Authors: Álvaro Naira
—
¿Esa mierda?
—le fulminó con la mirada. Luego sonrió con crueldad—. Ah, ahora es “esa mierda”.
Entonces
tenía otros nombres más amables... y más respetuosos. Déjame recordar... ¿No eras tú el que hacía “ladromancia”? ¿Cómo iba la cosa? ¿Ibas preguntando tus dudas existenciales y tu dios te contestaba con un ladrido para el sí, dos para el no? Refréscame la memoria que ya no me acuerdo. ¿Valía también con caniches?
—Joder, Álex —Fran se había sonrojado levemente—. Era un niñato. Y no, no valía con caniches. Era con... —carraspeó— con pastores alemanes, nada más. Y que me miraran a los ojos. ¡Hostia! ¿Qué más dará? Ya he crecido. Y tú deberías crecer también.
—Crecer. ¿Qué coño me estás diciendo? ¿Que son cosas de niños? Oye, si te metes en una iglesia la media ronda los ochenta años.
—Joder, pero eso es el cristianismo. Todo el mundo es cristiano. Lo nuestro era... distinto. Otra cosa. Como un juego.
—Hostia puta —saltó del banco y le dio una patada a una lata—. ¿Un juego? ¿Así que has crecido? Y dejas a tu dios como dejaste los juguetes. ¿Se te ha quedado pequeño? Tal vez tengas que buscarte un dios más grande, más de tu tamaño. Si quieres llamamos a las evangelistas; no pueden andar muy lejos. ¡EH! —empezó a vociferar—. ¿Hay por aquí algún cristiano, un musulmán, un judío? ¡Mi amigo necesita un dios todopoderoso, un dios que se pueda tomar en serio! ¡Un dios que camine a dos patas y lo contemple todo desde su fenomenal altura! ¡Un dios
jodidamente humano
!
—¡Álex! ¡Cálmate, coño!
—¡No me sale de las pelotas calmarme! ¿Ahora te doy vergüenza, eh? ¿Es eso lo que pasa? ¿Y también te da vergüenza
aquello
?
—Álex. Joder. No. A ver. No es que... No es que me dé vergüenza. Es que ya... no me lo creo.
—¡Cojonudo! ¡La hostia! No te lo crees —se mesó el pelo con furia—. Deja, no me cuentes más. ¿Te sabes el chiste del ateo, que cuando se fue a morir pidió que viniera un cura, por si acaso? —le contempló con desprecio—. Lo mismo te pasará a ti. Éste no es un juego que se pueda dejar, Fran. No, hasta que te mueras. Hasta que se vea quién ganó. Aunque en tu caso —alzó el labio— está bastante claro.
—Ya vale. Joder. Sigues igual que cuando teníamos dieciocho años. No se puede hablar contigo de esto. No, no me lo creo, Álex. Ya no me lo creo. Lo siento.
Se quedaron callados, uno observando los columpios desiertos y el otro cómo el viento sacudía los árboles de la chopera. De pronto, Álex achicó los ojos. Volvió a sentarse en el respaldo del banco al lado de Fran. Estiró las piernas y le miró con suspicacia.
—¿Sabes qué? Que no me trago que no te lo creas.
—Pues así es. Lo siento.
—Fran. A mí no me puedes engañar. Sé lo que eres y sabes lo que soy.
Y no te creo
.
—Bueno... —dudó—. Joder, ¿por qué hablamos de esto? —se enfrentó a su interlocutor pero se encontró con una expresión tan lisa y firme como la de una puerta cerrada—. Vale. Sí. Paula y yo estuvimos allí. Lo hemos vivido. No puedo decirte que no me lo crea... Pero ya no creo igual. Ya no es lo mismo. Es como... como una metáfora. Una metáfora poderosa. Nos sirve para seguir adelante. Cuando las cosas se tuercen, yo pienso: “Ánimo, Fran. Tú eres el Perro. Compórtate como tal. Llevas dentro un animal grande, noble, fiel, resistente, bueno, que da la vida por los que quiere sin pensarlo”.
Álex resopló.
