Pedernal y Acero (27 page)

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Authors: Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Pedernal y Acero
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—¿Como qué? ¿Nieve?

Unas gemas portentosas.

El mercenario no estaba dispuesto a admitir los argumentos del búho.

—¿Gemas en el glaciar? No me hagas reír.

Cosas más raras han ocurrido, humano.

—Lo que tenemos que hacer es volver a Haven —opinó el kernita con brusquedad.

Haz lo que quieras, humano. Descubrirás que es difícil encontrar el modo de salir del Bosque Oscuro sin la ayuda de un guía.

—¿Nos abandonas? —preguntó Caven con expresión severa.

Vuestra suerte no me importa. Me voy al glaciar.

—Lida dijo que no podías marcharte del Bosque Oscuro —intervino Tanis.

Siguió un silencio.

Estaba equivocada.

Tanis reflexionó un momento y después bajó de
Maléfico.
Empezó a separar su petate y el de Kitiara de los bultos cargados en la grupa del caballo.

—¡Semielfo! ¿Que demonios haces? —preguntó Caven.

—Me voy con Xanthar.

El mercenario soltó una risita burlona.

—Vaya, los qualinestis tenéis más aptitudes de lo que imaginaba —dijo el mercenario con tono de sorna—. ¿Es que también puedes volar, semielfo?

—No, pero él sí.

Caven se puso pálido. Se aferró al pomo de la silla y se inclinó sobre el semielfo.

—¿Vas a volar subido en un búho gigante?

—Si me deja, sí. —Tanis miró al ave, que inclinó la cabeza en lo que el semielfo interpretó como un gesto de aquiescencia.

—Pero ¿por qué? —La voz de Mackid era siseante y atrajo de nuevo la atención del semielfo—. Kitiara no merece que corras ese riesgo. Hay millones de mujeres en el mundo, Tanis. Además, ¿qué seguridad tenemos de que esté realmente allí?

Tanis resopló y empezó a revisar su equipaje. Tendría que reducir la carga al máximo, pues él pesaba más que Lida. Seleccionó las escasas provisiones que quedaban en la bolsa, el arco y las flechas, y la espada. Después cogió la mochila de Kitiara y la miró pensativo.

—¿Por qué no renuncias a esta locura? —instó Caven—. Juntos podríamos encontrar el modo de salir de aquí. ¡Al Abismo con ese búho loco y su maga! Y Kitiara también.

Tanis sacudió la cabeza. Apartó las prendas de vestir que había en la mochila, buscando cualquier cosa que pudiera ayudarlo en su misión.

—No soy mercenario como tú, Mackid. Es la única explicación que se me ocurre. No hago las cosas por dinero, sino por mis propias convicciones.

—¿Y cómo vais a encontrarlas vosotros dos solos? —Caven extendió los brazos en un amplio ademán—. El glaciar está en la otra punta del continente.

Intentaré comunicarme mentalmente con Lida,
intervino el búho.
La localizaré y ella nos conducirá hasta donde están.

—Perdiste el contacto en el Bosque Oscuro casi inmediatamente después de separaros —replicó, irritado, Caven—. ¿Qué piensas hacer, registrar todo el glaciar? ¿De cuánto tiempo crees que dispones?

Mis parientes han estado allí. Me han descrito la zona. Recuerdo las historias que contaba mi abuelo cuando era pequeño. Hay un área, según tengo entendida, en la que existen vastos complejos subterráneos en el hielo. Un sitio así, opino, atraería a un mago. Buscaremos allí en primer lugar. Lo encontraré, humano.

En ese momento, los dedos de Tanis rozaron algo en el fondo de la mochila de la espadachina. Perplejo, el semielfo se arrodilló, vació en el suelo el contenido de la bolsa, y examinó la lona. La mochila, a la brillante luz del día, parecía más profunda por la parte exterior que por la interior.

—Un doble fondo —musitó.

