¿Por qué leer los clásicos? (11 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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El desnudo femenino que Ariosto prefiere no es abundante como el renacentista; podría corresponder al gusto actual por los cuerpos adolescentes, con una connotación de blancura-frialdad. Yo diría que el movimiento de la octava se acerca al desnudo como una lente a una miniatura y después se aleja, esfumándolo. Para seguir con ejemplos conocidísimos, en el desnudo-paisaje de Olimpia el paisaje termina por dominar al desnudo (XI, 68):

Vinceano di candor le nievi intatte,

et eran più ch’avorio a toccar molli:

le poppe ritondette parean latte

che fuor dei giunchi allora allora tolli.

Spazio fra lor tal discendea, qual fatte

esse veggiàn fra piccolini colli

l’ombrose valli, in sua stagione amene,

che ‘l verno abbia di nieve allora piene.

[«Vencían a la nieve no tocada, / más suaves que marfil blanco bruñido, / los bellos senos, como la cuajada / leche que brota del junco partido, / con un espacio en medio, una cañada, / como entre dos collados escondido: / umbroso valle en su sazón amena, / que en invierno de nieves está llena.»]

Estas difuminaciones no pueden hacernos olvidar que la precisión es uno de los máximos valores que persigue la versificación narrativa ariostesca. Para documentar la riqueza de detalles y la precisión técnica que puede contener una octava, basta escoger entre las escenas de duelos. Me atendré a esta estrofa del canto final (XLVI, 126):

Quel gli urta il destrier contra, ma Ruggiero

lo cansa accortamente, e si ritira,

e nel passare, al fren piglia il destriero

con la man manca, e intorno lo raggira;

e con la destra intanto al cavalliero

ferire il fianco o il ventre o il petto mira;

e di due punte fe’ sentirgli angoscia,

l’una nel fianco, e l’altra ne la coscia.

[«Mueve el caballo aquél contra Rugero, / Ruger lo espera, y diestro se retira; / del freno asió, al pasar, del moro fiero, / y con la mano izquierda en torno tira. / Con la diestra, entre tanto, el caballero / herir la ijada o vientre o pecho mira: / de dos puntas sentir hizo su espada, / una en la pierna y otra por la ijada.»]

Pero hay otro tipo de precisión que no debe descuidarse: la del razonamiento, la argumentación que se devana en la clausura de la forma métrica articulándose de la manera más circunstanciada y atenta a todas las implicaciones. El máximo de agilidad que calificaré de causídica en la argumentación se encuentra en la defensa que Reinaldo, como un hábil abogado, hace del delito amoroso imputado a Ginebra y del que no sabe todavía si es culpable o inocente (IV, 65):

Non vo’ già dir ch’ella non l’abbia fatto;

chel nol sappendo, il falso dir potrei:

dirò ben che non de’ per simil atto

punizïon cadere alcuna in lei;

e dirò che fu ingiusto o che fu matto

chi fece prima li statuti rei;

e come iniqui rivocar si denno,

e nuova legge far con miglior senno.

[«Allí no diré yo que ella lo ha hecho, / porque podría ser mala mi querella; / pero diré que es muy inicuo hecho / punir así por esto a una doncella. / Y diré que fue injusto y no derecho / tal estatuto y ley y justo aquella / se deba revocar y con buen peso / nuevas leyes hacer, con mejor seso.»]

Me queda por ejemplificar la octava truculenta, buscando aquella en la que se concentran más matanzas. La dificultad está en la abundancia: son a menudo las mismas fórmulas, los mismos versos que se repiten ordenados de maneras diversas. Después de un primer examen sumario diría yo que la palma por la dimensión de los daños en una sola octava se la llevan los
Cinco cantos
, IV, 7.

Due ne parti fra la cintura e I’anche:

restâr le gambe in sella e cadde il busto;

da la cima del capo un divise anche

fin su l’arcion, ch’andò in due pezzi giusto;

tre ferì su le spalle o destre o manche;

e tre volte uscì il colpo acre e robusto

sotto la poppa dal contrario lato:

dieci passò da l’uno a l’altro lato.

[«A dos partió entre cintura y flanco: / las piernas en la silla se quedaron, cayó el busto; / a uno desde la coronilla separó / hasta el arzón, justo en dos partes; / a tres hirió en el hombro, diestro o siniestro; / a otros tres traspasó, áspero y fuerte, / hasta la tetilla del opuesto lado: / a diez atravesó de uno a otro lado.»]

