Ya el sol, Platero, empieza a sentir pereza de salir de sus sábanas, y los labradores madrugan más que él. Es verdad que está desnudo y que hace fresco.
¡Cómo sopla el Norte! Mira, por el suelo, las ramitas caídas; es el viento tan agudo, tan derecho, que están todas paralelas, apuntadas al Sur.
El arado va, como una tosca arma de guerra, a la labor alegre de la paz, Platero; y en la ancha senda húmeda, los árboles amarillos, seguros de verdecer, alumbran, a un lado y otro, vivamente, como suaves hogueras de oro claro, nuestro rápido caminar.
La entrada del otoño es para mí, Platero, un perro atado, ladrando limpia y largamente, en la soledad de un corral, de un patio o de un jardín, que comienzan con la tarde a ponerse fríos y tristes… Dondequiera que estoy, Platero, oigo siempre, en estos días que van siendo cada vez más amarillos, ese perro atado, que ladra al sol de ocaso…
Su ladrido me trae, como nada, la elegía. Son los instantes en que la vida anda toda en el oro que se va, como el corazón de un avaro en la última onza de su tesoro que se arruina. Y el oro existe apenas, recogido en el alma avaramente y puesto por ella en todas partes, como los niños cogen el sol con un pedacito de espejo y lo llevan a las paredes en sombra, uniendo en una sola las imágenes de la mariposa y de la hoja seca…
Los gorriones, los mirlos, van subiendo de rama en rama en el naranjo o en la acacia, más altos cada vez con el sol. El sol se torna rosa, malva… La belleza hace eterno el momento fugaz y sin latido, como muerto para siempre aún vivo. Y el perro le ladra, agudo y ardiente, sintiéndola tal vez morir, a la belleza…
Nos la encontramos mi hermano y yo volviendo, un mediodía, del colegio por la callejilla. Era en agosto— ¡aquel cielo azul Prusia, negro casi, Platero!—, y para que no pasáramos tanto calor, nos traían por allí, que era más cerca… Entre la hierba de la pared del granero, casi como tierra, un poco protegida por la sombra del Canario, el viejo familiar amarillo que en aquel rincón se pudría, estaba, indefensa. La cogimos, asustados, con la ayuda de la mandadera y entramos en casa anhelantes, gritando: «¡Una tortuga, una tortuga!». Luego la regamos, porque estaba muy sucia, y salieron, como de una calcomanía, unos dibujos en oro y negro…
Don Joaquín de la Oliva, el Pájaro Verde y otros que oyeron a éstos, nos dijeron que era una tortuga griega. Luego, cuando en los Jesuítas estudié yo Historia Natural, la encontré pintada en el libro, igual a ella en un todo, con ese nombre; y la vi embalsamada en la vitrina grande, con un cartelito que rezaba ese nombre también. Así, no cabe duda, Platero, de que es una tortuga griega.
Ahí está, desde entonces. De niños hicimos con ella algunas perrerías: la columpiábamos en el trapecio, le echábamos a Lord, la teníamos días enteros boca arriba… Una vez, el Sordito le dio un tiro para que viéramos lo dura que era. Rebotaron los plomos, y uno fue a matar un pobre palomo blanco que estaba bebiendo bajo el peral.
Pasan meses y meses sin que se la vea. Un día, de pronto, aparece en el carbón, fija, como muerta. A veces, un nido de huevos hueros, son señal de su estancia en algún sitio; come con las gallinas, con los palomos, con los gorriones, y lo que más le gusta es el tomate. A veces, en primavera, se enseñorea del corral, y parece que ha echado de su seca vejez eterna y sola una rama nueva; que se ha dado a luz a sí misma para otro siglo…
Han pasado las vacaciones y, con las primeras hojas amarillas, los niños han vuelto al colegio. Soledad. El sol de la casa, también con hojas caídas, parece vacío, En la ilusión suenan gritos lejanos y remotas risas…
Sobre los rosales, aún con flor, cae la tarde, lentamente. Las lumbres del ocaso prenden las últimas rosas, y el jardín, alzando como una llama de fragancia hacia el incendio del Poniente, huele todo a rosas quemadas. Silencio.
Platero, aburrido como yo, no sabe qué hacer. Poco a poco se viene a mí, duda un punto, y, al fin, confiado, pisando seco y duro en los ladrillos, se entra conmigo por la casa…
El arroyo traía tanta agua, que los lirios amarillos, firme gala de oro de sus márgenes en el estío, se ahogaban en aislada dispersión, donando a la corriente fugitiva, pétalo a pétalo, su belleza…
¿Por dónde iba a pasarlo Antoñilla con aquel traje dominguero? Las piedras que pusimos se hundieron en el fango. La muchacha siguió, orilla arriba, hasta el vallado de los chopos, a ver si por allí podía… No podía… Entonces yo le ofrecí a Platero, galante.
