Darbón, el médico de Platero, es grande como el buey pío, rojo como una sandía. Pesa once arrobas. Cuenta, según él, tres duros de edad.
Cuando habla le faltan notas, cual a los pianos viejos; otras veces, en lugar de palabra, le sale un escape de aire. Y estas pifias llevan un acompañamiento de inclinaciones de cabeza, de manotadas ponderativas, de vacilaciones chochas, de quejumbres de garganta y salivas en el pañuelo, que no hay más que pedir. Un amable concierto para antes de la cena.
No le queda muela ni diente, y casi sólo come migajón de pan, que ablanda primero en la mano. Hace una bola y ¡a la boca roja! Allí la tiene, revolviéndola, una hora. Luego, otra bola, y otra Masca con las encías, y la barba le llega, entonces, a la aguileña nariz.
Digo que es grande como el buey pío. En la puerta del banco, tapa la casa. Pero se enternece, igual que un niño, con Platero. Y si ve una flor o un pajarillo, se ríe de pronto, abriendo toda su boca, con una gran risa sostenida, cuya velocidad y duración él no puede regular, y que acaba siempre en llanto. Luego, ya sereno, mira largamente del lado del cementerio viejo:
—Mi niña, mi pobrecita niña…
En la sequedad estéril y abrasada de sol del gran corralón polvoriento, que, por despacio que se pise, lo llena a uno hasta los ojos de su blanco polvo cernido, el niño está con la fuente, en grupo franco y risueño, cada uno con su alma. Aunque no hay un solo árbol, el corazón se llena, llegando, de un nombre, que los ojos repiten escritos en el cielo azul Prusia con grandes letras de luz: Oasis.
Ya la mañana tiene calor de siesta y la chicharra sierra su olivo, en el corral de San Francisco. El sol le da al niño en la cabeza; pero él, absorto en el agua, no lo siente. Echado en el suelo, tiene la mano bajo el chorro vivo, y el agua le pone en la palma un tembloroso palacio de frescura y de gracia que sus ojos negros contemplan arrobados. Habla solo, sorbe su nariz, se rasca aquí y allá entre sus harapos con la otra mano. El palacio, igual siempre y renovado a cada instante, vacila a veces. Y el niño se recoge entonces, se aprieta, se sume en sí, para que ni ese latido de la sangre que cambia, con un cristal movido solo, la imagen tan sensible de un calidoscopio, le robe al agua la sorprendida forma primera.
—Platero, no sé si entenderás o no lo que te digo, pero ese niño tiene en su mano mi alma.
Nos entendemos bien. Yo lo dejo ir a su antojo, y él me lleva siempre a donde quiero.
Sabe Platero que, al llegar al pino de la Corona, me gusta acercarme a su tronco y acariciárselo, y mirar al cielo al través de su enorme y clara copa; sabe que me deleita la veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente vieja; que es para mí una fiesta ver el río desde la colina de los pinos, evocadora, con su bosquecillo alto, de parajes clásicos. Como me adormile, seguro, sobre él, mi despertar se abre siempre a uno de tales amables espectáculos.
Yo trato a Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco, me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, le hago rabiar… El comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños.
Platero se me ha rendido como una adolescente apasionada. De nada protesta. Sé que soy su felicidad. Hasta huye de los burros y de los hombres…
La chiquilla del carbonero, bonita y sucia cual una moneda, bruñidos los negros ojos y reventando sangre los labios prietos entre la tizne, está a la puerta de la choza, sentada en una teja, durmiendo al hermanito.
Vibra la hora de mayo, ardiente y clara como un sol por dentro. En la paz brillante se oye el hervor de la olla que cuece en el campo, la brama de la dehesa de los Caballos, la alegría del viento de mar en la maraña de los eucaliptos.
Sentida y dulce, la carbonera canta:
Mi niiiño se va a dormiii
en graaasia de la Pajtoraaa…
Pausa. El viento en las copas…
…y pooor dormirse mi niñooo,
se duermeee la arruyadoraaa…
El viento… Platero, que anda, manso, entre los pinos quemados, se llega, poco a poco… Luego se echa en la tierra fosca y, a la larga copla de madre, se adormila, igual que un niño.
