Olympos (46 page)

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Authors: Dan Simmons

BOOK: Olympos
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—Un momento —dice Aquiles. Apenas puede cargarse al hombro el cuerpo de Pentesilea, tan débil está—. Muy bien —dice, agarrando el velludo antebrazo del dios—, ya podemos irnos.

34

Los voynix atacaron poco después de la medianoche.

Después de ayudar a preparar y servir la cena a las multitudes de Ardis Hall, Ada se había reunido con el grupo de guardia para reforzar las defensas. A pesar de la insistencia de Peaen, Loes, Petyr e Isis (todos los cuales sabían que estaba embarazada), se quedó en el exterior, bajo el frío y la nieve, ayudando a cavar zanjas de treinta metros en el lado interior de la empalizada. Había sido idea de Harman y Daeman: zanjas incendiarias, llenas de su precioso petróleo y listas para ser encendidas si los voynix conseguían abrirse paso por la empalizada. Ada deseaba que Harman y Daeman estuvieran allí esa noche para ayudar a cavar.

La tierra estaba congelada y Ada descubrió que le resultaba demasiado duro romper el suelo, aunque tenía una de las palas más afiladas. Esto la frustró tanto que tuvo que secarse las lágrimas y los mocos mientras esperaba que Greogi y Emme quebraran la tierra congelada antes de poder hundir la pala y retirarla. Por suerte, estaba oscuro y nadie la miraba. La vergüenza de que la vieran llorar la hubiese hecho sollozar con más fuerza. Cuando Petyr se le acercó desde donde estaba trabajando, en la mansión, para terminar las defensas de la planta baja, y le pidió de nuevo que entrara en la casa, ella le dijo sinceramente que le encantaba trabajar allí fuera con los otros cientos de voluntarios. El trabajo manual y estar con tanta gente la hacía sentirse mejor y le impedía pensar en Harman, según dijo. Era la verdad.

Poco después de las diez de la noche las zanjas quedaron terminadas. Eran burdas, en el mejor de los casos: metro y medio de ancho, menos de dos palmos de profundidad, cubiertas con bolsas de plástico traídas de Chom en las semanas anteriores. Había latas del precioso combustible para las lámparas (queroseno, lo había llamado Harman) en el pasillo, dispuestas para ser transportadas, vertidas y encendidas si los defensores de la empalizada tenían que retroceder.

—¿Qué pasará cuando hayamos usado un año de combustible en unos pocos minutos? —había preguntado Hannah.

—Nos sentaremos a oscuras —fue la respuesta de Ada—. Pero viviremos.

En realidad, tenía sus reservas acerca de esa afirmación. Si los voynix pasaban el perímetro exterior, dudaba que una pequeña muralla de fuego (si es que llegaban a tener tiempo de encenderla) pudiera contenerlos. Harman y Daeman habían ayudado a trazar los planes para reforzar las puertas de Ardis colocando pesados postigos en el interior de todas las ventanas de la planta baja y el primer piso (el trabajo había durado tres días y estaba casi terminado según Petyr), pero Ada tenía también sus dudas sobre esa línea de defensa.

Cuando las zanjas quedaron terminadas, se dobló la guardia en las empalizadas, se dispusieron las latas de queroseno en el salón y se asignó a gente para que las llevara a las trincheras en caso de ataque, se distribuyeron los nuevos rifles de flechitas y las pistolas (había suficientes para armar a uno de cada seis habitantes de Ardis, una gran diferencia en comparación con los dos rifles de flechitas que tenían antes), y Greogi vigilaba desde el cielo en el sonie. Entonces Ada entró a ayudar a Petyr con las defensas interiores.

Los pesados postigos estaban casi terminados: grandes y sólidos tablones de madera habían sido clavados en los viejos marcos de roble de las ventanas de Ardis Hall y estaban dispuestos para ser cerrados y trabados con cerrojos de hierro, forjados en la cúpula de Hannah. Era tan feo que Ada tan sólo asintió aprobándolo y luego se dio la vuelta para llorar.

