he sostenido que la Luna y los demás planetas (también cuerpos celestes, más nobles y más perfectos que el cielo mismo) son de superficie montuosa, rugosa y desigual; pero si es así, ¿por qué no ha de encontrarse esa desigualdad en la figura del cielo? A esto el propio Sarsi puede responder lo que respondería a quien quisiese probar que el mar debería estar lleno de espinas y escamas porque así lo están las ballenas, los atunes y los otros peces que lo pueblan».

Como partidario de la geometría, Galileo debería defender la causa de la excelencia de las formas geométricas, pero como observador de la naturaleza, rechaza la idea de una perfección abstracta y opone la imagen de la Luna «montuosa, rugosa
(aspra
, áspera), desigual» a la pureza de los cielos de la cosmología aristotélico-tolemaica.

¿Por qué una esfera (o una pirámide) habría de ser más perfecta que una forma natural, por ejemplo la de un caballo o la de un saltamontes? Esta pregunta recorre todo el
Dialogo sopra i due massimi sistemi
. En este pasaje de la jornada II encontramos la comparación con el trabajo del artista, en este caso el escultor.

«Pero quisiera saber si al representar un sólido se tropieza con la misma dificultad que al representar cualquier otra figura, es decir, para explicarme mejor, si es más difícil querer reducir un trozo de mármol a la figura de una esfera perfecta, que a una pirámide perfecta o a un caballo perfecto o a un saltamontes perfecto.»

Una de las páginas más bellas y más importantes del
Dialogo
(jornada I) es el elogio de la Tierra como objeto de alteraciones, mutaciones, generaciones. Galileo evoca con espanto la imagen de una Tierra de jaspe, de una Tierra de cristal, de una Tierra incorruptible, incluso transformada por la Medusa.

«No puedo oír sin gran asombro y, diría, sin gran repugnancia de mi intelecto, que se atribuya a los cuerpos naturales que componen el universo, como título de gran nobleza y perfección, el ser impasibles, inmutables, inalterables, etc., y por el contrario que se estime una grave imperfección el hecho de ser alterables, engendrables, mudables, etc. Por mi parte, considero la Tierra muy noble y muy digna de ser admirada precisamente por las muchas y tan diversas alteraciones, mutaciones, generaciones, etc., que en ella constantemente se producen y si no estuviera sujeta a ningún cambio, si sólo fuera un vasto desierto o un bloque de jaspe, o si, después del diluvio, al retirarse las aguas que la cubrían sólo quedara de ella un inmenso globo de cristal donde no naciera ni se alterase o mudase cosa alguna, me parecería una masa pesada, inútil para el mundo, perezosa, en una palabra, superflua y como extraña a la naturaleza, y tan diferente de ella como lo sería un animal vivo de un animal muerto, y lo mismo digo de la Luna, de Júpiter y de todos los otros globos del mundo [...]. Los que exaltan tanto la incorruptibilidad, la inalterabilidad, etc., creo que se limitan a decir esas cosas cediendo a su gran deseo de vivir el mayor tiempo posible y al terror que les inspira la muerte, y no comprenden que si los hombres fuesen inmortales, no hubieran tenido ocasión de venir al mundo. Estos merecerían encontrarse con una cabeza de Medusa que los transmutase en estatuas de jaspe o de diamante para hacerlos más perfectos de lo que son.»

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