Observamos en seguida que la furia homic ida ha provocado un daño imprevisto: la repetición en una rima de la palabra
lato
[«lado»] con idéntico significado, evidentemente un descuido que el autor no corrigió a tiempo. Más aún, mirándolo bien, el último verso entero, en el catálogo de heridas que la estrofa enumera, resulta una repetición, porque ya había un ejemplo de traspasamiento por lanza. A menos que se sobrentienda esta distinción: si bien está claro que las tres víctimas precedentes son traspasadas en el sentido del espesor, las diez últimas podrían ser casos más raros de traspasamiento latitudinal, de flanco a flanco. El uso de
lato
me parece más apropiado en el último verso, en el sentido de «flanco». En cambio el penúltimo
lato
podría haber sido fácilmente sustituido por otra palabra terminada en
ato
, por ejemplo
costato
[«costado»]:
«sotto la poppa a mezzo del costato»
, corrección que Ariosto no hubiera dejado de hacer, creo, si hubiese seguido trabajando en los que resultaron ser los
Cinco cantos
.

Con esta modesta y amistosa aportación a su trabajo
in progress
, cierro mi homenaje al poeta.

[1975]

Gerolamo Cardano

¿Cuál es el libro que lee Hamlet cuando entra en escena, en el segundo acto? A la pregunta de Polonio, contesta: «palabras, palabras, palabras», y nuestra curiosidad sigue insatisfecha, pero si podemos buscar una huella de recientes lecturas en el monólogo del «ser o no ser», que abre la siguiente entrada en escena del príncipe de Dinamarca, tendría que tratarse de un libro en el que se discurre sobre la muerte como un dormir, visitado o no por sueños.

Ahora bien, en un pasaje de
De consolatione
de Gerolamo Cardano, libro traducido al inglés en 1573 en una edición dedicada al conde de Oxford, y por lo tanto conocido en los ambientes que Shakespeare frecuentaba, se trata el tema ampliamente. «Claro está, el más dulce es el más profundo», se nos dice entre otras cosas, «cuando estamos como muertos y no soñamos nada, mientras que es de mucha molestia el sueño ligero, inquieto, interrumpido por el duermevela, visitado por pesadillas y visiones, como suele ocurrirles a los enfermos.»

Para concluir que el libro leído por Hamlet sea sin duda el de Cardano, como hacen algunos estudiosos de las fuentes shakespearianas, tal vez sea demasiado poco. Y demasiado poco representativo de la
genialitas
de Cardano es ese breve tratado de filosofía moral para servir como plataforma de encuentro entre él y William Shakespeare. Pero en esa página se habla de sueños y no es un azar: en los sueños, especialmente los propios, Cardano insiste en varios lugares de su propia obra, y los describe y comenta e interpreta. No sólo porque en él la observación factual del científico y el razonamiento del matemático se abren paso en medio de una experiencia vivida dominada por las premoniciones, los signos del destino astral, las influencias mágicas, las intervenciones de los demonios, sino también porque su mente no excluye ningún fenómeno de la indagación objetiva, y menos que nada los que afloran desde la subjetividad más secreta.

Que algo de esta inquietud del hombre que hay en Cardano asome a través de la traducción inglesa de su híspido latín, es posible: nos parece entonces muy significativo el hecho de que la fama europea de que gozó Cardano como médico, reflejada en la fortuna de su obra que se extiende a todos los campos del saber, autorice a establecer un nexo Cardano-Shakespeare justamente en los márgenes de su ciencia, en el terreno baldío que posteriormente recorrerán a todo lo largo y ancho los exploradores de la psicología, de la introspección, de la angustia existencial, y donde Cardano se mete en una época en que todo esto aún no tenía un nombre, así como su investigación no respondía a un propósito claro, sino sólo a una continua, oscura necesidad interior.

Este es el aspecto en el que nos sentimos más cerca de Gerolamo Cardano, en ocasión del cuarto centenario de su muerte, sin disminuir en nada la importancia de sus descubrimientos, invenciones e intuiciones, que lo colocan en la historia de las ciencias entre los padres fundadores de varias disciplinas, ni la fama de mago, de hombre dotado de poderes misteriosos que siempre lo acompañó y que él mismo cultivó ampliamente, jactándose unas veces, mostrándose otras como asombrado de ello.

La autobiografía
(De propria vita)
que Cardano escribió en Roma poco antes de morir es el libro gracias al cual vive para nosotros como personaje y como escritor. Escritor frustrado, al menos para la literatura italiana, porque si hubiera intentado expresarse en lengua vulgar (y sin duda habría asomado un italiano áspero y accidentado del tipo del de Leonardo) en vez de empecinarse en escribir toda su obra en latín (ésta era según él la condición para alcanzar la inmortalidad), nuestro siglo XVI literario hubiera tenido no un clásico sino otro autor raro, tanto más excéntrico cuanto más representativo de su siglo. En cambio, perdido en el maremágnum de la latinidad renacentista, sigue siendo una lectura para eruditos: no porque su latín sea torpe, como pretendían sus detractores (más aún, cuanto más elíptico y aderezado de idiotismos, más gusto puede dar leerlo), sino porque uno lo relee como a través de un vidrio espeso.