Este árbol, Platero; esta acacia que yo mismo sembré, verde llama que fue creciendo, primavera tras primavera, y que ahora mismo nos cubre con su abundante y franca hoja pasada de sol poniente, era, mientras viví en esta casa, hoy cerrada, el mejor sostén de mi poesía. Cualquier rama suya, engalanada de esmeralda por abril o de oro por octubre, refrescaba, sólo con mirarla un punto, mi frente, como la mano más pura de una musa. ¡Qué fina, qué grácil, qué bonita era!
Hoy, Platero, es dueña casi de todo el corral. ¡Qué basta se ha puesto! No sé si se acordará de mí. A mí me parece otra. En todo este tiempo en que la tenía olvidada, igual que si no existiese, la primavera la ha ido formando, año tras año, a su capricho, fuera del agrado de mi sentimiento.
Nada me dice hoy, a pesar de ser árbol, y árbol puesto por mí. Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero, de sentido el corazón. Un árbol que hemos amado tanto, que tanto hemos conocido, no nos dice nada vuelto a ver Platero. Es triste; mas es inútil decir más. No, no puedo mirar ya, en esta fusión de la acacia y el ocaso, mi lira colgada. La rama graciosa no me trae el verso, ni la iluminación interna de la copa el pensamiento. Y aquí, adonde tantas veces vine de la vida, con una ilusión de soledad musical, fresca y olorosa, estoy mal, y tengo frío, y quiero irme, como entonces, del casino, de la botica o del teatro, Platero.
Estaba derecha en una triste silla, blanca la cara y mate, cual un nardo ajado, en medio de la encalada y fría alcoba. Le había mandado el médico salir al campo, a que le diera el sol de aquel mayo helado; pero la pobre no podía.
—Cuando yego ar puente —me dijo— ¡ya v’usté, zeñorito, ahí ar lado que ejtá!, m’ahogo…
La voz pueril, delgada y rota, se le caía, cansada; como se cae, a veces, la brisa en el estío.
Yo le ofrecí a Platero para que diese un paseíto. Subida en él, ¡qué risa la de su aguda cara de muerta, toda ojos negros y dientes blancos!
…Se asomaban las mujeres a las puertas a vernos pasar. Iba Platero despacio, como sabiendo que llevaba encima un frágil lirio de cristal fino. La niña, con su hábito cándido de la Virgen de Montemayor, lazado de grana, transfigurada por la fiebre y la esperanza, parecía un ángel que cruzaba el pueblo, camino del cielo del Sur.
Platero —le dije—, vamos a esperar las Carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Donaña, el misterio del pinar de las Animas, la frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina…
Me lo lleve, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado. Detrás, las carretas, con lechos, colgadas de blanco, con las muchachas morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más burros… Y el mayordomo —«¡Viva la Virgen del Rocíoooo! ¡Vivaaaa!»— calvo, seco y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de colorines y espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras…
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló —¡una habilidad suya!—, blando, humilde y consentido.
Libre ya Platero del cabestro, y paciendo entre las castas margaritas del pradecillo, me he echado yo bajo un pino, he sacado de la alforja moruna un breve libro y, abriéndolo por una señal, me he puesto a leer en alta voz:
Comme on voit sur la branche au mois de mai la rose En sa belle jeunesse, en sa première fleur, Rendre le ciel jaloux de…
Arriba, por las ramas últimas, salta y pía un leve pajarillo, que el sol hace, cual toda la verde cima suspirante, de oro. Entre vuelo y gorjeo se oye el partirse de las semillas que el pájaro se está almorzando.
… jaloux de sa vive couleur…
Una cosa enorme y tibia avanza, de pronto, como una proa viva, sobre mi hombro. Es Platero, que, sugestionado, sin duda, por la lira de Orfeo, viene a leer conmigo. Leemos:
… vive couleur,
Quand l’aube ses pleurs au point du jour l’a…
Pero el pajarillo, que debe de digerir aprisa, tapa la palabra con una nota falsa.
Ronsard, olvidado un instante de su soneto
«Quand en songeant ma follâtre j’accolle…»
, se debe de haber reído en el infierno…
De pronto, sin matices, rompe el silencio de la calle el seco redoble de un tamborcillo. Luego, una voz cascada tiembla un pregón jadeoso y largo. Se oyen carreras, calle abajo… Los chiquillos gritan: “ ¡El tío de las vistas! ¡Las vistas! ¡Las vistas!
