Huele a flor y a perro.
—¿Listo para ver la habitación uno-cero-uno? —pregunta.
Palaiopoulos señala con el pulgar a la derecha, hacia una réplica de la Atenea de Fidias esculpida en silicona.
—Me pregunto qué demonios pinta la diosa de la sabiduría en el rectorado de una estación universitaria —dice.
Deckard se sitúa tras la silla para empujarla:
—Atenea es también la diosa de la estrategia y la guerra justa —dice.
—Precisamente: quedaría mucho más propia una diosa Kali. Con la lengua fuera y un collar de calaveras. Y quizá unos zapatos de tacón.
Deckard chasquea tres veces la lengua:
—
Pas de touché
, me niego a contabilizar sus tantos hasta que hayamos llegado a la pista de esgrima.
Unas puertas automáticas separan el hall de la estancia principal. Es un salón muy amplio, con una cubierta transparente que se dobla sobre sí misma para continuarse con la cristalera que da a la terraza. Afuera se ve un jardín hidropónico alrededor de un estanque. Arriba, a través del techo transparente, la cúpula de la estación y el fulgor de Sun amortiguado por los paneles cenitales oscurecidos al máximo. El suelo está cubierto por una moqueta nanotécnica de pelo largo que dificulta el rodar de la silla. Hay una gran mesa con cuatro sillas de respaldo alto. Hay un sofá y varias butacas. Hay una chimenea chapada en metal cobrizo que parece capaz de alojar fuego auténtico. Dominan el negro, el marrón y el morado. Hay una mesita cuadriculada con piezas de ajedrez en mitad de una partida. Hay candelabros. Las velas blancas están intactas, quizá ni siquiera son de parafina.
—Quedaría bien un búho artificial volando por aquí —dice Palaiopoulos.
—Sólo los emocionalmente débiles tienen mascotas —dice Deckard. Y dice—: ¿Le importa que me ponga cómoda? Relájese usted también, considérese en su propia casa.
Deckard presiona con la puntera de un zapato contra el tacón del otro hasta que le salta del pie. El segundo se lo quita ayudándose con la mano. Ambos quedan allí mismo, sobre la alfombra de pelo largo.
Su estatura ha descendido 8 centímetros.
Se desabrocha la chaqueta del traje azul empezando por el botón de abajo y subiendo. Son nueve botones en total. Al quitarse la chaqueta una de las mangas queda vuelta del revés. La lanza hacia una butaca. Se desabrocha también los puños de la blusa blanca, se desabrocha el cuello y se afloja la corbata azul.
—¿Le apetece una copa? —dice.
—No debo, estoy a punto de morir de un fallo cardíaco —dice Palaiopoulos—. ¿He de considerar que hemos llegado ya a la pista de esgrima?
—Depende. Supongo que no me va a contar sin más qué se proponen esos tres alumnos suyos que andan por ahí sin chip subcutáneo, ¿estoy en lo cierto?
—En efecto: no se lo voy a contar sin más —dice Palaiopoulos.
Deckard se acerca al mueble bar. Se retira el palo de aluminio que le aguanta el moño. Mueve la cabeza para que el cabello le caiga. Se lo ahueca. Toma un vaso chato y vierte en él un poco del contenido de una botella de cristal tallado. Después se vuelve y se acerca con el vaso a Palaiopoulos en su silla de ruedas. Lo levanta ante él.
—Entonces,
en garde
—le dice.
Palaiopoulos mira a la rectora de arriba abajo. Sin los tacones los pantalones del traje le quedan demasiado largos y el cabello sobre los hombros acentúa aún más la merma de su estatura. Sin embargo piensa una vez más que es una mujer bella. Su cirugía es de primera, apenas aparenta unos setenta años. Bajo el maquillaje ligero, su rostro es simétrico y su piel tersa y sin manchas. Y ahora que la ve con el uniforme descompuesto, le parece poder apreciar como nunca antes la perfección de sus rasgos.
—¿Es ahora cuando va a sacar la jaula llena de ratas? —le dice—. La verdad es que como habitación uno-cero-uno esto deja bastante que desear...
Deckard bebe y deja el vaso en la mesita de ajedrez. Se acerca a la chimenea chapada en metal bruñido, pulsa el encendido y los sopletes de fuego auténtico empiezan a calentar el combustible sólido que imita a unos troncos de roble. Habla mientras espera a que prendan:
—Orwell debía de tener una mente enferma —dice—. Sólo eso explica que se pasara la vida imaginando habitaciones siniestras y horrores futuros. Distopías, ¿no las llamaban así?
—Distopías, antiutopías, cacotopías... —dice Palaiopoulos.
—Es curioso —dice Deckard—. Durante la mayor parte de la historia se han imaginado preferentemente sociedades idílicas: la República de Platón, la Ciudad de Dios, Utopía, la Nueva Atlántida... Pero de pronto todo el mundo se obsesiona con las pesadillas totalitarias, y eso ocurre justo a principios de su siglo natal.
—Vaya: no sabía que le interesara el pensamiento precomputacional...