Recordaba lo hermoso y gracioso que era Ardis Hall hacía menos de un año, parte de una tradición que se remontaba a casi dos mil años. Siempre había sido un sitio maravilloso para vivir y divertirse: sofisticado, gracioso, elegante. Menos de un año antes habían celebrado el nonagésimo cumpleaños de Harman allí, con un gran festín, bajo las ramas de los olmos y los robles, con farolitos en los árboles, comida de todo el planeta servida por servidores flotantes, dóciles voynix que tiraban de carricoches y droshkies por el sendero de piedra hasta el porche delantero iluminado y hombres y mujeres venidos de todas partes con sus mejores túnicas y linos y elegantes peinados. Al contemplar las docenas de personas con sus burdas túnicas que abarrotaban el salón principal, las linternas que siseaban y chisporroteaban en la oscuridad, petates por el suelo y rifles de flechitas de cristal y ballestas a mano, fuegos ardiendo en la chimenea no para dar ambiente sino por necesidad, una docena de agotados y sucios hombres y mujeres roncando cerca del hogar, pisadas de botas por todas partes y pesados postigos de madera donde una vez colgaron los hermosos tapices de su madre, Ada pensó: «¿Ha llegado a esto?»

Había llegado.

Había cuatrocientas personas viviendo en Ardis Hall y sus alrededores. Ya no era el hogar de Ada. O, más bien, ahora era el hogar de todos lo que estaban dispuestos a vivir allí y luchar por él.

Petyr le mostró los postigos y otros añadidos: rendijas abiertas en los postigos de las ventanas de la planta baja y el primer piso desde donde los defensores podrían continuar disparando flechas, saetas de ballesta y flechitas de cristal contra los voynix si éstos conseguían atravesar la empalizada; en el segundo piso, desde donde los últimos defensores podrían arrojar el líquido caliente sobre los voynix, habían puesto agua a hervir en enormes tinas. Hockenberry había sacado esa idea de uno de sus libros. Las grandes tinas de agua y aceite burbujeaban y hervían con hornillos improvisados que habían subido a las habitaciones que antes eran de la familia de Ada. Todo era feo, pero parecía eficaz.

Greogi entró.

—¿El sonie? —preguntó Ada.

—En la plataforma del jinker. Reman y los otros están preparándose para ocuparlo con arqueros.

—¿Qué habéis visto? —preguntó Petyr. Habían dejado de enviar grupos de exploradores al bosque después de la puesta de sol: los voynix podían ver mejor que los humanos y era demasiado arriesgado en una noche nublada como ésa salir sin luz de luna ni halo de los anillos, así que los ocupantes del sonie se habían convertido en sus ojos.

—Es difícil ver con la oscuridad y la nieve —dijo Greogi—. Pero lanzamos bengalas a los bosques. Hay voynix por todas partes, más que nunca...

—¿De dónde salen? —preguntó una mujer mayor llamada Uru, frotándose los codos como si tuviera frío—. No vienen faxeando. Estuve de guardia ayer y...

—Eso no nos preocupa ahora —la interrumpió Petyr—. ¿Qué más habéis visto, Greogi?

—Siguen trayendo rocas del río —respondió el hombre bajo y pelirrojo.

Ada dio un respingo. Las patrullas de a pie habían informado ya a mediodía de que habían visto a los voynix cargar piedras pesadas y apilarlas en los bosques. Era una conducta que la gente de Ardis nunca había visto, y cualquier nueva conducta de los voynix ponía a Ada enferma de ansiedad.

—¿Parece que estén construyendo algo? —preguntó Casman. Su voz era casi esperanzada—. ¿Una muralla o algo? ¿Refugios?

—No, sólo apilan las rocas cerca de la linde del bosque —respondió Greogi.

—Tenemos que suponer que las utilizarán como proyectiles —dijo Siris en voz baja.