Al hablarle yo, Antoñilla se encendió toda, que mando su arrebol las pecas que picaban de ingenuidad el contorno de su mirada gris. Luego se echó a reír, súbitamente, contra un árbol… Al fin se decidió. Tiró a la hierba el pañuelo rosa de estambre, corrió un punto y, ágil como una galga, se escarranchó sobre Platero, dejando colgadas a un lado y otro sus duras piernas, que redondeaban, en no sospechada madurez, los círculos rojos y blancos de las medias bastas.
Platero lo pensó un momento, y, dando un salto seguro, se clavó en la otra orilla. Luego, como Antoñilla, entre cuyo rubor y yo estaba ya el arroyo, le taconeara en la barriga, salió trotando por el llano, entre el reír de oro y plata de la muchacha morena sacudida.
… Olía a lirio, a agua, a amor. Cual una corona de rosas con espinas, el verso que Shakespeare hizo decir a Cleopatra, me ceñía, redondo, el pensamiento:
¡O happy horse, to bear the weight of Antony!
—¡Platero! —le grité, al fin, iracundo, violento y desentonado…
Después de las largas lluvias de octubre, en el oro celeste del día abierto, nos fuimos todos a las viñas. Platero llevaba la merienda y los sombreros de las niñas en un cobujón del seroncillo, y en el otro, de contrapeso, tierna, blanca y rosa, como una flor de albérchigo, a Blanca.
¡Qué encanto el del campo renovado! Iban los arroyos rebosantes, estaban blandamente aradas las tierras, y en los chopos marginales, festoneados todavía de amarillo, se veían ya los pájaros, negros.
De pronto, las niñas, una tras otra, corrieron, gritando:
—¡Un raciiimo! ¡Un raciiimo!
En una cepa vieja, cuyos largos sarmientos enredados mostraban aún algunas renegridas y carmíneas hojas secas, encendía el picante sol un claro y sano racimo de ámbar, brilloso como la mujer en su otoño. ¡Todas lo querían! Victoria, que lo cogió, lo defendía a su espalda. Entonces yo se lo pedí, y ella, con esa dulce obediencia voluntaria que presta al hombre la niña que va para mujer, me lo cedió de buen grado.
Tenía el racimo cinco grandes uvas. Le di una a Victoria, una a Blanca, una a Lola, una a Pepa —¡los niños!—, y la última, entre risas y palmas unánimes, a Platero, que la cogió, brusco, con sus dientes enormes.
Tú no lo conociste. Se lo llevaron antes que tú vi nieras. De él aprendí la nobleza. Como ves, la tabla con su nombre sigue sobre el pesebre que fué suyo, en el que están su silla, su bocado y su cabestro.
¡Qué ilusión cuando entró en el corral por vez primera, Platero! Era marismeño y con él venía a mí un cúmulo de fuerza, de vivacidad, de alegría. ¡Qué bonito era! Todas las mañanas, muy temprano, me iba con él ribera abajo y galopaba por las marismas levantando las bandadas de grajos que me rodeaban por los molinos cerrados. Luego subía por la carretera y entraba, en duro y cerrado trote corto, por la calle Nueva.
Una tarde de invierno vino a mi casa monsieur Dupont, el de las bodegas de San Juan, su fusta en la mano. Dejó sobre el velador de la salita unos billetes y se fue con Lauro hacia el corral. Después, ya anochecido, como en un sueño, vi pasar por la ventana a monsieur Dupont con Almirante, enganchado en su charret, calle Nueva arriba, entre la lluvia.
No sé cuántos días tuve el corazón encogido. Hubo que llamar al médico y me dieron bromuro y éter y no sé qué más, hasta que el tiempo, que todo lo borra, me lo quitó del pensamiento, como me quitó a Lord y a la niña también, Platero.
Sí, Platero. ¡Qué buenos amigos hubierais sido Almirante y tú!
Platero, en los húmedos y blandos surcos paralelos de la oscura haza recién arada, por los que corre ya otra vez un ligero brote de verdor de las semillas removidas, el sol, cuya carrera es ya tan corta, siembra, al ponerse, largos regueros de oro sensitivo. Los pájaros frioleros se van, en grandes y altos bandos, al Moro. La más leve ráfaga de viento desnuda ramas enteras de sus últimas bojas amarillas.
La estación convida a miramos el alma, Platero. Ahora tendremos otro amigo: el libro nuevo, escogido y noble. Y el campo todo se nos mostrará abierto, ante el libro abierto, propicio en su desnudez al infinito y sostenido pensamiento solitario.
Mira, Platero, este árbol que, verde y susurrante, cobijó, no hace un mes aún, nuestra siesta. Solo, pequeño y seco, se recorta, con un pájaro negro entre las hojas que le quedan, sobre la triste vehemencia amarilla del rápido Poniente.
