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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (86 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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Les hablaban como si fueran unos ignorantes pueblerinos a quienes les estaban haciendo el favor de sus vidas, como si nunca hubieran salido de ese cerrado valle ni conocieran el funcionamiento del mundo.

«¿Recuerdas, Jacobo —le había preguntado Kilian—, cómo se obtuvieron las tierras de los bubis? Pues esto es lo mismo. Y, al final, les tendremos que estar agradecidos porque viviremos mejor.»

Lo que nunca se comentaba en las reuniones era el beneficio que obtendrían los promotores inmobiliarios por unos terrenos cuyo valor se inflaba artificialmente en el mismo momento que dejaban de pertenecer a los habitantes de Pasolobino.

Jacobo miró a su hermano. ¿Cómo conseguía seguir adelante después de todo? Cuando por fin había conseguido llevar una vida normal en España, había perdido a su esposa. Recordó el día que Pilar, una mujer callada, sencilla y cauta, había llegado a la casa para hacerse cargo de Mariana durante sus últimos meses de vida, que pasó postrada en el lecho. ¿Quién le hubiera dicho que poco a poco iría haciéndose un hueco en el corazón de su hermano hasta el extremo de llevarle al altar? Sí, era cierto que Kilian no había dudado en casarse con ella en cuanto se enteró de que estaba embarazada porque seguía teniendo un alto sentido de la responsabilidad. Pero también era verdad que, gracias a ella, su hermano había conseguido calmar el desasosiego que se había traído de África. Pilar había supuesto un breve paréntesis de paz en la vida de Kilian. Ahora, la intranquilidad había regresado y Jacobo tenía una ligera idea de por qué.

—Supongo que habrás leído la prensa últimamente…

Kilian sacudió la cabeza.

—Hemos estado años sin saber nada y ahora no paran de salir noticias terribles.

—No todas son terribles. Dicen que el que está ahora quiere mantener buenas relaciones con España y que han empezado programas de cooperación.

—Ya veremos cuánto duran.

A Kilian no le importaban tanto las novedades políticas como las descripciones de los periodistas que habían estado en Malabo después del llamado
Golpe de la Libertad
de agosto de 1979, a manos del nuevo presidente Teodoro Obiang, en el que las puertas de las casas se abrieron y las calles se llenaron de gente que, aturdida, comenzaba a abrazarse, primero con timidez y recelo y, a medida que pasaban las horas, con euforia.

Todos los reporteros describían la situación del país que había dejado Macías como catastrófica. Malabo estaba en ruinas, sumida en el más completo abandono y devorada por la selva y la podredumbre. ¿Realmente podían creerse que se había terminado la pesadilla? ¿Los liberarían de los trabajos forzados? ¿Dejarían de robarles sus exiguas cosechas? Con motivo del juicio por el que se había condenado y ejecutado a Macías, había leído espeluznantes relatos que confirmaban la barbarie que había reinado en Guinea en los últimos años en los que el país se había convertido en un campo de concentración. Las regiones estaban devastadas por la huida de los habitantes, por el genocidio cometido por ese loco, o por las plagas de enfermedades debidas a la falta de alimentación y sanidad. Guinea había llegado al borde de la desaparición absoluta. ¿Y allí había abandonado él a su Bisila con dos niños? ¿Había sido capaz de permitir que viviera en el infierno mientras él se esforzaba por llevar una vida aparentemente normal? ¡Cuántas veces había sentido asco de sí mismo!

Si no hubiera sido por la ayuda de Manuel se hubiera vuelto loco. Cada cierto tiempo enviaba a su amigo un cheque cuyo importe él entregaba a médicos que viajaban en misiones humanitarias. Solo el dinero. Sin cartas. Ni una sola línea que pudiera servir para acusarla de nada. Por esa cadena de médicos, ambos sabían que estaban vivos. Ese pequeño gesto de entrega y recepción había sido su consuelo por las noches porque confirmaba el sentimiento permanente en su pecho, íntimo, secreto, misterioso, arcano, de que ella estaba viva, de que su corazón latía allí donde lo dejó…

—No le des muchas vueltas —dijo Jacobo—. Me alegro de que las cosas les vayan mejor, pero aquello para nosotros quedó atrás, ¿no?

Se frotó el ojo en el que tenía una mácula, recuerdo indeleble de los golpes que un día le propinara su hermano. Sabía que Kilian nunca le había perdonado, pero él tampoco había podido olvidar aquellos momentos.

Kilian permaneció en silencio. Para él, nada de aquello había quedado atrás.

Cada segundo de su vida se resistía a aceptar que aquella separación terrenal forzosa fuera el fin.

XX

Fin o principio

2004-…

—¿Y mamá? —preguntó Daniela, con el entrecejo fruncido en el gesto de confusión y alivio que lucía desde hacía días—. ¿Qué lugar ocupó ella en esta historia?