Ada pensó en todos los años (siglos) que los voynix habían sido poderosos pero pasivos, sirvientes silenciosos que hacían todas las tareas que los humanos antiguos habían abandonado: atender y sacrificar a sus animales por ellos, montar guardia contra los dinosaurios ARNiados y otras peligrosas criaturas replicadas, tirar de droshkies y carricoches como bestias de carga. Durante siglos antes del Fax Final, mil cuatrocientos años atrás, se había dicho que los voynix estaban por todas partes pero eran inmóviles, incapaces de responder, simples estatuas sin cabeza, con joroba de cuero y caparazón de metal. Hasta la Caída, nueve meses antes, cuando la isla de Próspero cayó ardiendo desde el anillo-e en diez mil piezas, nadie había visto a un voynix hacer algo inesperado, mucho menos actuar por propia iniciativa.

Los tiempos habían cambiado.

—¿Cómo nos defenderemos contra las rocas? —preguntó Ada. Los voynix tenían brazos poderosos.

Kaman, uno de los primeros discípulos de Odiseo, se colocó en el centro del círculo que se había formado en el salón de la primera planta.

—Encontré un libro el mes pasado que hablaba de antiguas máquinas de asedio y artilugios anteriores a la Edad Perdida que podían lanzar rocas enormes, peñascos, a kilómetros de distancia.

—¿Tenía diagramas el libro? —preguntó Ada. Kaman se mordió los labios.

—Uno. No estaba muy claro cómo funcionaba.

—Ésa no es una posible defensa, de todas formas —dijo Petyr.

—Nos permitiría arrojarles también rocas —dijo Ada—. Kaman, ¿por qué no buscas ese libro y se lo llevas a Reman, Emme, Loes, Caul y algunos de los otros que ayudaron a Hannah con la cúpula y que son especialmente buenos a la hora de construir cosas...?

—Caul se ha marchado —dijo la mujer con el pelo más corto de todo Ardis, Salas—. Hoy, con Daeman y su grupo.

—Bueno, entonces llévaselo a los otros que son hábiles para construir cosas —le dijo Ada a Kaman.

El hombre delgado y barbudo asintió y echó a correr hacia la biblioteca.

—¿Vamos a lanzarles piedras? —preguntó Petyr con una sonrisa.

Ada se encogió de hombros. Deseó que Daeman y los otros nueve no se hubieran marchado. Deseó que Hannah hubiera vuelto de la Puerta Dorada. Sobre todo, deseó que Harman estuviera en casa.

—Vamos a terminar el trabajo, amigos —dijo Petyr. El grupo se dispersó y Greogi guió a unos cuantos arriba, a la plataforma del jinker, para relanzar el sonie. Otros se fueron a dormir.

Petyr tocó a Ada en el brazo.

—Tienes que dormir un poco.

—Hay que montar guardia... —murmuró Ada. Parecía haber un zumbido grave en el aire, como si hubieran vuelto las chicharras del verano.

Petyr sacudió la cabeza y la condujo pasillo abajo hasta su habitación. «Mi habitación y la de Harman», pensó ella.

—Estás agotada, Ada. Llevas veinticuatro horas en pie. Toda la gente del turno de día está descansando. Tenemos gente de repuesto en las murallas y vigilando desde arriba. Hemos hecho todo lo posible por hoy. Necesitas dormir un poco. Eres especial.

Ada apartó el brazo, molesta.

—¡Yo no soy especial!

Petyr la miró. Sus ojos eran oscuros a la luz fluctuante de la linterna del pasillo.

—Lo eres, quieras reconocerlo o no, Ada. Eres parte de Ardis. Para muchos de nosotros, eres la encarnación de este lugar. Sigues siendo nuestra anfitriona, lo admitas o no. La gente espera tus decisiones, y no sólo porque Harman haya sido nuestro líder de hecho durante meses. Además, eres la única mujer embarazada.

Ada no podía discutir eso. Permitió que la llevara a su dormitorio.

Ada sabía que debía dormir, que tenía que dormir si quería ser útil en Ardis o para sí misma, pero el sueño la eludía. Todo cuanto podía hacer era preocuparse por las defensas y pensar en Harman. ¿Dónde se encontraba? ¿Estaba vivo? ¿Estaba bien? ¿Regresaría con ella?

