—De acuerdo —dijo al fin Constance Hochner en voz baja—. Andreas dice que la persona que se llevó el arma y le pagó aquella noche no es la misma persona que la encargó. Quien la encargó fue un cliente casi fijo, un hombre joven. Habla buen inglés con acento escandinavo. Y siempre insistía en que Andreas lo llamase el Príncipe. Andreas me dijo que usted debería buscar en entornos con fijación por las armas.
—¿Eso es todo?
—Andreas no lo ha visto nunca, pero dice que, si le envía una grabación, reconocerá su voz enseguida.
—Estupendo —dijo Harry con la esperanza de que no se le notase la decepción.
Se puso derecho en la silla, como preparándose antes de servirle la siguiente mentira:
—En cuanto encuentre algo, empezaré a mover los hilos.
Sus palabras le escocían en la boca como un trago de sosa cáustica.
—Se lo agradezco, señor Hole.
—No lo haga, señora Hochner.
Después de colgar, se repitió la última frase mentalmente, dos veces.
—¡Vaya mierda! —gritó Ellen después de oír toda la historia sobre la familia Hochner.
—A ver si ese cerebro tuyo es capaz de olvidar por un rato que está enamorado y puede hacer alguno de sus trucos —bromeó Harry—. Ya tienes los fragmentos.
—Importación ilegal de armas, cliente fijo, el Príncipe, ambiente con fijación por las armas. Son sólo cuatro.
—Pues es lo que tengo.
—¿Por qué me presto a estas cosas?
—Porque me adoras. Ahora tengo que salir corriendo.
—Espera. Háblame de esa mujer…
—Espero que tu intuición funcione mejor con los delitos, Ellen. Que te vaya bien.
Harry marcó el número de la casa de la ciudad de Drammen que le habían dado en información.
—Mosken —respondió una voz firme.
—¿Edvard Mosken?
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Comisario Hole, información. Tengo algunas preguntas que hacerle.
Harry cayó en la cuenta de que era la primera vez que se presentaba como comisario. Por alguna razón, también eso se le antojaba una mentira.
—¿Algún asunto relacionado con mi hijo?
—No. ¿Le viene bien que le haga una visita mañana a las doce, Mosken?
—Soy jubilado. Y vivo solo. No hay ninguna hora del día que no me vaya bien, oficial.
Harry llamó a Even Juul y lo informó de lo sucedido.
Pensó en lo que Ellen le había dicho sobre el asesinato de Hallgrim Dale mientras iba a la cantina a comprar un yogur. Pensó llamar a KRIPOS, para que le actualizasen la información, pero tenía la firme sensación de que Ellen ya le había contado todo lo que merecía la pena saber sobre el asunto. De todos modos, la probabilidad estadística de morir asesinado en Noruega era de en torno a un diez por mil. Cuando la persona a la que buscas aparece cadáver en una investigación de asesinato de cuatro meses de antigüedad, resulta difícil creer que se trate de una coincidencia. ¿Guardaría aquel crimen alguna relación con la compra del rifle Märklin? Apenas si eran las nueve y a Harry ya le dolía la cabeza. Esperaba que a Ellen se le ocurriese algo relacionado con el Príncipe. Cualquier cosa. Por lo menos, tendría por dónde empezar.
SOGN
6 de Marzo de 2000
Después del trabajo, Harry se dirigió a los apartamentos de la Seguridad Social de Sogn. Cuando llegó, Søs ya estaba esperándolo en la puerta. Había engordado algo el último año, pero ella aseguraba que a Henrik, su novio, que vivía unas puertas más allá en el mismo pasillo, le gustaba así.
—Pero si Henrik es mongo.
Eso era lo que Søs solía decir cuando quería explicar a la gente las pequeñas rarezas de Henrik. Ella, en cambio, no era mongo. Al parecer, había una distinción invisible, pero muy definida, en algún sitio. Y a Søs le gustaba explicarle a Harry quiénes de los residentes eran mongo y quiénes eran casi mongo.
Solía hablarle a Harry de las cosas más corrientes, lo que Henrik le había dicho aquella semana (y que, de vez en cuando, podía resultar bastante sorprendente), lo que habían visto en la tele, lo que habían comido y lo que habían planeado hacer en vacaciones. Henrik y Søs siempre estaban haciendo planes para las vacaciones. En esta ocasión, su objetivo era Hawai, y Harry no pudo por menos de sonreír al imaginarlos a los dos con camisas hawaianas en el aeropuerto de Honolulu.
Le preguntó si había hablado con el padre de ambos y ella le contestó que la había visitado hacía dos días.
—Muy bien —comentó Harry.
—Creo que ya ha olvidado a mamá —dijo Søs—. Y eso es bueno.
Harry se quedó un instante reflexionando sobre lo que su hermana acababa de decir cuando apareció Henrik aporreando la puerta para avisarle de que la serie
Hotel Caesar
empezaba en TV2 dentro de tres minutos y Harry se puso el abrigo para marcharse, no sin antes prometerle que la llamaría pronto.