Desde aquella tarde en que Kilian les había abierto su alma para revivir aquello que había guardado en el corazón durante más de treinta años, el goteo de nuevas preguntas no había cesado. No había bastado con el descubrimiento de la verdad de que Laha era hijo biológico de Jacobo, hermanastro de Clarence y primo de Daniela. No. La verdad exigía más explicaciones, decenas de preguntas —tras un largo periodo inicial de silencio— que sirviesen para que cada uno pudiese seguir adelante con su vida después de la revelación.

Kilian suspiró. Él nunca se lo dijo ni ella nunca se lo preguntó, pero Pilar tenía la certeza de que su corazón pertenecía a otra. Lo único que le pidió fue que se quitara el collar africano que llevaba al cuello el mismo día que se casaron.

—Tu madre y yo pasamos buenos momentos juntos y me trajo a ti —respondió por fin—. Dios quiso que muriera poco después.

No le dijo que había llegado a sospechar que los espíritus se la habían llevado pronto para que su alma pudiera serle completamente fiel a Bisila.

—Tío Kilian —intervino Clarence—, ¿Y no pensaste nunca en regresar a Guinea cuando las cosas mejoraron después de Macías?

—Me faltó el coraje de hacerlo.

Kilian se levantó y comenzó a caminar por el salón. Se detuvo ante la ventana y contempló el paisaje brillante y vivaracho de ese mes de junio. Qué complicado le resultaba explicar aquello que, desde la perspectiva de la distancia y el tiempo, se comprendía de otra manera y se convertía en un sentimiento permanente de arrepentimiento. Con el paso del tiempo, tendía a acordarse más de las renuncias que había hecho, o de lo perdido, que de lo ganado. Sería propio de la edad…

Sí. Había sido un cobarde. Le había faltado decisión. Y lo que era infinitamente peor: se había amoldado finalmente a una cómoda existencia en su tierra natal. Recordó todo lo que había ido leyendo en la prensa sobre los acontecimientos de la historia reciente de Guinea Ecuatorial y las relaciones con España. ¿Cómo se había pasado de una íntima unión a la separación absoluta y al doloroso recuerdo? Unos decían que la decisión de no enviar una unidad militar o policial que protegiera a Obiang nada más derrocar a Macías —lo cual había permitido la entrada en escena de la guardia marroquí— había sido la primera razón del fracaso posterior de la actividad española, marcada por la ausencia de una política exterior clara y decidida y un terrible miedo a ser tildada de neocolonialista. España no había respondido con rapidez a la solicitud de respaldo del ekuele, la moneda guineana, ni a la petición de hacerse cargo del presupuesto guineano durante cinco años, lo cual le hubiera garantizado un trato preferente en negociaciones futuras, ni a la creación de un clima jurídico y económico que diera confianza y seguridad a posibles inversores.

El argumento más extendido era que los españoles no habían llegado nunca a plantearse en serio una verdadera cooperación moderna al estilo de Francia, que no había desaprovechado la ocasión para meterse por medio. Francia gastaba miles de millones en cooperación, mientras que España gastaba poco. Manuel le había contado que muchos antiguos propietarios como Garuz se habían quejado de que los millones pagados en sueldos para la cooperación habrían sido mejor empleados si se hubieran dado a personas con experiencia en Guinea, como ellos, para la recuperación de unos bienes con los que hubieran generado empleo y activado la economía. En fin: todas las noticias recogían las incompatibilidades de una situación compleja en la que por un lado estaban las contradicciones de las autoridades guineanas —muchas de las cuales eran las mismas de la época de Macías que no tardaron en volver a sus antiguas costumbres— y, por otro, la imprevisión, descoordinación y tardanza de la Administración española, que abordó una tarea de tanta envergadura sin ninguna experiencia previa.

Después, tanto el Gobierno como la oposición española comenzaron a ignorar el tema, en parte por estar ocupados en otras cuestiones como el golpe de Estado de Tejero, el terrorismo, la OTAN y la CEE, y, en parte, por comodidad. Y luego, cuando apareció el petróleo ya era demasiado tarde y otros países habían irrumpido para repartirse el pastel.

Como España, él había actuado con más complejos que decisión. Una idea —equivocada, tal como lo demostraban los acontecimientos desde el viaje de Clarence a Bioko— había ocupado su mente y su corazón durante muchos años: era imposible que Bisila lo siguiera amando después de haberla abandonado.

—¿Y ahora? —prosiguió Daniela—. ¿Por qué no vienes conmigo? Laha y yo estaremos unas semanas en Bioko antes de ir a California. La conoceré, papá.

Clarence estudió el perfil de su tío. Vio como apretaba los labios en un gesto de emoción contenida. Era difícil imaginar qué pensamientos cruzaban su mente.

—Gracias, Daniela, pero no.

—¿No te gustaría volver a verla? —Clarence no tuvo claro si la pregunta de Daniela nacía de la curiosidad o de la incertidumbre, o del miedo a los celos que la usurpadora del corazón de su madre, que ahora se convertiría en su suegra, le provocaba.

Kilian agachó la cabeza.