—¿Finge usted que me subestima, profesor? —Palaiopoulos sonríe—. Dígame: por qué ese pesimismo súbito nada más empezar el siglo 20, cómo explicaría usted este fenómeno a sus alumnos de cine.
—El siglo 20 trajo la tecnología y con ella la posibilidad de controlar mejor a las personas.
Los troncos de la chimenea han prendido y Deckard se desplaza hasta el reproductor de música. Sigue hablando:
—Eso no tiene mucho sentido. No creo que haya mayor avance tecnológico que el dominio del fuego, o quizá el poder plantar y hacer crecer una lechuga. Los grandes avances técnicos de la humanidad están en su prehistoria, no en el siglo 20. Yo diría que la razón del típico pesimismo vigésimico es otra.
—¿Se refiere a las dos guerras mundiales, a la Gran Depresión, al holocausto judío, al fascismo, a los sucesivos genocidios en África y Asia...?
—No, nada de eso supera a la peste bubónica del siglo 14 y todo lo que a Boccaccio se le ocurrió escribir fue el
Decamerón
.
—Entonces qué —dice Palaiopoulos.
Deckard no contesta. Ha activado un banco musical de jazz cool. Empieza a sonar
Time Out
, del cuarteto de Dave Brubeck.
—Créame que ha logrado usted interesarme en su siglo —dice—. Al principio ese jazz que tanto le gusta a usted y a sus alumnos de cine me parecía puro ruido, pero confieso que he llegado a tomarle algún aprecio. En especial el de los años cuarenta y cincuenta: bebop, hard bob, costa oeste... Las tensiones armónicas de ese periodo tienen un no sé qué de inesperado que resulta muy estimulante en contraste con la música computacional... ¿En qué año exactamente nació usted, profesor?
—En 1947, el mejor año de Charlie Parker.
Deckard alza las cejas:
—Luego tiene usted... ciento cuarenta y...
—El doce de marzo pasado cumplí 142 años... Pero estaba usted a punto de explicarme por qué cree que el siglo 20 fue tan pesimista.
—Contésteme usted antes a algo: desde la perspectiva privilegiada que le otorga su edad, ¿de verdad cree que se ha cumplido alguno de esos vaticinios distópicos?, ¿que nuestro mundo se parece en algo al que imaginó Orwell en
1984
?
—En algo sí.
Deckard se ha sentado en el rincón que forma el sofá grande, frente al profesor. Estira los pies cruzados sobre el mullido, con el vaso al alcance en una mesa auxiliar. Toma de ella una caja de madera. Saca un cigarrillo ya liado. Ofrece a Palaiopoulos, que declina con un gesto. Saca un encendedor. Prende el cigarrillo.
—Por ejemplo en qué...
—Por ejemplo en esa perversión del lenguaje... «Funcionario privado», «recomendación obligatoria»... Pura neolingua.
Deckard hace girar el líquido en su vaso:
—El lenguaje evoluciona. ¿Qué eran esos vigilantes de aparcamiento vigésimicos, o los guardias de seguridad de un antiguo banco?: la semilla de lo que hoy es un funcionario privado. Todo eso existía ya de hecho en su siglo. ¿Tan horrible le parece que usemos esas nuevas expresiones?, ¿es ése todo el problema?
—Puede que sea peor fijarse en las palabras que ya no se usan.
—A qué palabras se refiere.
—¿Cuánto hace que no oye pronunciar la palabra «arte»?
—Ah, el arte... —dice Deckard—. La forma más degradada de trabajo humano... Quizá fuera una buena terapia en su tiempo. Pero quién necesita dedicarse al arte cuando la psiquiatría dispone de los fármacos adecuados. Y en cualquier caso, quién quiere pagarle derechos de autor a un neurótico por lo que puede hacer una máquina.
—Y qué me dice de la palabra «amor»...
—También dejó de ser útil hace tiempo, ¿no le parece?
—Eso es lo malo: primero redujeron el amor al sexo, y luego convirtieron el sexo en un deporte que se practica en una sala de realidad virtual.
Deckard sonríe:
—«Redujeron», «convirtieron»... ¿Quiénes redujeron y convirtieron? Ha visto usted demasiadas películas planas, profesor. La anomalía es precisamente eso que usted llama «amor»: un delirio romántico que pervivió en algunos aspectos hasta bien entrado el siglo 20, eso es todo. Quizá algún día vuelva a estar de moda la palabra, no se puede descartar, pero en cualquier caso no veo cómo su caída en desuso puede ser considerada un síntoma de decadencia. Estamos en un momento de enorme expansión económica, la conquista del espacio es una tarea épica, nos tiene a todos demasiado ocupados como para ensimismarnos en emociones tan delicadas y extravagantes como el amor, o el arte, esas flores de invernadero.
—Expansión económica de unos pocos. El hipercapitalismo no ha evitado que gran parte de la humanidad viva todavía en condiciones precarias, hacinada en Earth.