Escribía no sólo como científico que debe comunicar sus investigaciones, no sólo como polígrafo que tiende a la enciclopedia universal, no sólo como grafómano que se enloquece llenando una página tras otra, sino también como escritor que persigue con las palabras algo que escapa a la palabra. He aquí un pasaje de memorias infantiles que podríamos incluir en una antología ideal de precursores de Proust: la descripción de visiones o
rêveries
con los ojos abiertos o fugas de imágenes o alucinaciones psicodélicas que —ntre los cuatro y los siete años— le acometían por las mañanas cuando remoloneaba en su cama. Cardano trata de dar cuenta con la máxima precisión del fenómeno inexplicable y al mismo tiempo del estado de ánimo de «espectáculo jocoso» con que lo vivía.

«Veía imágenes aéreas que parecían compuestas por minúsculas anillas como de una malla de hierro
[lorica]
, aunque jamás hubiera visto una, y que surgían del ángulo derecho a los pies de la cama, subían lentamente trazando un semicírculo y bajaban por el ángulo izquierdo, donde desaparecían: castillos, casas, animales, caballos con jinetes, hierbas, árboles, instrumentos musicales, teatros, hombres diversamente vestidos, sobre todo trompetistas, sin que se oyera ni un sonido ni una voz, y también soldados, multitudes, campos, formas jamás vistas, selvas y bosques, un cúmulo de cosas que se deslizaban sin confundirse pero como empujándose. Figuras diáfanas, pero no como formas vanas e inexistentes, sino transparentes y opacas al mismo tiempo, figuras a las que sólo les faltaba el color para considerarlas perfectas, y que sin embargo no estaban hechas sólo de aire. Me deleitaba tanto la vista de estos milagros que una vez mi tía me preguntó: “¿Qué miras?”, y yo callé, temiendo que, si hablaba, la causa de aquel espectáculo, fuere lo que fuese, pudiera tomarse a mal y me excluyera de la fiesta.»

Este pasaje figura en un capítulo de la autobiografía referente a los sueños y a las particularidades naturales fuera de lo común que le tocaron en suerte: el haber nacido con el pelo largo, el frío de noche en las piernas, los sudores calientes por la mañana, el sueño repetido de un gallo que parece estar a punto de decir algo terrible, ver frente a sí la luna que brilla cada vez que alza los ojos de la página escrita después de haber resuelto un problema difícil, el exhalar olor a azufre e incienso, el no ser nunca herido, ni herir ni ver herir a otras personas en medio de una pelea, de modo que habiéndose percatado de este don (que por lo demás fue varias veces desmentido), se lanza despreocupadamente a todos los tumultos y reyertas. Domina la autobiografía una constante preocupación por sí mismo, por la unicidad de su propia persona y de su destino, conforme a la observancia astrológica según la cual la multitud de particularidades discrepantes que componen el individuo tiene su origen y razón en la configuración del cielo en el momento del nacimiento.

Grácil y enfermizo, Cardano aplica a su propia salud una triple atención: de médico, de astrólogo, de hipocondríaco o, como diríamos ahora, de psicosomático. De modo que su ficha clínica es sumamente minuciosa, desde las enfermedades que lo mantienen largo tiempo entre la vida y la muerte, hasta los más ínfimos granos de la cara.

Esto es materia de uno de los primeros capítulos de
De propria vita
, que es una autobiografía por temas: por ejemplo los padres
(«mater fuit iracunda, memoria et ingenio pollens, parvae staturae, pinguis, pia»)
, el nacimiento y sus astros, el retrato físico (minucioso, despiadado y complacido en una especie de narcisismo al revés), la alimentación y los hábitos físicos, las virtudes y los vicios, las cosas que más le agradan, la pasión dominante del juego (dados, cartas, ajedrez), la manera de vestir, de caminar, la religión y las prácticas devotas, las casas donde vivió, la pobreza y las pérdidas del patrimonio, los peligros corridos y los accidentes, los libros escritos, los diagnósticos y las terapias más afortunadas de su carrera de médico y así sucesivamente.

El relato cronológico de su vida ocupa sólo un capítulo, bien poco para una vida tan movida. Pero muchos episodios se relatan más detenidamente en los diversos capítulos del libro, desde sus aventuras de jugador, en la juventud (cómo asestando mandobles consiguió huir de la casa de un patricio veneciano tahúr) y en la madurez (en aquellos tiempos se jugaba al ajedrez por dinero y él era un ajedrecista tan invencible que estuvo tentado de abandonar la medicina para ganarse la vida jugando), hasta el extraordinario viaje a través de Europa para llegar a Escocia, donde el arzobispo enfermo de asma esperaba sus cuidados (después de muchos intentos inútiles, Cardano consiguió obtener una mejoría prohibiendo al arzobispo la almohada y el colchón de plumas), hasta la tragedia del hijo decapitado por uxoricidio.

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