Desde la calle de la Aceña, Platero, Moguer es otro pueblo. Allí empieza el barrio de los ma rineros. La gente habla de otro modo, con términos marinos, con imágenes libres y vistosas. Visten mejor los hombres, tienen cadenas pesadas y fuman buenos cigarros y pipas largas. ¡Qué diferencia entre un hombre sobrio, seco y sencillo de la Carretería, por ejemplo, Raposo, y un hombre alegre, moreno y rubio, Picón, tú lo conoces, de la calle de la Ribera!
Granadilla, la hija del sacristán de San Francisco, es de la calle del Coral. Cuando vienen algún día a casa, deja la cocina vibrando de su viva charla gráfica. Las criadas, que son una de la Friseta, otra del Monturrio, otra de los Hornos, la oyen embobadas. Cuenta de Cádiz, de Tarifa y de la Isla; habla de tabaco de contrabando, de telas de Inglaterra, de medias de seda, de plata, de oro… Luego sale taconeando y contoneándose, ceñida su figulina ligera y rizada en el fino pañuelo negro de espuma…
Las criadas se quedan comentando sus palabras de colores. Veo a Montemayor mirando una escama de pescado contra el sol, tapado el ojo izquierdo con la mano… Cuando le pregunto qué hace, me responde que es la Virgen del Carmen, que se ve, bajo el arco iris, con su manto abierto y bordado, en la escama; la Virgen del Carmen, la Patrona de los marineros; que es verdad, que se lo ha dicho Granadilla…
¡Eese!… !Eese!… ¡Eese!… ¡… maj tonto que Pinitooo!…
Casi se me había olvidado quién era Pinito. Ahora, Platero, en este sol suave del otoño, que hace de los vallados de arena roja un incendio más colorado que caliente, la voz de ese chiquillo me hace, de pronto, ver venir a nosotros, subiendo la cuesta con una carga de sarmientos renegridos, al pobre Pinito.
Aparece en mi memoria y se borra otra vez. Apenas puedo recordarlo. Lo veo, un punto, seco, moreno, ágil, con un resto de belleza en su sucia fealdad; mas, al querer fijar mejor su imagen, se me escapa todo, como un sueño con la mañana, y ya no sé tampoco si lo que pensaba era de él… Quizá iba corriendo casi en cueros por la calle Nueva, en una mañana de agua, apedreado por los chiquillos; o, en un crepúsculo invernal, tornaba, cabizbajo y dando tumbos, por las tapias del cementerio viejo, al Molino de viento, a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los montones de basura y con los mendigos forasteros.
—… maj tonto que Pinitooo!… ¡Eese!…
¡Qué daría yo, Platero, por haber hablado una vez sola con Pinito! El pobre murió, según dice la Macaria, de una borrachera, en casa de las Colillas, en la gavia del Castillo, hace ya mucho tiempo, cuando era yo niño aún, como tú ahora, Platero. Pero ¿sería tonto? ¿Cómo, cómo sería?
Platero, muerto él sin saber yo cómo era, ya sabes que, según ese chiquillo, hijo de una madre que lo conoció sin duda, yo soy más tonto que Pinito.
Mira, Platero, cómo han puesto el río entre las minas, el mal corazón y el padrastreo. Apenas si su agua roja recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete. ¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantines, faluchos —
El Lobo
,
La joven Eloísa
, el
San Cayetano
, que era de mi padre y que mandaba el pobre Quintero;
La Estrella
, de mi tío, que, mandaba Picón—, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre de sus mástiles— ¡sus palos mayores, asombro de los niños!—; o iban a Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino… Entre ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de carmín… Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones, anguilas, lenguados, cangrejos… El cobre de Riotinto lo ha envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos comen los pobres la pesca miserable de hoy… Pero el falucho, el bergantín, el laúd, todos se perdieron.
¡Qué miseria! ¡Ya el Cristo no ve el aguaje alto en las mareas! Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado su quemada mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños de los carabineros.
¡Qué hermosa esta granada, Platero! Me la ha mandado Aguedilla, escogida de lo mejor de su arroyo de las Monjas. Ninguna fruta me hace pensar, como ésta, en la frescura del agua que la nutre. Estalla de salud fresca y fuerte. ¿Vamos a comérnosla?
¡Platero, qué grato gusto amargo y seco el de la piel, dura y agarrada como una raíz a la tierra! Ahora, el primer dulzor, aurora hecha breve rubí, de los granos que se vienen pegados a la piel. Ahora, Platero, el núcleo apretado, sano, completo, con sus velos finos, el exquisito tesoro de amatistas comestibles, jugosas y fuertes, como el corazón de no sé qué reina joven. ¡Qué llena está, Platero! Ten, come. ¡Qué rica! ¡Con qué fruición se pierden los dientes en la abundante sazón alegre y roja! Espera, que no puedo hablar. Da al gusto una sensación como la del ojo perdido en el laberinto de colores inquietos de un calidoscopio. ¡Se acabó!