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Authors: Luz Gabás

Tags: #Narrativa, Recuerdos

Palmeras en la nieve (80 page)

BOOK: Palmeras en la nieve
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—Lo que me molesta es que no sepa aceptar una disculpa —respondió el joven sin perder la calma. Caminó hacia la mesa tranquilamente, se sentó e indicó a sus amigos que hicieran lo mismo.

El hombre de la barra pagó su consumición y se dispuso a salir, pero, antes, extendió un brazo en el aire como queriendo abarcar todo el espacio que ocupaban los blancos, incluida la mesa donde se sentaba Kilian, y dijo:

—No saldréis ninguno vivo de aquí. Os cortaremos el cuello. A todos.

Se produjo un desagradable silencio, que Manuel rompió al susurrar:

—Ya lo verás, Kilian. Julia tampoco me hace caso, pero, al final, tendremos que salir por piernas. Todos. —Le lanzó una mirada de absoluto convencimiento—. Incluido tú.

—¿Estáis seguros de que esto es lo mejor? —preguntó Julia con los ojos llenos de lágrimas—. Papá, mamá… Aún estamos a tiempo de echarnos atrás.

Generosa se arregló el cabello frente al espejo que había sobre el trinchante del comedor, junto al colmillo de marfil. El espejo le devolvió una imagen muy diferente a la de décadas atrás, cuando Emilio y ella montaron la factoría y se instalaron en la vivienda del piso superior. Recordó las lágrimas que había derramado al dejar a su única hija con los abuelos hasta que ellos pudieron ofrecerle la buena vida que habían deseado, y los muchos momentos felices que habían disfrutado los tres en Santa Isabel. Los años habían pasado volando, borrando el brillo de su cabello oscuro y trazando profundas arrugas alrededor de sus ojos. Suspiró.

—Ahora, al menos, podemos sacar algo, no mucho, pero más de lo que tendríamos cuando nos echen…

—Pero… —comenzó a protestar Julia—, si estuviera tan claro que eso fuera a suceder, ¿por qué querría un portugués comprar la factoría?

—João sabe lo mismo que yo.

Emilio terminó de ordenar unos papeles sobre la mesa en la que también había cuatro o cinco ejemplares del
Abc
de 1968, con grandes fotos en las portadas de los últimos acontecimientos de Guinea. Se levantó y caminó levemente encorvado hacia la ventana.

—Nadie le obliga a quedarse con el negocio. En todo caso, él sí que es un valiente… Ojalá hubiésemos tenido las agallas de no reconocer la nueva república como ha hecho Portugal.

Consultó su reloj y luego miró por la ventana con impaciencia. Deseaba que João llegase pronto y acabasen cuanto antes con ese desagradable asunto. Cuando el amor se terminaba en cualquier noviazgo, pensó, lo mejor era cortar por lo sano. A él le sucedía lo mismo con Guinea. Un montañés tenía su orgullo. Se aclaró la voz antes de añadir.

—Además, tiene aquí un montón de hijos con una nativa. Razón de más para seguir adelante…

El comentario de su padre hizo que Julia pensara en Kilian. Si hacía caso a los terribles presagios de su padre y de su marido, ¿también tendría él que marcharse? ¿Y dejar al hijo de Bisila a merced de la incertidumbre? Era más que evidente cuánto adoraba Kilian al pequeño. No podría abandonarlo.

—¿Por qué no crees al nuevo presidente? —Julia se le acercó y se colgó de su brazo—. ¿No lo han apoyado desde España? Desde el doce de octubre…

—¡No me recuerdes esa fecha! —Emilio apretó la mano de su hija—. Todos esos jóvenes locos convirtieron la ciudad en un infierno… Ese fue el principio del fin, sí, cuando rompieron todos los cristales de las casas y negocios, y derribaron la estatua del general Barrera ante el mismo Fraga Iribarne… ¡Vaya manera de agradecer el traspaso de poderes!