«Volver a verla…, sí, tal como la recuerdo, con sus vestidos ligeros, su piel de caramelo oscuro, de cacao y de café, sus enormes ojos claros y su risa contagiosa. Ojalá pudiera ser de nuevo el joven musculoso con camisa blanca y amplios pantalones que la hacía vibrar…»

—Creo que a ambos nos gustaría recordarnos como lo que fuimos, no como lo que somos.

—No lo entiendo…

«¿Cómo puede este mundo en color comprender aquellos días en blanco y negro que desaparecieron? Quiero recordar a Bisila tal como la he conservado en mi interior. En nuestros corazones sigue brillando el rescoldo de aquel fuego, pero ya no tenemos leña para que arda de nuevo…»

—Es mejor así, Daniela.

«Es mejor así. Tal vez exista un lugar lejos de este mundo cambiante e impaciente donde podremos juntarnos de nuevo. ¿Cómo lo llamaba ella? No era el mundo de los muertos, no. Era el de los
no vivos
. En eso confío.»

—¿Qué más da que ya seáis mayores? ¿Te crees que no verá fotos en las que salgas tú? ¡Pienso llevarle un completo reportaje de Pasolobino!

—No quiero que le enseñes fotos donde aparezca yo y no quiero ver ninguna de ella. Prométemelo, Daniela. No nos muestres cómo hemos cambiado. ¿Para qué estropear los sueños de unos viejos? ¿No es suficiente con hablar de mí?

«¡Dile que nunca me he olvidado de ella! ¡No he pasado ni un solo día de mi vida sin pensar en ella! Dile que siempre ha sido mi
muarána muèmuè
… Ella lo comprenderá.»

Daniela se acercó a su padre y lo abrazó con una ternura exquisita, como si ya lo echara de menos. Un futuro nuevo se abría ante ella: un futuro lleno de experiencias que vivir junto a Laha. Pero lo inquietante del futuro, además de ser incierto, es su capacidad para alejarnos de lo que fuimos, de lo que hicimos y también de lo que no hicimos. Aun teniéndolo entre sus brazos, Daniela comenzó a echar en falta a su padre, gracias a cuyo pasado su propia vida comenzaba a la misma edad en la que él se había embarcado rumbo a una lejana isla africana, llena de palmeras y cacaotales donde las piñas de negro cacao se doraban al sol, dejando atrás las casas de piedra y pizarra que se apretaban unas contra otras bajo el grueso manto de la nieve inmaculada.

—Bueno, bueno, hija, ya está. —Kilian, conmovido por la muestra de cariño de Daniela, se levantó con los ojos brillantes de emoción—. Os dejo. Estoy cansado.

Ellas se quedaron unos minutos en silencio. Finalmente, Clarence dijo:

—Te echaré mucho de menos, Daniela… Ya nunca será lo mismo.

Daniela tamborileó los dedos sobre la mesa, pensativa. Comprendía cómo se sentía Clarence. Tanto ella como Laha habían pasado por una fase de sorpresa, incredulidad y desconcierto al conocer la verdadera identidad del padre biológico de Laha, que, además, había matado al padre de su hermano, Iniko. Por mucho que aquello hubiera sucedido en defensa personal, la justificación no hacía menos difícil la aceptación. Pero, a pesar de estos comprensibles sentimientos, tanto ella como Laha habían podido entender mejor que nadie el significado de la palabra
alivio
.

Por el contrario, la situación de Clarence era más complicada. Por un lado, y en parte porque durante algún tiempo ya lo había sospechado, estaba encantada de que unos vínculos superiores a la amistad la unieran para siempre con Laha, a través del cual Iniko también pasaba de ser una aventura vacacional a ser el hermano de su hermano, de modo que sus vidas no se diluirían en la nada del olvido. Ella sabría de él y él sabría de ella aunque siguieran sus propias sendas. Por otro lado, sin embargo, le costaba tanto aceptar el papel de su padre en toda la historia que, directamente, le había dejado de hablar.

—Clarence… —Daniela respiró hondo—. ¿No crees que ya ha pasado el tiempo suficiente para que hables con tu padre? Más tarde o más temprano lo tendrás que hacer.

—Me siento incapaz, Daniela. ¿Y qué le diría? Sigo sin comprender cómo Kilian pudo ocultarnos la existencia de Laha. Me parece vergonzoso por su parte, pero al menos él sufrió el castigo de la separación de Bisila. Pero papá… —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Papá violó y mató y resultó impune. No sé cómo mamá puede seguir con él. Ella no desconocía la fama de mujeriego y juerguista que papá tenía antes de casarse con ella, pero lo que hizo no tiene nombre. ¿Cuánto peso tiene el pasado? Para mamá, por lo visto, nada. ¿Sabes qué me respondió el otro día por teléfono? Que ya eran viejos, que aquello pasó antes de casarse, que cómo no iban a perdonar más de treinta años de matrimonio el acto imperdonable de una noche de borrachera…

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