Pasajero K (25 page)

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Authors: Adolfo García Ortega

BOOK: Pasajero K
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Martine Cormac, sin pretenderlo, había conseguido un documento excepcional: la grabación de aquella conversación entre los funcionarios de Exteriores alemán e inglés se refería a la existencia de un informe detallado sobre el tráfico de órganos de las mujeres violadas y asesinadas, entre ellas las de Pale.

Llegado a este punto, Jergovic no dijo nada más. Extrajo de un bolsillo un papel doblado en cuatro y lo puso sobre la mesa. En ese instante, flotó en el ambiente entre ellos la devastadora sensación de tener la llave de la historia en la mano. Dijo que había transcrito lo sustancial, antes de añadir que estaba pensando mandarle una copia a Heinz. Sería su garantía. Aunque no quería darlo a entender, se sentía muy avergonzado, como quien va al entierro de la víctima siendo amigo del asesino.

Sidonie lo desdobló. Dominaba a duras penas su ansiedad. Primero lo leyó ella. Luego se lo pasó a Balmori.

Alemán: No nos gusta como está, lo mejor es negarlo, culpar a otros que ya sean culpables y que estén quemados.

Inglés: Si ya son culpables, que lo sean ahora por partida doble. ¿Es eso lo que quieres decir? Bien, tienes razón, no podemos evitarlo. Que lo asuman en Washington. Además, no nos corresponde a nosotros abrir más frentes. La prensa no dejaría pasar este botín.

Alemán: Por supuesto que no nos corresponde. Pero en el ministerio, eso puede dejar a más de uno calcinado. A mí, por ejemplo. Pero sobre todo arriba. Muy arriba.

Inglés: He de reconocer que en mi casa piensan lo mismo. Pero, maldita sea, joder, ¿qué son? ¿Psicópatas, monstruos? ¡Hacen su negocio con lo de los órganos y miramos para otro lado! De acuerdo, nos vienen bien, pero, ¿qué más quieren?

Alemán: ¡Vete a saber! Quizá un compromiso, una declaración.

Inglés: Pienso que tal vez sea falso, ¿no te parece?

Alemán: Aquí nada es falso. Aunque a veces nos equivocamos. Pero en esta ocasión, estamos seguros de que no nos equivocamos.

Inglés: ¿Y él? ¿Es, como dicen, una marioneta de Milosevic? Al parecer, los Milosevic no lo soportan. La mujer de Milosevic lo desprecia. Creo que pegaba a su primera mujer.

Alemán: Lo que hace es mentir todo el rato, eso es cierto. Pero es el líder, y en la nueva república que se han sacado de la manga lo veneran ciegamente por su padre, un
chetnik
. Tiene un plan brillante. Nos quita muchos problemas, con los islamistas llegando por todas partes y los rusos tan indecisos.

Inglés: Veamos, ¿quién conoce el informe?

Alemán: Pocos.

Inglés: ¿Quién lo ha hecho?

Alemán: Por lo que sabemos, un intérprete, de ACNUR o así, un serbio que es amigo o conocido de Karadzic. Se llama Jergovic.

Inglés: Lo cuenta todo, ¿no?

Alemán: Digamos que es un registro para dejar constancia de nombres, cifras, extracciones, rutas, responsables, cantidades. Qué sé yo. Todo lo que se hace con esos cuerpos, ya me entiendes.

Inglés: ¿Y eso nos implica a nosotros? Que se encargue la ONU mejor.

Alemán: Bien. Limpiemos el terreno y en paz. Lo demás, la ONU.

Inglés: ¿Quién más tiene ese informe?

Alemán: No lo sabemos, pero no deben de ser muchas personas.

Inglés: En mi casa no querrían que lo tuvieran los rusos, por ahora.

Alemán: Puede que ya lo tengan, pero no es seguro.

Inglés: ¿Y ese Jergovic, qué hay de él?

Alemán: Trabaja con Philippe, así que podría ser considerado de casa. Pero, claro, es serbio, y convencido. Yo no le dejaría mi coche.

Inglés: Eso no es un problema. Un poco de ideales no viene mal, por Dios. Y tú y yo no deberíamos estar hablando de esto, ¿no crees?

Alemán: No, seguramente no. ¿Qué opina Francia?

Martine Cormac: Desconozco de lo que habláis. Daré parte de lo que pueda, nada más.

Inglés: Bueno, lo único que hay que decir es que toca cerrarle el pico a alguien. Solo eso.

Alemán: Probablemente.

Inglés: Que se encargue Philippe. Es de los vuestros, ¿no?

Martine Cormac: ¿Morillon? Sí, es de los nuestros. En la ONU.

Inglés: Son cosas de la guerra. Cosas normales. Un general lo tiene que entender.

Alemán: Claro que lo entiende. Pero ahora también hay que dar juego a otros. Abramos el campo. ¿Qué tal si hablamos con Karremans? Es holandés, y los conoce a todos. ¿Cómo lo ves tú?

Martine Cormac: Francia no creo que se oponga. ¿Karremans? Sí, está bien. Cascos azules, ¿no?

¿Violaban a prostitutas?, preguntó Balmori.