—Es curioso que ni una sola persona que conozca se ha sentido nunca a disgusto con su dios, por mezquino que fuera —rezongó—. Nadie ha dicho: “¡Eh!, ¿por qué yo?, ¿por qué tengo que ser yo una rata?”. Nadie se ha quejado. Nunca. Eso es por algo —sacó el último cigarro y aplastó el paquete vacío. Brincó del banco—. Sí, Fran. Tú eres un perro. Compórtate como tal. Yo no. Yo soy un lobo. Soy una criatura del bosque y de la estepa. Prospero en los hielos. En la ciudad me vuelvo torpe y cómodo y me acerco a los vertederos.
No somos tan distintos
, pensaba, y el solo pensamiento le estaba dando náuseas.
El otro dejó de contemplar las colillas del suelo. Se levantó también.
—¿Te vas? —preguntó.
—Me voy.
Fran se despidió dándole un abrazo de los que rompen costillas. Le cogió totalmente por sorpresa y fue como si todo el edificio cuidadosamente montado se le viniera abajo. Sin poder evitarlo, de pronto, sintió unas inmensas ganas de llorar.
Fuimos hermanos. Nos separan quince mil años de domesticación.
Ya no te conozco.
Mantuvo el tipo y se apartó.
—Y piensa lo del curro, ¿eh? —le decía Fran—. Llámame. No quiero volverte a ver echando propaganda.
Asintió. Dio un paso atrás. Le miró de arriba abajo. Sonrió con cansancio.
—¿Sabes, Fran? Te veo de puta madre. En serio. Excepto por el cuello.
—¿El cuello? —respondió—. ¿De qué coño hablas?
—“Hermano Perro” —empezó a recitar, alejándose otro paso—, “¿cómo siendo yo más fuerte, más rápido y más astuto, estoy en los huesos, mientras que a ti se te ve tan lucio, rollizo y hermoso?”. “Hermano Lobo”, le respondió el perro, “el hombre todos los días me llena el plato y como hasta que me harto”. “Preséntame al hombre entonces”, le pidió el lobo al perro muy contento. “Pero antes, dime, ¿por qué tienes el pescuezo tan pelado?”, y el perro respondió: “Es la señal del collar de hierro que me pone el hombre para que no me escape” —detuvo el relato—. ¿No te suena? ¿No has leído a Esopo? ¿A Samaniego al menos?
Fran subió los hombros con desgana.
—Me suena, pero no lo recuerdo. ¿A qué viene?
Álex no contestó. Le dio la espalda y echó a caminar. Al cabo de unos pasos cambió de idea. Se volvió hacia él arremolinando el largo abrigo de cuero. Le hizo un gesto de despedida y le dijo con la voz digna, formidable, aunque un poco quebrada:
—Quédate tú con tu pan que yo me quedo con mi libertad.
Giró a mano izquierda y se perdió entre el barro y el césped descuidado hasta que llegó a las canchas de la zona deportiva. El agua caía en cascada de una montañita de rocas grises bajo un saúco. Atravesó el Retiro tan rápido como pudo, por una carretera de arena con un desfile de farolas. Tenía de nuevo ganas de vomitar. Ya estaba en el jardín versallesco y cursilón que daba al Casón del Buen Retiro; las flores y los setos hacían volutas y el paisaje artificial tenía todo el aspecto de una maqueta de belén navideño. Se tuvo que parar antes de salir del parterre. Se sentó en el reborde del estanque junto a los arbustos podados en forma de conos y de hongos caprichosos.
Por favor no me abandones por favor no permitas que caiga por favor...
Hundió la cabeza entre las manos. Cuando la levantó, tenía humedad en las palmas. Soltó una maldición y se frotó la cara furiosamente. Respiraba tan fuerte que tardó en darse cuenta de que había otros jadeos demasiado cerca, ocultos por el ruido del surtidor de la fuente. Prestó atención. Junto al centenario ciprés calvo se oían los murmullos y suspiros broncos de una pareja. Resopló y estiró el cuerpo tenso sobre el granito. Relajó los músculos. Sonrió mientras escuchaba las guarradas que se decían a su espalda; encontró la situación sumamente ridícula y le entró una risa incontrolable. Se levantó. Como un perro mojado, sacudió la cabeza para librarse de los malos pensamientos.
