Petirrojo (59 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

BOOK: Petirrojo
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—¡Harry! ¿Qué haces aquí? ¿Pasa algo?

—Escúchame, coge el transmisor e informa de que…

—¿Cómo?

La banda del colegio de Bolteløkka desfiló por allí tronando con los tambores.

—Te digo que… —gritó Harry.

—¿Qué? —gritó Halvorsen.

Harry le arrebató el transmisor:

—Escuchadme todos. Mantened los ojos abiertos por si veis a un hombre de unos setenta y nueve años, uno setenta y cinco de altura, pelo cano. Es posible que esté armado, repito, puede estar armado y es sumamente peligroso. Sospechamos que tiene planes de cometer un atentado, de modo que comprobad las ventanas que estén abiertas y los tejados de la zona. Repito…

Harry repitió el mensaje, mientras Halvorsen lo miraba fijamente boquiabierto. Cuando terminó, Harry le arrojó el transmisor.

—Tu trabajo es conseguir que se suspenda la fiesta del Diecisiete de Mayo, Halvorsen.

—¿Qué dices?

—Tú estás trabajando; yo, en cambio, parezco…, parece que he estado de juerga, así que a mí no me escucharán.

Halvorsen observó la cara sin afeitar de Harry, la camisa arrugada y mal abrochada y los zapatos sin calcetines.

—¿Quiénes no te escucharán?

—¿De verdad que no me has entendido? —le gritó apuntándole con el dedo.

Capítulo 114

OSLO

17 de Mayo de 2000

«Mañana. Cuatrocientos metros de distancia. Lo he hecho antes. La fronda del parque se llenará de nuevos brotes verdes, tan llena de vida, tan vacía de muerte. Pero yo he preparado el camino para la bala. Un árbol muerto, sin hojas. La bala vendrá del cielo, como el dedo de Dios, señalará a los hijos de los traidores, y todos verán lo que Él les hace a los de corazón impuro. El traidor dijo que amaba a su patria, pero la abandonó, nos pidió que lo salváramos de los invasores del Este, pero después nos tachó de traidores.»

Halvorsen corrió hacia la entrada del palacio mientras Harry se quedaba en la plaza dando vueltas como un borracho. Tardarían unos minutos en desalojar el balcón del palacio. Antes, los hombres importantes tendrían que tomar decisiones de las que habrían de responder, pues no se suspendía el Diecisiete de Mayo así como así, simplemente porque un oficial de policía hubiese hablado con un colega. Paseó la mirada por la muchedumbre sin saber qué buscaba en realidad.

«Vendrá del cielo.»

Alzó la mirada. Los verdes árboles. Tan vacíos de muerte. Eran tan altos y de tan espeso follaje que ni con una buena mira sería posible disparar desde las casas aledañas.

Harry cerró los ojos. Sus labios se movían. «Ayúdame ahora, Ellen.»

«He preparado el camino.»

¿Por qué se mostraron tan sorprendidos, los dos operarios de la Dirección Municipal de Parques Públicos, cuando él pasó ayer por allí? El árbol. No tenía hojas. Volvió a abrir los ojos, su mirada recorrió las copas de los árboles, y lo vio: un roble muerto. Harry notó que se le desbocaba el corazón. Se dio la vuelta y a punto estuvo de pisar al primer tambor en su carrera hacia el palacio. Cuando llegó al centro de la línea imaginaria que unía el árbol y el balcón del palacio, se detuvo, miró el árbol. Detrás de las ramas desnudas se alzaba un gigante de helado cristal. El hotel SAS. Por supuesto. Así de fácil. Una bala. Nadie reaccionaría ante el ruido de un estallido en la fiesta del Diecisiete de Mayo. Después, bajará tranquilamente al ajetreo de la recepción y a las calles llenas de gente, donde desparecerá. Y entonces, ¿qué pasará después?