En la esquina, una pequeña caja verde con cuatro banderitas rosas, espera sobre su catrecillo, la lente al soI. El viejo toca y toca el tambor. Un grupo de chiquillos sin dinero, las manos en el bolsillo o a la espalda, rodean, mudos, la cajita. A poco, llega otro corriendo, con su perra en la palma de la mano. Se adelanta, pone sus ojos en la lente…
—¡Ahooora se verá… al General Prim… en su caballo blancoooo…! —dice el viejo forastero con fastidio, y toca el tambor.
—¡El puerto…, de Barcelonaaa…! —y más redoble.
Otros niños van llegando con su perra lista, y la adelantan al punto al viejo, mirándolo absortos, dispuestos a comprar su fantasía.
El viejo dice:
—Ahooora se verá… el castillo de la Habanaaa ¡y toca el tambor…!
Platero, que se ha ido con la niña y el perro de enfrente a ver las vistas, mete su cabezota por entre las de los niños, por jugar. El viejo, con un súbito buen humor, le dice: «¡Venga tu perra!».
Y los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora…
¡Qué pura, Platero, y qué bella esta flor del camino! Pasan a su lado todos los tropeles —los toros, las cabras, los potros, los hombres, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.
Cada día, cuando, al empezar la cuesta, tomamos el atajo, tú la has visto en su puesto verde. Ya tiene a su lado un pajarillo, que se levanta —¿por qué?— al acercarnos; o está llena, cual una breve copa, del agua clara de una nube de verano; ya consiente el robo de una abeja o el voluble adorno de una mariposa.
Esta flor vivirá pocos días, Platero, aunque su recuerdo podrá ser eterno. Será su vivir como un día de tu primavera, como una primavera de mi vida… ¿Qué le diera yo al otoño, Platero a cambio de esta flor divina, para que ella fuese, diariamente, el ejemplo sencillo y sin término de la nuestra?
No sé si tú, Platero, sabrás ver una fotografía. Yo se las he enseñado a algunos hombres del campo y no veían nada en ellas. Pues éste es Lord, Platero, el perrito
foxterrier
de que a veces te he hablado. Míralo. Está, ¿lo ves?, en un cojín de los del patio de mármol, tomando, entre las macetas de geranios, el sol de invierno.
¡Pobre Lord! Vino de Sevilla cuando yo estaba allí pintando. Era blanco, casi incoloro de tanta luz, pleno como un muslo de dama, redondo e impetuoso como el agua en la boca de un caño. Aquí y allá, mariposas posadas, unos toques negros. Sus ojos brillantes eran dos breves inmensidades de sentimientos de nobleza. Tenía vena de loco. A veces, sin razón, se ponía a dar vueltas vertiginosas entre las azucenas del patio de mármol, que en mayo lo adornan todo, rojas, azules, amarillas de los cristales traspasados de sol de la montera, como los palomos que pinta don Camilo… Otras se subía a los tejados y promovía un alboroto piador en los nidos de los aviones… La Macaria lo enjabonaba cada mañana, y estaba tan radiante siempre como las almenas de la azotea sobre el cielo azul, Platero.
Cuando se murió mi padre pasó toda la noche velándolo junto a la caja. Una vez que mi madre se puso mala se echó a los pies de su cama y allí se pasó un mes sin comer ni beber… Vinieron a decir un día a mi casa que un perro rabioso lo había mordido… Hubo que llevarlo a la bodega del Castillo y atarlo allí al naranjo, fuera de la gente.
La mirada que dejó atrás por la callejuela cuando se lo llevaban sigue agujereando mi corazón como entonces, Platero; igual que la luz de una estrella muerta, viva siempre, sobrepasando su nada con la exaltada intensidad de su doloroso sentimiento… Cada vez que un sufrimiento material me punza el corazón, surge ante mí, larga como la vereda de la vida a la eternidad, digo, del arroyo al pino de la Corona, la mirada Que Lord dejó en él para siempre cual una huella macerada.
¡El pozo!… Platero, ¡qué palabra tan honda, tan verdinegra, tan fresca, tan sonora! Parece que es la palabra la que taladra, girando, la tierra oscura, hasta llegar al agua fría.
Mira; la higuera adorna y desbarata el brocal. Dentro, al alcance de la mano, ha abierto, entre los ladrillos con verdín, una flor azul de olor penetrante. Una golondrina tiene, más abajo, el nido. Luego, tras un pórtico de sombra yerta, hay un palacio de esmeralda, y un lago, que, al arrojarle una piedra a su quietud, se enfada y gruñe. Y el cielo, al fin.