Caven desmontó y se agachó junto al semielfo. Xanthar bajó a otra rama más cercana. Tanis tanteó el fondo, buscando una correa o trabilla. Lanzó una exclamación mientras tiraba de la lona endurecida que ocultaba el hueco disimulado. Los tres dieron un respingo cuando la luz púrpura emanó de la ajada mochila. Caven retrocedió, cauteloso, pero Tanis metió la mano en el doble fondo, y sacó tres gemas de hielo.

—¡Por los dioses! ¿Qué es eso? —preguntó Mackid.

El semielfo sacudió la cabeza, pero Xanthar murmuró algo que escapó a la comprensión de Tanis.

—¿Qué has dicho?

Gemas de hielo. Mi abuelo oyó hablar de ellas, pero creyó que sólo eran una leyenda. Se decía que eran hielo comprimido bajo la enorme presión de un gran peso hasta que se convertían en gemas.

—Ahí dentro quedan varias más. ¿Son mágicas? —le preguntó Tanis.

En las manos adecuadas, sí, tienen que ser mágicas. Pero me dan miedo.

Tanis y Caven alzaron la vista, sorprendidos.

¿Me equivoco al suponer que la espadachina no era la propietaria legal de estas gemas?

—Después de marcharnos de Kern —respondió Mackid con cautela—, Kitiara dijo algo que me hizo pensar. Yo estaba protestando porque todos los mercenarios de Valdane nos habíamos quedado sin paga, y ella respondió: «todos, menos uno». Pero no quiso darme más explicaciones. Posteriormente, pensé que se refería a su plan de robarme, pero ahora creo que… —Hizo un ademán significativo a las relucientes gemas de hielo.

Tanis seguía contemplándolas fijamente cuando la voz de Xanthar penetró en su mente:

Quizá podamos hacer buen uso de esas piedras.

El semielfo alzó la cabeza, comprendiendo de inmediato el significado de las palabras del búho.

—¿Como rescate? —preguntó.

El ave asintió con un cabeceo.

O
con su magia, si conseguimos descubrir su secreto,
añadió.
En cualquier caso, propongo que las llevemos con nosotros.

Tanis metió de nuevo las gemas en el hueco, tapó el doble fondo, y guardó sus cosas en la mochila de Kitiara. Luego se incorporó y miró al búho.

—Estoy dispuesto.

—Y yo —dijo Caven, que suspiró resignado mientras se levantaba también.

No puedo llevaros a los dos.

—Iré en
Maléfico.

Te dejaremos atrás enseguida.

—Dejad un rastro que pueda seguir.

Tengo muchos familiares. Puedo llamarlos mentalmente. Uno de ellos podría llevarte…

—¡No! —exclamó Mackid, que añadió con premura—: No abandonaré a mi caballo.
Maléfico
y yo viajaremos día y noche si es preciso. Es un semental de Mithas; podrá aguantar el esfuerzo. Y también yo.

Entonces ¿te dan miedo las alturas, humano?

—¡No! —repitió, tozudo, Caven. Montó a
Maléfico—
. No le temo a nada.

Xanthar descendió al suelo y se agachó. El semielfo se encaramó a su espalda y aseguró la mochila de Kitiara y sus armas detrás de él, con una correa de cuero que Caven quitó de la silla de
Maléfico.
Xanthar hizo un ruido suave, como una queda risita. Tanis apretó las piernas contra el cuerpo del búho y se aferró con fuerza al improvisado arnés y al ángulo del comienzo de las alas del ave. Agachó la
cabeza,
detrás de la de Xanthar. Sin más preámbulos, el búho gigante alzó el vuelo.

—¡Esperad! —les gritó Mackid—. ¿Cómo marcaréis el camino que seguís? —Mientras hablaba, su figura empequeñeció bajo ellos.

Lo sabrás. Quizás arrojemos alguna de estas brillantes gemas para indicarte la ruta.

—¡No, esperad! —gritó el mercenario con una nota de desesperación en la voz—. Son demasiado valió… —Sus palabras se perdieron en la distancia.