No violaban a prostitutas, o tal vez sí; lo que él sabía con absoluta certeza era que prostituían a las que violaban. Lo hacían de forma automática: uno, tres, cinco hombres en cada violación. Algunas abastecían de sexo a muchos más. La expresión no era suya, era de Radovan. Abastecer de sexo lo decía como una manera de decir: fóllatelas.

¿Y él? ¿Había violado él alguna vez a alguna de esas mujeres?

Jergovic se quedó callado. No estaba allí en ningún juicio, no tenía por qué contestarle. ¿Quién era él? ¿Su amante? Demasiado mayor. ¿Su padre? Por otra parte, solo aceptaba las preguntas de la periodista. Luego miró hacia la puerta del Da Nino, donde estaba Zana, y optó por responder:

Por supuesto que no.

Hechos: según relató el propio Jergovic, era consciente de que aparecía por error en una lista de personas buscadas. Buscadas por violación, precisamente. Algunas, muy pocas, de las mujeres que sobrevivieron al deshuesadero de pollos de Pale testimoniaron que lo vieron por allí varias veces. No podían imaginar que estaba como intérprete. No lo tenía nada fácil para convencer al Tribunal de La Haya.

Para Balmori todo lo que decía Jergovic podía ser perfectamente tan falso como verdadero. Truculento, efectista, se imaginaba a la prensa del mundo entero sacándolo en primera página, salvándolo de la red de equívocos y confusiones en que se sentía atrapado desde hacía diecisiete años. Podía ser tráfico de órganos, tráfico de plasma sanguíneo, trata de blancas, prostitución consentida y compartida con los cascos azules, todo eso podía ser y nada a la vez. Podía ser cualquier cosa, a estas alturas. La prueba de la grabación era también muy ambigua. Hablaban de un informe que había hecho el propio Jergovic. ¿Para quién? ¿No decían esos diplomáticos o funcionarios, más propios de una novela de Le Carré que reales, que ese Jergovic era un «amigo o conocido» de Karadzic?

Jergovic se justificaba diciendo que le pidieron que lo redactara porque solo él conocía las dos partes, la de los serbios y la de los europeos que iban por el deshuesadero, los «pragmáticos». Un informe que reflejara la realidad, eso le pidieron. Solo eso, datos. Un informe para un chantaje generalizado contra todo el mundo, si llegaba la ocasión, y que al final tan solo le vendrá bien a él.

¿Era consciente del alcance de sus palabras? ¿Por qué huía? ¿De qué tenía miedo?

Porque lo querían matar. No dudaba de que enviarán a algún asesino ruso para eliminarlo, o alguno de Montenegro, del mismo pueblo que Radovan.

Sidonie tendría que abrirse paso en un bosque de posibles mentiras para llegar a una inquietante, y quizá exagerada, verdad. Por todo lo que decía saber, por ese informe que comprometía a no se sabía quién, Jergovic podría ser ahora mismo un cadáver. Los hombres del tren eran los dos asesinos que iban detrás de su pista, incluso creía que los seguían a ellos, a Sidonie y a Balmori, con el objetivo de llegar hasta el traidor serbio. Por otra parte, Balmori juraría haber visto al sosias de Sterling Hayden y al de aspecto anodino en alguna plaza o en alguna calle por las que habían pasado. Pero qué idiotez, seguro que era una paranoia suya. También juraría haberse sentido observado en algunas ocasiones, desde que estaban en Roma. Además, no tenía claro que si mataban a Jergovic fuese porque decía la verdad o porque la ocultaba. ¿O lo mataban porque en cierto modo había justicia en el mundo, una justicia tardía y sorda y tal vez insatisfactoria, pero que establecía una directa y privada relación entre el perpetrador y la víctima por medio de la ejecución? Tal vez esos dos asesinos a sueldo, del país que sean, supusieran en realidad la justicia innominada.

La justicia por hacer, eso era lo que retumbaba en la cabeza de Balmori.

Hechos: hubo violaciones, compartidas o aprobadas por los cascos azules; hubo mujeres violadas, torturadas y asesinadas cuyos cuerpos jamás aparecieron; hubo improbadas acusaciones de tráfico de órganos entre unos países y otros, pero sin indicar de qué cuerpos procedían esos órganos; hubo una política de exterminio de musulmanes para detener el integrismo (todos esos argelinos, egipcios, iraníes, qataríes, saudíes, bahreiníes, libaneses, musulmanes europeos que habían acudido a luchar en Bosnia) que empezó a aflorar cuando ya se había decidido hacer una limpieza étnica que repugnaba a Europa pero no a sus gobiernos. Todo eso estaba en el informe.

Hechos: había cabezas cortadas clavadas sobre empalizadas. Había cuerpos flotando por algunos ríos. Las bombas y los morteros estallaban sin parar, desmembrando por aquí y por allá. Véase el informe, insistía Jergovic.

Lo peor era que se procedía al día siguiente como si no hubiera pasado nada, concluía, desanimado. Pero Balmori pensaba que este diría cualquier cosa con tal de lograr la inmunidad. Se lo iban a acabar cargando los suyos, los serbios.