—Era su primer día de libertad, papá. Pero, desde entonces, todos los discursos de Macías han estado llenos de alabanzas a España. Ha prometido que seguirá la política de los últimos treinta años del generalísimo y anima a los empresarios españoles a que sigan invirtiendo en Guinea…

—Sí, ya le daría yo al gallito ese… —intervino Generosa con un tono mordaz y amargo—. Ahora está eufórico, pero ya veremos qué pasa cuando deje de recibir dinero… A ver cómo cumple sus promesas electorales.

Emilio resopló, se soltó del brazo de su hija y comenzó a caminar por el salón, intranquilo.

—Soy perro viejo, Julia. Hacemos lo correcto. Si firmamos hoy, nos quedaremos el tiempo que nos cueste recoger nuestras cosas y encargarnos del envío. Después… —levantó los ojos al cielo— Dios dirá.

Julia se mordió el labio para contener la rabia que le producía la determinada resignación de su padre. Miró su reloj. En realidad, no tenía prisa. Manuel se había quedado con los niños para que ella pudiera convencer a sus padres de que desistieran de la idea de entregar a otro el fruto de los esfuerzos de toda una vida. Pero no se sentía capaz de estar presente. Su alma se resistía a abandonar el que consideraba su hogar. Sintió una punzada de remordimiento. Si Emilio y Manuel estuvieran en lo cierto, estaría haciendo correr a sus hijos un gran peligro. Tal vez debiera abandonar su obstinación y pensar en ellos… Si algo les pasara, no se lo perdonaría nunca. Más valía prevenir que no poder curar. Decidió reconsiderar su postura sobre la posible marcha de la ciudad, pero no quería estar presente en el momento de la firma del contrato.

—Lo siento, pero no puedo esperar más. Tengo que ir a por los niños. De todos modos, no creo que pueda haceros cambiar de opinión.

Cogió su bolso y las llaves del coche. Se acercó a su madre para despedirse y se sorprendió de lo serena que aparentaba estar, aunque en el fondo estuviera desolada.

—Te acompaño a la calle —dijo Emilio—. A ver si llega de una santa vez.

Abajo, la puerta de la factoría se abrió y salió Dimas.

—¡Hombre, don Emilio! ¿Qué es eso que me han dicho de que le vende el negocio a un portugués?

—Al final lo habéis conseguido. Nos vamos.

—¿No cree que exagera un poco?

—Eso pregúntaselo a tu hermano. ¿No lo han vuelto a ascender?

Las arrugas de las mejillas de Dimas se separaron al esbozar una amplia sonrisa de orgullo.

—Sí, señor. Lo han nombrado ayudante del vicepresidente del Tribunal Supremo.

Julia hizo un gesto de asombro. Había escuchado que el nuevo presidente Macías había incluido a miembros de los diferentes grupos tribales y partidos, incluso a los candidatos vencidos, tanto en el Gobierno como en los órganos superiores, como recompensa al apoyo que le dieron todos al ver que se iba a alzar con la victoria, y que los Consejos de Ministros se celebraban en un ambiente de cordialidad y concordia, pero el puesto de Gustavo era realmente importante.

—Espero que le dure —dijo Emilio, en tono mordaz.

—Papá… —intervino Julia, sabedora de lo fácilmente que su padre se enzarzaba en una discusión.

—¿Y por qué no le habría de durar?

Emilio sacudió la cabeza.

—No te hagas ilusiones, Dimas. Yo también lo tuve todo y ahora tengo que desprenderme de ello. Ojalá me equivoque y no tengas que regresar a tu poblado natal… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Ureka.

Alguien pronunció su nombre y se dio la vuelta.

—Aquí estás, João, por fin. —Besó a su hija—. Muy bien, pues, acabemos con esto de una vez.