El tráfico discurría lento, como de costumbre, en el cruce de Ullevål Stadion y, demasiado tarde, descubrió que tenía que girar a la derecha por la calle Ringveien, por las obras. Pensaba en lo que le había revelado Constance Hochner. Que Urías había utilizado a un intermediario, al parecer noruego. Lo que significaba que en algún lugar del país había alguien que sabía quién era Urías. Ya le había pedido a Linda que buscase en los archivos secretos a alguien apodado el Príncipe, pero estaba bastante seguro de que no encontraría nada. Tenía la firme sensación de que ese sujeto era más listo que el delincuente medio. Si lo que le había dicho Andreas Hochner era cierto y el Príncipe era un cliente fijo, significaría que éste había logrado crearse un grupo de clientes propio sin que el CNI ni nadie lo descubriese. Esas cosas llevan su tiempo y exigen cautela, sagacidad y disciplina, características por las que no destacaba ninguno de los delincuentes que conocía Harry. Desde luego que el sujeto podía haber tenido más suerte de la cuenta, puesto que no lo habían cogido. O tal vez ocupaba un puesto que lo protegía. Constance Hochner le había dicho que hablaba bien inglés. De modo que podía ser diplomático, por ejemplo. Alguien con posibilidad de entrar y salir del país sin que lo detuviesen en la aduana.
Harry tomó el desvío de Slemdalsveien en dirección a Holmenkollen.
¿Y si le pedía a Meirik que trasladase a Ellen al CNI por un breve periodo de trabajo en colaboración? Rechazó la idea enseguida. Meirik parecía más interesado en que él contase neonazis o en que participase en acontecimientos sociales que en cazar fantasmas de los días de la guerra.
Antes de darse cuenta siquiera de adonde se dirigía, ya había llegado a la casa de la mujer. Paró el coche y miró entre los árboles. Desde la carretera principal había unos cincuenta o sesenta metros hasta la casa. Había luz en las ventanas de la planta principal.
—¡Idiota! —barbotó en voz alta, y dio un respingo al oír su propia voz.
Estaba a punto de volver a ponerse en marcha cuando vio que se abría la puerta y que la luz del vestíbulo iluminaba la escalinata de la entrada. La idea de que ella lo viese y reconociese su coche le produjoun pánico instantáneo. Metió la marcha atrás para retroceder discretamente y salir del campo de visión, pero pisó tan poco el acelerador que se le ahogó el motor. Se oían voces. Un hombre con un abrigo largo y de color oscuro salía a la escalinata. El hombre hablaba, pero la persona a la que se dirigía quedaba oculta por la puerta. Después, el hombre se acercó al umbral y Harry dejó de verlo.
«Están besándose —pensó—. He venido en coche hasta Holmenkollen para espiar cómo una mujer con la que he estado hablando durante quince minutos se besa con su pareja.»
La puerta se cerró y el hombre se sentó en un Audi, se puso en marcha en dirección a la carretera principal y pasó por delante de su coche.
De camino a casa, Harry se preguntaba cómo castigarse a sí mismo. Tenía que ser un castigo duro, algo que lo disuadiese de tentaciones futuras. Una sesión de aerobic en SATS.
DRAMMEN
7 de Marzo de 2000
Harry nunca comprendió por qué Drammen, precisamente, recibía tantas críticas. Desde luego que la ciudad no era una belleza, pero ¿qué tenía Drammen que no tuviesen la mayoría de los pueblos noruegos que habían crecido demasiado deprisa? Sopesó la idea de parar a tomar un café en Børsen, pero miró el reloj y comprendió que no le daba tiempo.
Edvard Mosken vivía en una casa de madera pintada de rojo con vistas al hipódromo. Delante del garaje había aparcada una vieja furgoneta Mercedes. Mosken lo esperaba con la puerta abierta. Estudió durante un buen rato la identificación de Harry antes de decir:
—¿Nacido en 1965? Aparentas más edad de la que tienes, Hole.
—Malos genes.
—Pues lo siento por ti.
—Bueno, cuando tenía catorce, entraba a las películas de mayores de dieciocho.
Fue imposible ver en la expresión de Mosken si había sabido valorar o no el chiste. El hombre le indicó a Harry que entrase.
—¿Vives solo? —preguntó Harry mientras Mosken le indicaba el camino hasta la sala de estar.
El apartamento tenía un aspecto limpio y cuidado, pero apenas si había objetos personales decorativos y reinaba en él exactamente ese orden extremo que desea disfrutar cualquier hombre capaz de decidir por sí mismo. A Harry le recordaba a su propio apartamento.
—Sí, mi esposa me dejó después de la guerra.
—¿Cómo que te dejó?
—Se marchó. Se largó. Partió para siempre.
—Entiendo. ¿Hijos?
—Tenía uno.
—¿Tenías?
Edvard Mosken se detuvo y se volvió.
—¿Es que no me explico con claridad, Hole?