Esos también eran los hechos.

Había mafias que se encargaban de esas cosas por todo el mundo. Creaban el vínculo. Y ese vínculo no se deshacía jamás. Por eso Jergovic quería otra identidad, para de ese modo romper el vínculo. El tráfico de órganos era muy lucrativo. Quienes ayudaron a montarlo fueron personas sin escrúpulos del entorno de Radovan y de los dirigentes del Partido Serbio Democrático, y ahora estaban en el poder, eran los ricos empresarios y los honrados políticos serbios, eran buenos ciudadanos serbios, con prósperos negocios en Rusia y en el Este, hasta China. Jergovic contaba con datos y pruebas que involucraban a mucha gente, fotos y cintas de vídeo de personas que desde hacía más de quince años habían venido fraguando la base de la sociedad serbia. Y de la sociedad rusa. Lo matarían, si entregaba ese material a Sidonie. O a Heinz. O al fiscal Brammertz, en La Haya. Pero irá hasta el final para romper el vínculo. Solo quería romper el vínculo. Sabía que ellos, sus enemigos, harán lo que sea para que Radovan no hable más de la cuenta (y de eso el BIA ya se había encargado) y para que nadie los investigue a fondo. Que se centren en los criminales de guerra. Ya tenían su juguete en La Haya; a ellos, que los dejen en paz. Estaban preparándose un limbo de legalidad, un punto final, y Goran Jergovic podría dinamitar sus planes.

¿Qué pensaba de todo esto la periodista Sidonie Maudan, la famosa periodista Sidonie Maudan? ¿Podrá ayudarlo?

Sidonie estaba abrumada. Ni siquiera le afectó la ironía nihilista en que incurrió Jergovic. Miró de reojo a Balmori, cuyo rostro seguía luciendo los golpes de la batalla con Yuri. Admiraba a Balmori, el Justiciero. Se volvió hacia Jergovic y le dijo que para salvarse, será imprescindible su testimonio en La Haya. No veía otro camino.

Jergovic se lo pensó en la segunda botella de rosado. No había probado bocado de su cena. Nadie lo había hecho, en realidad. Daba un trago, rellenaba el vaso y daba otro trago más. Al final concluyó que no, no testificará; por ahora bastará con que ella saque toda esa mierda en la prensa. De lo demás, hablará con Heinz. Él sabrá cómo proceder.

Y contó una historia.

¿Sabían una cosa? A Radovan le impresionaba una paradoja de la Segunda Guerra Mundial, la época de su padre: que Churchill y Roosevelt no hubieran bombardeado Auschwitz, cuando ya tenían información más que suficiente acerca de lo que estaba ocurriendo allí. Radovan no lograba entenderlo. Si lo hubieran hecho, habrían ganado el Primer Premio de la Historia, el triunfo de la justicia, la esencia de todos los valores, el reconocimiento de la humanidad, el Bien. Pero no lo hicieron. Hicieron otras cosas, pero no esa, no bombardearon Auschwitz, lo ignoraron. Eso le dio a Radovan, por así decir, la autoridad moral para justificar sus actos. ¿De verdad iban a juzgarlo? Jergovic lo dudaba mucho. Harán una pantomima, todo el mundo llorará, luego todo el mundo dormirá satisfecho. Y volvió a lanzar uno de sus suspiros. Repitió que él solo quería otra identidad para romper el vínculo.

La decapitación de Holofernes. El inicio de la decapitación. Balmori, unos pasos atrás, grababa con su cámara a Sidonie, parada de pie, bolso en bandolera, gorro de lana, brazos cruzados a la espalda, frente al cuadro del museo Barberini. Era el momento en que ella asimilaba lo que le había contado Goran Jergovic estos días pasados.

Ese cuadro la interpelaba, sabía que era la explicación de por qué había llegado tan lejos en el asunto de las mujeres violadas. No tenía escapatoria, no podía poner objeciones, era una privilegiada, poseía por fin la información que precisaba para sus artículos, que serán primera página en las noticias del mundo. La famosa periodista Sidonie Maudan, como la llamaba irónicamente Jergovic, la Sidou campesina de Auvers, se hará verdaderamente famosa. Frédéric se sentirá orgulloso de ella, y Madi y muchos más. Solo la despertó de la irresistible atracción del Caravaggio la vibración del móvil.

Era Heinz desde Berlín. Quería saber cómo había ido todo. Ella balbuceó, aturdida, que sus encuentros con Jergovic habían resultado satisfactorios, impactantes incluso. Añadió que lo suponía a él al corriente de todo y le daba las gracias; lo sentía, pero no podía seguir hablando en ese momento, ahora tenía que colgar. No, no pasaba nada, únicamente buscaba tiempo, aire, la acidez del limón, la vida, nada más. Y colgó sin que el otro la hubiera entendido muy bien.

¡Cómo decirle que necesitaba imperativamente explicarse cuál era esa íntima y devastadora interpelación que sentía ante la escena del cuadro brutal que tenía delante! Temía reconocer el sentimiento que ascendía dentro de ella, ponerle el nombre adecuado: era alegría.

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