No podía pensar en eso ahora; ahora tenía que actuar. Tenía que actuar. Pero estaba agotado. En lugar de la excitación propia de la situación, Harry sentía ganas de marcharse a casa a dormir para luego despertar a un nuevo día en el que nada de aquello hubiese ocurrido, que todo hubiese sido un sueño. El ruido de las sirenas de una ambulancia que pasaba por la calle Drammensveien lo sacó de su ensimismamiento. El sonido cortó el fluir de la música de la banda.

—¡Joder, joder!

Y echó a correr.

Capítulo 115

HOTEL RADISSON SAS

17 de Mayo de 2000

El anciano se inclinó hacia la ventana con las piernas flexionadas, sosteniendo el rifle con ambas manos mientras escuchaba las sirenas de la ambulancia, que se alejaba despacio. «Llega tarde —se dijo—. Todo el mundo muere.»

Había vuelto a vomitar. Sobre todo sangre. Los dolores casi lo hicieron perder el sentido y, después, se quedó acurrucado en el suelo del baño, esperando el efecto de las pastillas. Cuatro pastillas. El dolor empezó a remitir, tan sólo sintió una última punzada, como para recordarle que no tardaría en volver, y el baño recuperó sus formas. Uno de los dos baños, con
jacuzzi.
¿O se trataba de una bañera con chorros de vapor? En cualquier caso, había un televisor, que él había encendido, y en ese momento cantaban himnos patrióticos y los periodistas elegantemente vestidos comentaban el desfile infantil en todos los canales.

Ahora estaba sentado en la sala de estar, el sol parecía suspendido en el cielo como una inmensa fuente de luz que lo iluminaba todo. Sabía que no debía mirar directamente al resplandor, pues te produce ceguera nocturna y no puedes ver a los francotiradores rusos que se deslizan por la nieve en tierra de nadie.

—Ya lo veo —susurró Daniel—. A la una, en el balcón, justo detrás del árbol muerto.

¿Árboles? No había árboles en aquel paisaje devastado por las bombas.

El príncipe heredero ha salido al balcón, pero no dice nada.

—¡Se escapa! —gritó una voz que parecía la de Sindre.

—¡Que no! —dijo Daniel—. Ningún jodido bolchevique va a escapar.

—Él sabe que lo hemos visto, se va a meter en la hondonada.

—¡Que no! —dijo Daniel.

El viejo apoyó el rifle sobre el borde de la ventana. Había utilizado un destornillador para poder abrir la ventana. ¿Qué era lo que le había dicho la chica de recepción en aquella ocasión? Que las tenían bloqueadas para que a ningún huésped se le ocurriese cometer «una estupidez». Aplicó el ojo a la mira telescópica. La gente se veía muy pequeña allá abajo. Ajustó la distancia. Cuatrocientos metros. Cuando uno dispara de arriba abajo, ha de tener en cuenta que la fuerza de la gravedad afecta a la trayectoria de la bala, que es distinta a cuando se dispara en horizontal. Pero Daniel lo sabía, Daniel lo sabía todo.

El viejo miró el reloj. Las once menos cuarto. Había llegado el momento. Puso la mejilla contra la pesada y fría culata del rifle y la aferró con la mano izquierda. Cerró el ojo izquierdo. La barandilla del balcón ocupó la lente de la mira. Vio abrigos negros y chisteras. Hasta que dio con la cara que buscaba. Sí que se parecía. El mismo rostro joven de 1945.

Daniel se concentraba más y más, esforzándose por apuntar bien. Ya apenas si exhalaba vaho por la boca.

Delante del balcón, fuera del campo de visión, el roble muerto señalaba hacia el cielo con sus negros dedos huesudos. Había un pájaro posado en una de las ramas. En medio del punto de mira. El viejo se movió inquieto. Hacía un rato el pajarillo no estaba allí. No tardaría en alzar el vuelo. Dejó caer el rifle y llenó sus pulmones doloridos de aire fresco.