El búho se remontó en espirales, más y más alto, hasta quedar cernido por encima de los picos montañosos. Tanis se mordió el labio e intentó apartar de su mente la visión del suelo girando despacio, lejano, allá abajo. Caven y
Maléfico
fueron empequeñeciéndose hasta convertirse en meros puntos insignificantes. Jurándose no volver a mirar directamente hacia abajo, Tanis se aventuró a echar ojeadas a los lados. Calculó la dirección que seguían por el sol.

—No decías en serio lo de arrojar las gemas para marcar la ruta a Caven, ¿verdad? —gritó a Xanthar, para hacerse oír. El búho no contestó, pero Tanis sintió un suave estremecimiento en su cuerpo, como si el ave se hubiese reído.

Lejos, hacia el oeste, el semielfo divisó cuatro figuras, pequeñas y oscuras, remontándose en el cielo. Se las señaló a Xanthar.

Son mis hijos e hijas. Guiarán a Caven y lo protegerán de los habitantes menos honorables del Bosque Oscuro. A pesar de su tonta actitud bravucona, el mercenario merece que lo ayuden.

Al mirar hacia el noreste, al semielfo le pareció ver las copas de los inmensos vallenwoods de Solace. No había otros árboles que crecieran tanto; tan altos y tan fuertes que los habitantes de la ciudad construían sus hogares entre las ramas y tendían pasarelas colgantes y puentes entre ellos. Se podía cruzar Solace de una a otra punta sin necesidad de pisar el suelo.

En algún lugar de Solace, pensó Tanis con nostalgia, Flint Fireforge se encontraba en su hogar, preparando, probablemente, una olla de guisado —Flint no era aficionado a los platos refinados—, y esperando impaciente que llegara la hora de ir a la posada El Ultimo Hogar para pasar una agradable velada. Tanis tenía ganas de volver a ver al enano, pero, sin duda, pasaría mucho tiempo antes de que viera cumplido su deseo.

Xanthar ejecutó la última espiral para ganar altura y puso rumbo hacia el glaciar.

* * *

El viento azotaba a la pareja mientras volaban hacia el sur. Tanis perdió el agarre del arnés y, durante un vertiginoso instante, el semielfo se sintió desequilibrado y se imaginó cayendo a plomo hacia el suelo. Entonces sus manos encontraron otra vez la correa y se las ingenió para enderezar el cuerpo. El búho sostenía el ritmo constante de un vuelo de larga distancia.

El cansancio y el agradable calorcillo del cuerpo emplumado de Xanthar conspiraron para que el semielfo se sintiera amodorrado y se abandonara al sueño, con los brazos entrelazados en el improvisado arnés. Cuando despertó, los tonos metálicos, azul y blanco, del cielo, le hicieron comprender que era primera hora de la tarde. Observó el cambio del firmamento a una tonalidad anaranjada a medida que la tarde avanzaba. Por fin, el horizonte se tiñó de rosa, naranja y rojo cuando el día llegó al ocaso. Durante todo este tiempo, Xanthar no flaqueó ni una sola vez. Tanis miró atrás, pero no vio señal alguna de Mackid.

De vez en cuando, la gigantesca ave planeaba para ahorrar fuerzas. Cuando el búho volvió la cabeza una vez, Tanis reparó en sus ojos, que eran meras rendijas naranjas en medio de las plumas grises de su rostro. Los búhos eran criaturas nocturnas, y se preguntó qué tal le iría a Xanthar a plena luz del día.

Durante mucho tiempo, el búho gigante voló a tanta altura como le fue posible, pero a la caída de la tarde había descendido y algunos detalles se hicieron visibles para el semielfo subido a su espalda. Tanis dedujo que estaban cruzando la frontera meridional de Qualinesti, y se maravilló de la fuerza y velocidad del búho gigante. Alrededor, por todas partes y encumbrándose especialmente abruptos en el sureste, se alzaban los picos aserrados de las montañas Kharolis. Xanthar se aproximó más al suelo. Las cumbres más altas de las montañas estaban nevadas; los picos más bajos lucían peñascos tapizados de líquenes, sin que árbol o arbusto alguno rompiera la uniformidad del paisaje hasta que la primera línea de vegetación, cientos de metros más abajo, marcaba la súbita aparición de tejos y árboles achaparrados. Debajo, de manera casi tan abrupta como la avanzadilla de árboles, empezaba el verdadero bosque de alta montaña: píceas, abetos y abedules, cuyas profundas tonalidades azules, verdes y blancas destacaban contra el gris moteado del suelo rocoso.