Salió del parque y caminó hasta Cibeles. Cogió Gran Vía. Entró en una tienda veinticuatro horas de un callejón y compró pilas y tabaco. Se puso los cascos. Con industrial alemán a toda potencia en los oídos, pudo dejar la mente en blanco. Se metió por Fuencarral. Dobló la esquina del cajero. Subió tres pisos a tientas. Dio la luz de la planta. Sacó las llaves.
—¡Joder! ¡Me habéis dado un susto de muerte!
Las dos amigas de Verónica estaban apretujadas en los escalones de subida a la azotea, al lado de la puerta.
—¿Pero sois gilipollas o qué os pasa? ¿Me queréis explicar qué coño estáis haciendo aquí?
—Verás...
—Es que —empezó Mon— ha venido su madre sin avisar y ya no nos podíamos quedar, y yo había dicho que no iba a dormir a casa, y a casa de Vero no podemos ir de ninguna manera porque están los padres, así que pensamos que podríamos venir a la tuya; a Vero no le pareció mal y nos dio la dirección... ¿Te importa que nos quedemos? Llevamos esperándote desde las once. Sólo será hasta las siete... Mañana tenemos clase. No habíamos dado la luz porque estábamos hartas de levantarnos a apretar el interruptor... No queríamos asustarte. No te incordiaremos nada. Ni sabrás que estamos aquí.
Él la miraba como si fuera una retrasada mental. Meneó la cabeza con incredulidad. Se pasó los dedos por el pelo. Levantó las manos en un gesto a mitad de camino entre la impotencia y el deseo de estrangular a alguien.
—¡A mí no me metáis en vuestras historias! —gritó fuera de sus casillas. Les dio la espalda, abrió la cerradura, entró y les cerró la puerta en las narices. Apoyado en la madera, echó la cabeza hacia atrás y golpeó la nuca contra ella.
—Bueno —decía Mon con resignación—. Pues me parece a mí que la primera opción de comprar bebida y tirarnos en un parque era mejor. ¿Nos vamos, Rebeca?
—Hace un frío del copón, Mónica. Además, no nos vamos a mover de aquí. Va a abrir ahora mismo.
—¿Llamo?
—No seas estúpida.
La puerta se abrió.
—Pasad, cojones.
Las chicas recogieron sus mochilas. Mónica se paró en seco a la entrada de lo que hacía las veces de cocina y salón, que consistía en cuatro hornillos, una nevera y lavadora viejas, un fregadero con marcas de cal encajado contra la pared y una auténtica escombrera de teclados en la esquina: uno estaba sobre la tabla de planchar, dos sintetizadores se apilaban en vertical, había una mesa de mezclas, un micrófono, un piano eléctrico con el estuche destrozado y una caja de ritmos hecha un asco. Por el suelo se desperdigaban revistas de música e informática, ropa, libros y tebeos tirados, juegos de ordenador, CDs y cajas de mudanza por todas partes. No tenía sillón, tele ni más muebles que dos módulos del Ikea, y el teléfono estaba sobre la tarima, enchufado a la red por una regleta entre un revoltijo de cables que no conducían a ningún sitio.
—Joder. Menuda pocilga.
Él se acercó con toda su mala hostia y le puso las manos a los lados de la cabeza, encerrándola contra la pared, pero sin llegar a tocarla.
—Si a la princesa no le satisface mi cubil, la princesa puede no honrarnos con su presencia y quedarse en las escaleras.
Mon enrojeció y tartamudeó.
—No, no. Si está guay. ¡Ya me gustaría a mí! Oye, y... ¿haces música o algo?
Él resopló.
—Tengo que currar. Haced lo que os salga de los cojones. A las siete, puerta. Y no quiero ni oíros.
Se encerró en el cuarto, dejándolas ahí. Encendió el ordenador y enganchó los auriculares. Antes de darle a la reproducción, oyó forcejear.