Brrrrum, brrrrum.

Harry dio un puñetazo en el volante y volvió a girar la llave de contacto.

Brrrrum, brrrrum.

—¡Arranca de una vez, coche de mierda! De lo contrario, te llevaré al desguace mañana mismo.

El Escort arrancó con un rugido y salió levantando una nube de hierba y tierra. Giró bruscamente a la derecha, junto al estanque. Los jóvenes que se habían tumbado en el césped alzaron sus botellas de cerveza y gritaron: «¡Viva, viva!», mientras Harry ponía rumbo al hotel SAS. En primera y con el dedo en el claxon, se abrió camino sin problemas por la calle llena de gente pero, al llegar al jardín de infancia que había al final del parque, un cochecito de bebé asomó de improviso desde detrás de un árbol.

De modo que hizo un brusco giro a la izquierda y luego otra vez a la derecha, se le fue el coche y estuvo a punto de estrellarse contra la verja de los invernaderos. El coche terminó ladeado en la calle Wergelandsveien, ante un taxi, adornado con banderas noruegas y ramitas de abedul, que tuvo que frenar en seco, pero Harry pisó el acelerador y pudo esquivar los coches que venían de frente, hasta que entró en la calle Holberg.

Se detuvo ante las puertas giratorias del hotel y salió de un salto del coche. Cuando se precipitó al interior de la recepción, repleta de gente, se produjo un segundo de silencio, en el que todo el mundo pareció pensar que iba a ser testigo de un suceso excepcional. Pero lo único que vieron fue a un hombre muy borracho, en la celebración del Diecisiete de Mayo; era una imagen tan familiar que volvieron a subir el tono de voz enseguida. Harry echó a correr hacia una de aquellas estúpidas «islitas» de atención a los clientes.

—Buenos días —dijo una voz.

Un par de cejas tensadas bajo el cabello rubio y rizado, que más parecía una peluca, lo miraron de arriba abajo. Harry miró el nombre de la placa.

—Betty Andresen, lo que voy a decirte no es una broma pesada, de modo que escúchame con atención. Soy de la policía y tenéis un terrorista en el hotel.

Betty Andresen miró a aquel hombre alto, a medio vestir y con los ojos enrojecidos que, en efecto, le hizo pensar que estaba loco, borracho o ambas cosas. Escrutó la placa de policía que él le mostraba y se quedó observándolo un buen rato.

—¿El nombre? —preguntó la recepcionista.

—Se llama Sindre Fauke.

Sus dedos recorrieron el teclado.

—Lo siento, no tenemos ningún huésped con ese nombre.

—¡Mierda! Inténtalo con Gudbrand Johansen.

—Tampoco tenemos a ningún Gudbrand Johansen, señor Hole. ¿No te habrás equivocado de hotel?

—¡No! Está aquí, ahora mismo está en su habitación.

—De modo que has hablado con él, ¿no?

—No, no, yo…, me llevará demasiado tiempo explicarlo.

Harry se tapó el rostro con la mano.

—Vamos a ver, tengo que pensar. Debe de tener una habitación de los últimos pisos. ¿Cuántas plantas tiene el hotel?

—Veintidós.

—¿Y cuántos clientes hay, del décimo para arriba, que no hayan entregado la llave de la habitación?

—Bastantes, me temo.

Harry levantó las dos manos y se quedó mirándola fijamente:

—Por supuesto —susurró—. Esto es misión de Daniel.

—¿Perdón?

—Busca por Daniel Gudeson.

¿Qué pasaría después? El viejo no lo sabía. No existía ningún después. O al menos, no había existido ningún después hasta aquel momento. Había preparado cuatro proyectiles en el alféizar de la ventana. El metal dorado y mate de los casquillos reflejaba los rayos del sol.