El gigantesco búho descendió planeando hasta aterrizar en lo alto de un promontorio. Se inclinó hacia un lado para que Tanis se bajara con facilidad, y después flexionó las alas. El semielfo se dijo que semejaba un Flint con plumas aflojando la tensión de los hombros tras una dura sesión en la forja, y también él se estiró.

—Es agradable pisar tierra firme otra vez —comentó.

Por una vez, Xanthar contestó hablando en voz alta, no mentalmente:

—Montas bien para ser novato, semielfo. Ahora he de ir a cazar la cena. Después también yo descansaré, aunque estoy seguro de que me resultará raro dormir durante la noche. Para mí, generalmente, es al revés.

—¿Crees que Kitiara y Lida se encuentran bien? —le preguntó de repente Tanis.

El búho reflexionó antes de responder.

—Creo que están vivas. Estoy convencido de que, si Kai-lid hubiese muerto, lo habría presentido.

—Has mencionado ese nombre en otras ocasiones… ¿Quién es Kai-lid?

—Es el nombre de Lida en el Bosque Oscuro: Kai-lid Entenaka —explicó finalmente Xanthar, tras una breve vacilación, inseguro de si debía extenderse más.

El semielfo sacó pan de su bolsa y le ofreció un trozo al búho. El ave lo examinó y después volvió la cabeza.

—Voy a cazar —fue cuanto dijo antes de alzar el vuelo y planear sobre el valle que se extendía al fondo.

Tanis se sentó, recostado contra una roca, y masticó el pan mientras disfrutaba contemplando la puesta de sol, sin perder de vista la figura cada vez más empequeñecida de Xanthar. Si no hubiera sido por lo preocupado que se sentía por Kitiara, la situación habría sido casi placentera. Xanthar era un compañero hosco, de genio vivo y un sentido del humor sarcástico, pero, después de todo, así era también Flint. Apoyado cómodamente en la roca, y siguiendo los movimientos del búho que planeaba sobre el terreno, Tanis sintió que los párpados se le cerraban otra vez.

Despertó sobresaltado cuando algo se estrelló contra el suelo, delante de él. Se incorporó de manera instintiva, con la espada en la mano, aunque no recordaba haberla desenvainado. Pero no había ningún goblin o slig agazapado ante él. De hecho, Tanis no apreció nada amenazador bajo la mortecina luz del ocaso. Miró al suelo. El cuerpo de un pequeño conejo yacía retorcido sobre las piedras. Alzó la vista, y su visión nocturna captó la silueta de Xanthar, muy arriba.

Sólo con pan no llegarías muy lejos, semielfo.

Tanis hizo un ademán de agradecimiento. Después recogió hierba seca y ramitas, y encontró un poco de leña seca debajo de un árbol muerto. Estaba en uno de los pocos cerros que tenían vegetación, y comprendió que Xanthar había tenido esto en cuenta a la hora de elegir un punto donde aterrizar. Tanis rascó el interior de las ramas secas y añadió las virutas resultantes al montón de yesca, que había colocado al lado de sotavento de la peña en la que había estado recostado. Después frotó el yesquero. Saltaron varias chispas, y, por fin, una de ellas prendió. Con cuidado, el semielfo alimentó la incipiente llama con hierba seca y ramitas finas, y el fuego prendió. A continuación echó ramas más grandes. Muy pronto, se encontraba acuclillado delante de una buena hoguera de campamento, desollando y destripando al conejo; una vez que estuvo limpio el animal, lo ensartó en un palo largo y recto. Sujetó el palo entre dos piedras y olisqueó el aroma de grasa derretida que goteaba y siseaba al caer en el fuego.

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