Había formulado la pregunta con una de sus blancas cejas levantada formando un ángulo bien definido en la ancha frente.
—No, es culpa mía —explicó Harry—. Sólo me entra la información en pequeñas dosis.
—De acuerdo. Tengo un hijo.
—Gracias. ¿A qué te dedicabas antes de jubilarte?
—Era propietario de varios camiones. Mosken Transport. Vendí la empresa hace siete años.
—¿Te iba bien?
—Lo suficiente. Los compradores conservaron el nombre.
Se sentaron cada uno a un lado de la mesa de la sala de estar. Harry presintió que no le pondría café. Edvard estaba sentado en el sofá, inclinado hacia delante, con los brazos cruzados, como diciendo: acabemos con esto cuanto antes.
—¿Dónde estabas la noche del 22 de diciembre?
Harry había decidido por el camino que empezaría con esa pregunta. Entre jugarse la única carta que tenía antes de que Mosken tuviese ocasión de estudiar el terreno y comprender que no tenía nada más, Harry eligió lo primero con la esperanza de provocar una reacción elocuente. Si es que Mosken tenía algo que ocultar.
—¿Soy sospechoso de algo? —preguntó Mosken con una expresión que no denotaba más que cierta curiosidad.
—Estaría bien que te limitases a responder a las preguntas, Mosken.
—Como quieras. Estuve aquí.
—Vaya, qué rapidez.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que no has tenido que pensarlo mucho.
Mosken hizo un mohín de esos con los que la boca parodia el gesto de una sonrisa mientras que los ojos miran resignados.
—Cuando uno llega a mi edad, recuerda las noches que no pasa solo.
—Sindre Fauke me dio una lista de los noruegos que estuvieron en el campo de prácticas de Sennheim: Gudbrand Johansen, Hallgrim Dale, tú y el propio Fauke.
—Te olvidas de Daniel Gudeson.
—¿Cómo? ¿Pero él no murió antes de que terminase la guerra?
—Sí.
—Entonces, ¿por qué lo nombras?
—Porque él también estaba con nosotros en Sennheim.
—Por lo que me dijo Fauke, había más noruegos en Sennheim, pero vosotros cuatro fuisteis los únicos supervivientes.
—Así es.
—Bien, en ese caso, ¿por qué mencionas precisamente a Gudeson?
Edvard Mosken miró a Harry fijamente antes de quedar con la mirada perdida.
—Porque él resistió tanto que creíamos que iba a sobrevivir. De hecho, creíamos que Daniel Gudeson era inmortal. No era una persona normal.
—¿Sabías que Hallgrim Dale está muerto?
Mosken negó con un gesto.
—Pues no pareces muy sorprendido.
—¿Por qué iba a estarlo? A estas alturas, me sorprende más oír que siguen vivos.
—¿Y si te digo que murió asesinado?
—Bueno, eso es otra cosa. ¿Por qué me cuentas eso?
—¿Qué sabes de Hallgrim Dale?
—Nada. La última vez que lo vi, fue en Leningrado. Entonces estaba conmocionado por la explosión de una granada.
—¿No volvisteis juntos a Noruega?
—Ignoro cómo llegaron a casa Dale y los demás. A mí me hirieron el invierno de 1944 con una granada de mano que lanzó a la trinchera un caza ruso.
—¿Un caza? ¿Desde un avión?
Mosken asintió sonriendo con amargura.
—Cuando desperté en la enfermería, estábamos en plena retirada. A finales del verano del cuarenta y cuatro, fui a parar a la enfermería del colegio de Sinsen, en Oslo. Después, llegó la rendición.
—De modo que, después de que te hirieran, no volviste a ver a ninguno de los demás, ¿no es así?
—Sólo a Sindre. Tres años después de la guerra.
—¿Cuando ya habías cumplido tu condena?
—Sí. Fue un encuentro fortuito, en un restaurante.
—¿Qué opinas tú de su deserción?
Mosken se encogió de hombros.
—Sus razones tendría. De todos modos, cambió de bando en un momento en el que aún no se sabía cuál sería el desenlace. Y eso es más de lo que puede decirse de la mayoría de los noruegos.
—¿A qué te refieres?
—Era un dicho que teníamos durante la guerra: aquel que esperaba demasiado para elegir bando, elegía siempre el bando correcto. La Navidad de 1943 ya comprendimos que estábamos de retirada, pero no sospechamos la gravedad real de la situación. Así que, de todos modos, nadie podría tachar a Sindre de veleta. Como los que se habían quedado en casa a mirar y, de repente, les entraron las prisas por alistarse en la Resistencia los últimos meses de la guerra. Los llamábamos «Los santos de los últimos días». Algunos de ellos se cuentan hoy entre los que hablan en público sobre la heroica aportación de los noruegos en el bando correcto.
—¿Tienes en mente a alguno en particular?
—Siempre es fácil pensar en alguno que otro que ha sido tocado después con la reluciente gloria de héroe. Pero eso carece de importancia.