—A chapear, José. —Garuz se frotó los ojos con cansancio. Los siete encargados de que Sampaka siguiera funcionando aprovechaban la sobremesa para relajarse un rato—. Macías ha dicho que enviará a todos los blancos a arrancar las malas hierbas.

Kilian releyó el último párrafo de la carta que acababa de recibir de su madre, preocupada por las noticias recibidas a través de unos vecinos del valle que trabajaban en otras fincas:

¿Qué haces que no regresas
?
No entiendo tu obstinación por permanecer allí en esas circunstancias. Ya no sé qué es cierto y qué es mentira. Unos dicen que los españoles duermen con las pistolas debajo de la almohada o que no quieren dormir en sus propias casas por miedo
;
otros dicen que no es para tanto… Si es por el dinero, no te preocupes. Más no puedes hacer. Tu padre estaría orgulloso de lo que has trabajado para que Casa Rabaltué, tu única casa, luzca como lo hace ahora. Guinea se quedó con mi querido Antón
:
no me gustaría que se quedara también con uno de mis hijos… Ya es hora de que estemos juntos. Nosotros ya hemos dado y recibido todo lo posible de Fernando Poo
.

Un abrazo de tu madre, que te quiere
.

Dejó la carta sobre la mesa. Recordó con qué ansias había leído sus primeras cartas en esa misma mesa hacía justo dieciséis años, cuando era un joven con ganas de conocer mundo que, sin embargo, añoraba demasiado su hogar. Ahora leía las palabras de su madre narrándole las ilusiones de Jacobo ante los cambios que se comenzaban a producir en Pasolobino y todo le resultaba más que extraño, ajeno. Como si la carta fuera dirigida a otra persona. Ahora su lugar estaba al lado de su nueva familia. Tenía que trabajar para sacarlos adelante.

Maldijo por lo bajo su mala suerte. Si las cosas no estuvieran cambiando, podrían haber soñado con comprarse una casa en Santa Isabel. En realidad, no aspiraba más que a lo que casi todo el mundo: una familia y un hogar. Quizá no era lo que él había planeado para su vida años atrás, pero, poco a poco, su destino se había ido labrando en esa dirección, y él no quería desviar el rumbo. Eran las circunstancias externas las que se obstinaban en obligarle a modificar su suerte.

—¿Por qué se habrá enfadado tanto Macías? —escuchó que preguntaba José.

—¡Por todo! —respondió Garuz malhumorado—. Se enfada por todo. Ve fantasmas por todos lados. Hace un par de semanas protestó porque todavía había demasiadas banderas españolas ondeando y ordenó que fueran arriadas. El cónsul español se negó y Macías exigió que el embajador abandonara el país. Desde entonces no han parado los casos de violencia, agresiones y saqueos contra los colonos españoles. Cualquier día llegarán a Sampaka.

Simón terminó de servir otra ronda de café que todos, menos Waldo y Nelson, aceptaron.

—Los aviones y barcos se van llenos de gente —dijo—. Tal vez deberían marcharse todos ustedes también.

—Todavía hay tropas españolas y Guardia Civil. Yo no pienso irme.

—No lo digas tan rápido, Kilian —intervino Gregorio—. Macías ha acusado a la Guardia Civil de asesinos y a la Guardia Nacional de planear un golpe de Estado junto con los madereros españoles.

Kilian se encogió de hombros.

—Tú, si quieres, puedes largarte. Con los que estamos nos bastamos para sacar la cosecha adelante.

Garuz lo miró con satisfacción. ¿Quién le hubiera dicho que aquel muchacho tendría tantas agallas?

—Yo no pienso renunciar a mi sueldo mientras pueda —dijo Gregorio—. Pero cuando llegue el momento, me largaré. Afortunadamente, no me he complicado la vida como tú.

Kilian le lanzó una mirada de advertencia que él sostuvo desafiante. No iba a consentir que el gerente creyera que la verdadera razón por la que Kilian no quería irse era su alto sentido del deber.

—A todos se nos ha complicado —comentó Garuz.