En cuanto aquella amenaza de los voynix pasara, Ada iba a volar a la Puerta Dorada de Machu Picchu (nadie podría detenerla) y encontraría a su amante, su marido, aunque fuera lo último que hiciera.

Ada se levantó en la habitación oscura, se acercó a su cómoda, sacó el paño turín y se lo llevó a la cama. No tenía prisa por usar una función para interactuar de nuevo con las imágenes (su recuerdo del hombre agonizando en la torre y mirándola, viéndola, era demasiado terriblemente fresco), pero quería ver de nuevo la antigua Troya. «Una ciudad bajo asedio... el hogar de alguien bajo asedio.» Eso podría darle esperanza.

Se acostó, se colocó sobre la frente los microcircuitos bordados del paño y cerró los ojos.

Es de día en Ilión. Helena de Troya entra en el salón principal del palacio temporal de Príamo (la antigua mansión de Paris y Helena) y se apresura a reunirse con Casandra, Andrómaca, Herófila y la grandullona esclava de Lesbos, Hipsipila, que forman un grupo de regias mujeres, a la izquierda, tras el trono del rey Príamo.

Andrómaca mira a Helena.

—Hemos enviado criadas a buscarte a tus aposentos —susurra—. ¿Dónde has estado?

Helena apenas ha tenido tiempo de bañarse y ponerse ropa limpia desde que escapó de Menelao y dejó a Hockenberry agonizando en la torre.

—He dado un paseo —contesta en un susurro.

—Un paseo —dice la hermosa Casandra, en ese tono ebrio que tan a menudo caracteriza sus trances. La mujer rubia sonríe—. Un paseo... ¿con el cuchillo, querida Helena? ¿Lo has limpiado ya?

Andrómaca hace callar a la hija de Príamo. La esclava Hipsipila se acerca más a Casandra y Helena nota que Hipsipila agarra con fuerza el pálido brazo de la profetisa. Casandra da un respingo (los dedos de Hipsipila se hunden en la pálida carne siguiendo la orden del gesto de Andrómaca), pero luego vuelve a sonreír.

«Tendremos que matarla», piensa Helena. Parece que hayan pasado meses desde la última vez que vio a las otras dos supervivientes del grupo de Troyanas originales, como se llaman a sí mismas, pero han pasado menos de veinticuatro horas desde que se despidió de ellas y la secuestró Menelao. La cuarta y última superviviente Troyana, Herófila, «la amada de Hera», la sibila más vieja de la ciudad, se encuentra entre las mujeres importantes, pero su mirada está vacía y parece haber envejecido veinte años en los últimos ocho meses. Al igual que los de Príamo, advierte Helena, los días de Herófila han pasado.

Devolviendo sus pensamientos a la situación política interna de Ilión, Helena se sorprende de que Andrómaca haya permitido que Casandra continúe con vida: si Príamo y el pueblo supieran que el bebé de Andrómaca y Héctor, Astianacte, sigue vivo, y que la muerte del niño fue sólo un subterfugio para ir a la guerra contra los dioses, la esposa de Héctor será descuartizada miembro a miembro. De hecho, comprende Helena, Héctor la mataría.

«¿Dónde está Héctor?» Helena advierte que es a él a quien todo el mundo espera.

Justo cuando está a punto de susurrar la pregunta a Andrómaca, Héctor entra acompañado por una docena de sus capitanes y camaradas más íntimos. Aunque el rey de Troya, el anciano Príamo, está sentado en su trono (el de la reina Hécuba está vacío, a su lado), es como si el verdadero rey de Ilión acabara de entrar en la sala. Los lanceros de roja cresta se ponen más firmes. Los cansados capitanes y héroes, muchos aún cubiertos de polvo y sangre por la batalla de esta noche, se envaran. Todos, incluso las mujeres de la familia real, alzan la cabeza.

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