—A ver —abrió la puerta—. ¿Ahora qué coño estáis haciendo? ¿Es que tengo que llamar a un puto canguro?
Las dos chicas tiraban juntas para abrir la ventana. Era antigua, de las alargadas que ocupan toda la pared del suelo al techo, y tenía los goznes tan oxidados que no se podían girar.
—Queríamos ventilar un poco —explicó Mónica muy nerviosa—. ¿Te importa?
—Joder. Sois más molestas que un grano en el culo. La ventana está rota. No hay quien la abra. Si os da igual que os vean los vecinos, dejad la puerta de la calle abierta.
—Si estoy a punto de conseguirlo ya... —decía Mon al tiempo que sacudía el tirador.
Álex suspiró.
—Anda, quítate de ahí.
Las dos chicas se apartaron y él luchó un poco contra el postigo. Le dio un par de empujones con el hombro. Como no logró moverlo ni un centímetro, se apartó, dio un paso hacia atrás de carrerilla y le metió una patada con todas sus ganas al manillar, con las botazas remachadas de metal. Se desencajó de golpe.
—¿Satisfechas? Y ahora dejadme currar.
—Oye...
—¿Sí?
—Verás —empezó Mon de forma dubitativa mientras su compañera le hacía gestos para que se callara—. En casa de Rebeca dejamos algo a la mitad y nos gustaría...
Él se apoyó contra la pared. Dobló una rodilla y puso el pie en el tabique. Cruzó los brazos. Mostró los dientes.
—Adelante, por mí no os cortéis. Tengo una moral jodidamente laxa, y me pone a cien ver a dos tías metiéndose mano.
—Te encantaría —susurró Rebeca.
Él se giró como una cobra ante la voz irónica, suave y fría.
—Vaya. Si no eres muda; empezaba a dudarlo. Claro que me encantaría, como te llames; no seas mojigata. ¿Y a ti? —subió las cejas de forma significativa—. Tiene pinta de gustarte mucho el pescado, gatita. ¿Voy a buscar un par de consoladores o lleváis en la mochila?
—Joder, ya vale —murmuró Mónica, que estaba roja como un tomate—. No es nada de eso, ¿de acuerdo? Es una ouija.
Una ouija
.
—¿Qué?
—Estábamos haciendo una ouija, ¿vale?
Le estaba entrando una risa estúpida imparable.
—¡Una ouija! Joder... Joder... La verdad es que prefería la opción de la orgía.
—Sí, una ouija —repitió Mon—. Nada más. Además tiene bastante que ver contigo, la verdad. ¿Te importa que sigamos aquí?
Se le cortó la risa de golpe.
—Eh. Para el carro. ¿Cómo que tiene que ver conmigo?
—¿Te molesta que fumemos? —le interrumpió la otra de pronto, llevándose la mano de forma indicativa al saquito del cuello.
Él no pudo evitar fijarse de nuevo en el dibujo del cuero.
—Tú —la interpeló—, ¿tienes nombre?
—Rebeca —respondió sin bajar la cabeza, enfrentando sus ojos. No muchos lo hacían; él tenía por costumbre fijar la vista con una intensidad violentísima directamente en el centro de las pupilas cuando quería cohibir a alguien. Álex le hundió la mirada como si quisiera atravesarle los globos oculares con clavos, pero la chica soportó el escrutinio sin cambiar la expresión. Según pasaban los segundos, Rebeca iba abriendo paulatinamente los párpados, como si se le rajaran y dilataran en el cráneo, y bajaba lentamente la cabeza mientras agarrotaba los hombros huesudos. Pero no apartó la vista.
—Rebeca —repitió él, disminuyendo un poco la penetración con que la analizaba—. Eres mayor que esta otra mocosa, ¿verdad?
—Tengo diecinueve.
—Bien, Rebeca. No soy vuestro padre. No me molesta que fuméis. Por mí, como si os hacéis unas rayas u os picáis. Mientras vomitéis dentro de la taza me la suda —les abrió una de las alacenas—. Tengo cerveza, baileys, whisky, ginebra y ron, creo. Si queréis coged. La Mata Hari ni tocarla o rodarán cabezas.