—¿Más hacinada que en una de aquellas favelas vigésimicas? ¿En condiciones más precarias que antes de que se creara la Unión Occidental? Los pobres actuales sólo lo son en comparación con los ricos actuales: comparados con los pobres del siglo 20 parecerían burgueses acomodados. Eso es el hipercapitalismo.
—La pobreza se define siempre en un contexto contemporáneo. El desequilibrio ha aumentado. Los ricos son muchos menos y mucho más ricos.
—¿Menos y más ricos que, digamos, en la Grecia clásica? En cualquier caso, ¿qué tiene eso de intrínsecamente malo?
—Para mí mucho. Y para mucha otra gente también. «Justicia social», otra expresión caída en desuso.
—Temo que no podamos permitirnos una justicia que se oponga frontalmente a la eficacia. En una sociedad altamente tecnologizada el trabajo humano sin cualificar es un bien irrelevante. Basta formar a unos pocos entre los mejores para mantener la productividad, y el resto puede vivir en la holganza permanente. Desde luego ese resto no dispone de apartamentos tan confortables como los pocos que nos formamos, trabajamos, producimos y después tributamos el ochenta por ciento de nuestras ganancias para mantener a los que todavía hablan de amor, de arte y de justicia social. ¿Le parece eso injusto para ellos?
—No todos tienen acceso a la formación necesaria para ser productivos. La educación universitaria es un privilegio: un año en Oxford 7 cuesta diez veces el sueldo anual de un empleado de mantenimiento, y sacar adelante un superdoctorado supone al menos treinta años de dedicación exclusiva al estudio.
—Se olvida usted de nuestro magnífico sistema de becas.
—Que están supeditadas a la aceptación acrítica de todas las normas del sistema. El sistema premia la sumisión.
—Sin embargo ese Leroy Torres representante de los alumnos no parece muy sumiso, y según tengo entendido es el hijo becado de una soldadora de fibra óptica de Yellow Grass. Yo misma tuve una madre subalterna, una simple empleada de mantenimiento.
—Ése es un argumento casuístico.
—Bien: estoy en condiciones de negar la tesis. El sistema premia la obediencia a las reglas básicas de comportamiento en sociedad, cierto, pero la libertad académica e intelectual es ahora incomparablemente mayor que en su siglo 20.
—Demuestre eso.
—Fácil. Albert Einstein era un mamarracho que introducía constantes arbitrarias en sus ecuaciones para que le cuadraran, y por si fuera poco negó las primeras evidencias de la física cuántica arguyendo aquella bobada de Dios y los dados. Pero por razones políticas se hizo de él un tótem incuestionable y llegó a convertirse en el paradigma de la inteligencia humana.
—En aquel tiempo sus teorías fueron un avance.
—Schrödinger, fue un avance; Heisenberg y Pauli, fueron un avance. Einstein no fue más que la Marilyn Monroe de la física.
—Es mejor estudiar una Teoría de la Relatividad equivocada que una historia cierta de Apple y Coca-Cola.
—Yo creo lo contrario. No subestime el contenido de nuestras nuevas asignaturas. Por ejemplo para un ingeniero emocional son sumamente interesantes.
—Sin embargo no se impartirían en ninguna universidad si no fuera por la presión de las marcas en cuestión.
—Son asignaturas opcionales y la imparten estudiosos independientes, tan críticos con las marcas como la conciencia les dicte. En realidad se estudia la trayectoria histórica de esas corporaciones como puro fenómeno que es posible observar con criterios científicos, eso es todo.
—Y de paso se hace publicidad.
—De paso. Nada comparado con el partido que se les sacaba a las patrañas sobre el cambio climático a finales del siglo 20...
—Quizá algunos científicos estaban equivocados, pero eran honestos.
Deckard sonríe:
—Usted sabe perfectamente que eso no es verdad. Lo cierto es que nadie que opinara en contra de lo establecido, nadie cuyo pensamiento no hubiera sido políticamente corregido, podía sobrevivir en aquel contexto de pensamiento único, y mucho menos recibir ayudas económicas para desarrollar sus estudios. Y eso afectaba al conjunto del saber humano: a la física, a la biología, a la historia, a la medicina, a la filosofía... El objetor era un apestado, nadie podía hacer carrera docente si no se humillaba ante el tótem.
—El siglo 20 fue el de la universalización del conocimiento...
—El siglo 20 fue como esa fábula del traje nuevo del emperador: una aldea miserable en la que unos pocos medios de comunicación masivos y totalitarios ensalzaban la elegancia de un rey desnudo. No se engañe, profesor: su querido siglo premió por encima de todo la mediocridad intelectual. Tuvimos que llegar al colapso económico del sistema para empezar a plantearnos a principios del 21 qué es lo que habíamos estado haciendo tan mal.
—No le atribuya el mérito a su generación. Igual que la crisis de 1930 terminó con la Primera Guerra Nuclear, la de 2013 terminó con la construcción de las primeras estaciones espaciales privadas a principios de los veinte. En ambos casos se trató de una expansión súbita de las necesidades de producción, en el primero de arsenal armamentístico y en el segundo de tecnología espacial.