Volvió a aplicar el ojo en la mira telescópica. El pájaro seguía allí. Lo reconoció. Tenían el mismo nombre. Apuntó hacia la muchedumbre. Paseó la mirada por el río de gente que había junto a las barreras. Hasta que se detuvo sobre algo conocido. ¿Sería posible…? Enfocó bien la mira. Sí, no cabía duda, era Rakel. ¿Qué estaría ella haciendo allí, en la plaza del palacio? Y también estaba Oleg. Parecía haber salido de las filas de niños. Rakel lo levantó y lo pasó al otro lado de la barrera. Tenía una hija muy fuerte. Sus manos eran muy fuertes. Como las de su madre. Los vio subir hacia la garita de la Guardia Real. Rakel miró el reloj. Parecía estar esperando a alguien. Oleg llevaba puesta la chaqueta que él le había regalado por Navidad. La chaqueta del abuelo, como, según Rakel, solía llamarla Oleg. Parecía que ya le quedaba algo pequeña.

El anciano sonrió. Tendría que comprarle una nueva ese otoño.

Esta vez, los dolores se presentaron sin avisar y aspiró en busca de aire.

Caían destellos de luz y sus sombras avanzaban encorvadas hacia él a lo largo de la pared de la trinchera.

Todo quedó a oscuras pero, justo cuando notó que iba a entrar en la oscuridad, los dolores cedieron. El rifle se le había caído al suelo, y tenía la camisa pegada al cuerpo, empapada en sudor.

Se puso de pie, dejó el rifle otra vez en el borde de la ventana. El pájaro había volado. La línea de tiro estaba despejada.

Aquella cara de niño volvía a estar en el punto de mira. El niño había estudiado. Oleg debía estudiar también. Era lo último que le había dicho a Rakel. Era lo último que se había dicho a sí mismo, antes de asesinar a Brandhaug.

Rakel no estaba en casa el día que él pasó por Holmenkollveien para recoger unos libros, de modo que entró y, por casualidad, vio el sobre que había sobre el escritorio, con el membrete de la embajada rusa. Leyó la carta, la dejó y se puso a contemplar, a través de la ventana, el jardín, las manchas de nieve fruto de la última nevada, el último estertor del invierno. Y después, buscó en los cajones del escritorio y encontró las otras cartas, las que llevaban el membrete de la embajada noruega, y las cartas sin membrete, escritas en servilletas y en hojas de cuadernos, firmadas por Bernt Brandhaug. Y pensó en Christopher Brockhard. Ningún ruso de mierda iba a matar a nuestro soldado de guardia esta noche.

El viejo quitó el seguro. Sentía una extraña calma. Recordó lo fácil que había sido degollar a Brockhard y pegarle un tiro a Bernt Brandhaug. La chaqueta del abuelo, una chaqueta nueva. Vació sus pulmones, puso el dedo en el gatillo.

Harry llevaba en la mano una tarjeta maestra, que servía para abrir todas las habitaciones del hotel, y cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse logró meter el pie para que se abriesen otra vez. Un grupo de rostros boquiabiertos lo miraron con asombro.

—¡Policía! —gritó Harry—. ¡Todo el mundo fuera!

Fue como si hubiese sonado el timbre del recreo del colegio, pero un hombre de unos cincuenta años con perilla negra, un traje de rayas azul, un enorme lazo del Diecisiete de Mayo en el pecho y una fina capa de caspa sobre los hombros, se quedó dentro:

—Buen hombre, somos ciudadanos noruegos y esto no es un estado policial.

Harry pasó junto al hombre, entró en el ascensor y pulsó el número 22. Pero la perilla no había terminado de hablar:

—Déme una razón para que yo, como contribuyente, entienda por qué he de tolerar…

Harry sacó de la funda el arma reglamentaria de Weber:

—Aquí tengo seis razones, señor contribuyente: ¡fuera!

 

El tiempo pasa volando, y pronto pasará también este nuevo día. A la luz del amanecer, lo veremos mejor, veremos si es amigo o enemigo.

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