—Sí, pero a este más.

Garuz frunció el ceño.

Antes de que Gregorio pudiera añadir ningún comentario desagradable sobre lo que a él le producía tanta felicidad, Kilian, mirando directamente a los ojos de Garuz, se apresuró a intervenir:

—Estoy casado por el rito bubi con Bisila, una de las hijas de José, con quien tengo un hijo llamado Fernando Laha. No lo oculto. Creía que usted también lo sabía.

Todos esperaron en silencio la reacción del gerente.

—Vaya por Dios…

Garuz se sirvió otro café. ¿Cómo no se había enterado antes? Era cierto que nunca había prestado mucha atención ni a la vida privada de los demás ni a las habladurías porque siempre tenían que ver con lo mismo —amoríos, líos, hijos no deseados—, pero la noticia le resultó de lo más sorprendente por referirse, precisamente, a Kilian. ¿Así que esa era su verdadera razón para no marcharse? Sintió una punzada de decepción. Lo que él había tomado por arrojo y valor no era sino un capricho que acabaría como todos los demás: en nada. No obstante, tenía que reconocer que la manera natural, incluso orgullosa, con la que Kilian le había puesto al día de su situación dejaba pocas dudas sobre la importancia de la relación.

—No pienso abandonarles —añadió Kilian, al ver que Garuz se había quedado mudo.

Garuz recuperó su convicción y su tono firme:

—Más tarde o más temprano, Macías se dará cuenta de que nos necesita. ¿De dónde va a conseguir ingresos más que de explotaciones como esta? De todos modos, no está de más que tomemos unas precauciones, al menos por el momento. —Señaló a Simón, Waldo, José y Nelson—. Vosotros no os mováis de la finca…

—Pero esto no va con los nigerianos… —protestó Nelson. Temía que cualquier sugerencia añadiera nuevos obstáculos a sus, cada vez más difíciles, encuentros con Oba.

—De momento no, pero todo se andará… —Garuz señaló a Kilian y Gregorio—. Y vosotros…

El sonido del claxon de un coche que alguien hacía funcionar de manera insistente acompañado de gritos interrumpió la charla. Salieron del comedor a toda prisa y vieron a Emilio, encolerizado, dando voces con medio cuerpo fuera de la ventanilla. A su lado, el padre Rafael, a quien había recogido en el poblado Zaragoza, se llevaba las manos a la cabeza.

—¡Cálmate, Emilio! —dijo Garuz—. ¿Qué pasa?

—¡Tengo que avisar a mi hija! Lorenzo, Kilian, Gregorio… ¡Venid a casa de Manuel!

Las ruedas del Vauxhall levantaron una polvareda y Emilio condujo varios metros hasta la casa del médico.

Minutos más tarde, ya en el salón de la vivienda, les contó lo que había sucedido:

—Ha habido un intento de golpe de Estado. Macías acusa a España y el culpable, Atanasio Ndongo, ha sido asesinado. Bonifacio Ondó y otros políticos que no son de su cuerda han sido detenidos y encarcelados. Gustavo también. No han dejado de pasar por la calle vehículos militares toda la noche. Ahora estamos en estado de emergencia. ¡Deberíamos habernos marchado hace unos días en el Ciudad de Pamplona, con los últimos…! Julia, Manuel, coged lo más importante, dinero, joyas y pasaporte, y olvidaos de lo demás.

—Pero España… —comenzó Julia.

Su padre la cortó, tajante:

—Julia, España ya no intervendrá en los asuntos de Guinea. Yo me voy a la ciudad para gestionar los pasajes. Permaneceremos juntos hasta conseguir barco o avión, lo primero que salga, hoy o mañana… Y vosotros… —se dirigió a los demás—, deberíais hacer lo mismo.

Manuel miró a Garuz, consternado. La preocupación de su suegro estaba más que justificada, pero ¿qué harían las personas que aún quedaban en la finca sin un médico?

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