Read Olympos Online

Authors: Dan Simmons

Olympos (120 page)

BOOK: Olympos
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Harmónides dio rápidamente un paso atrás y regresó al grupo de argivos.

—Muy bien, noble Harmónides —dijo Héctor—. Te damos las gracias. He inspeccionado las naves y son hermosas... tensas, firmes, hechas con precisión.

—Y yo deseo dar las gracias a los troyanos por saber dónde encontrar la mejor madera en las pendientes del monte Ida —dijo el sonrojado Harmónides, pero con orgullo esta vez, y sin tartamudear.

—Así que ahora tenemos las naves para emprender el viaje —dijo Héctor—. Ya que las familias perdidas de tierra adentro son aqueas y argivas, no troyanas, Trasimedes se ha presentado voluntario para liderar la expedición a Delfos. Cuéntanos, Trasimedes, tus planes para ese viaje.

El alto Trasimedes bajó la pierna, sujetando su pesado casco con facilidad en una palma, según advirtió Helena.

—Nos proponemos zarpar la semana que viene, cuando los vientos de la primavera bendigan nuestro viaje —dijo Trasimedes, su voz grave y fuerte llegaba hasta el fondo de la gran cámara del Consejo—. Las treinta naves y los mil quinientos hombres escogidos... Los aventureros troyanos siguen invitados si quieren ver mundo.

Hubo risas y el buen humor imperó en la sala.

—Navegaremos hacia el sur siguiendo la costa y dejaremos atrás la vacía Colonos —continuó Trasimedes—, y luego iremos a Lesbos y surcaremos las aguas oscuras hasta Chios, donde cazaremos y nadaremos en aguas frescas. Luego al oeste-suroeste cruzando el profundo mar, dejaremos atrás Andros y, en el estrecho Genestio, entre la península de Catsilo y la isla de Ceos, cinco de nuestras naves se separarán y navegarán río arriba hasta Atenas, desde donde los hombres cubrirán a pie el último tramo. Buscarán vida humana allí, y si no encuentran ninguna, marcharán a Delfos a pie, mientras sus naves regresan y cruzan el golfo detrás de nosotros.

»Las veinticinco naves restantes navegarán conmigo al suroeste dejando atrás Lacedemonia, circunnavegarán todo el Peloponeso, sortearán los estrechos entre Citerea y la tierra firme si el tiempo lo permite. Cuando divisemos Zacintros a proa, nos acercaremos de nuevo a tierra firme, y luego nos dirigiremos este-noroeste y de nuevo al este hasta el golfo de Corinto. Dejaremos atrás la Lócride y, antes de llegar a Beocia, entraremos en la bahía, vararemos las naves y llegaremos a Delfo donde los moravecs y nuestros amigos de Ardis nos aseguran que el templo del rayo azul contiene los restos vivos de nuestra raza.

La persona llamada Boman avanzó hasta situarse en el centro. Hablaba griego con un acento horrible, mucho peor que el del viejo Hockenberry, pensó Helena, y parecía tan bárbaro como su modo de vestir indicaba, pero se hizo entender a pesar de unos errores sintácticos que habrían hecho enrojecer al mentor de un niño de tres años.

—Es un buen momento del año para hacerlo —dijo Boman, el alto ardisiano—. El problema es: si seguís nuestras instrucciones para recuperar a la gente atrapada en el rayo azul, ¿qué haréis con ella? Es posible que toda la población de Tierra-Ilión fuera codificada allí, unos seis millones de personas, incluyendo chinos, africanos, indios americanos, preaztecas...

—Discúlpame —interrumpió Trasimedes—. No entendemos esas palabras, Boman, hijo de Ardis.

El hombre alto se rascó la mejilla.

—¿Entendéis la idea de seis millones?

Nadie lo hacía. Helena se preguntó si el ardisiano estaba en sus cabales.

—Imaginad treinta Iliones, cuando su población estaba en su apogeo —dijo Boman—. Ésa es la cantidad de gente que puede salir del Templo del Rayo Azul.

La mayoría de los miembros del consejo se echaron a reír. Helena advirtió que ni Héctor ni Trasimedes lo hacían.

—Por eso estamos aquí para ayudaros —dijo Boman—. Creemos que podéis repatriar a vuestra propia gente, los griegos, sin mayores problemas.

Naturalmente, las casas y ciudades, templos y animales han desaparecido, pero hay muchos animales que cazar y podréis criar animales domésticos de nuevo en poco tiempo...

Boman se detuvo porque la mayoría se estaba riendo o burlando de nuevo. Héctor le indicó al ardisiano que continuara, sin explicar su error. El hombre había usado la palabra «follar» refiriéndose a criar animales domésticos. A Helena también le hizo gracia.

—Sea como sea, nosotros estaremos allí y los moravecs proporcionarán transporte a casa para esos... extranjeros —usó la palabra adecuada, «bárbaros», pero obviamente quería usar otra.

—Gracias —dijo Héctor—. Trasimedes, si vuestros muchos pueblos están allí, del Peloponeso, de las muchas islas como la Ítaca de Odiseo, de Ática y Beocia y Molosi y Obesta y Chaldi y Botia y Tracia, de todas las zonas que los griegos llamáis vuestra patria, ¿qué haréis entonces? Tendréis a toda esa gente en un lugar, pero sin ciudades, bueyes, casas ni refugios.

Trasimedes asintió.

—Noble Héctor, nuestro plan será enviar inmediatamente cinco naves a Nueva Ilión para informarte de nuestro éxito. Los demás se quedarán con aquellos que sean liberados del rayo azul en Delfos, organizando viajes seguros para las familias de vuelta a sus hogares, encontrando un modo de alimentar y dar refugio a todos hasta que se instaure el orden.

—Eso podría llevar años —dijo Deífobo. El hermano de Héctor nunca se había mostrado muy conforme con la expedición a Delfos.

—Puede que en efecto lleve años —reconoció Trasimedes—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer sino intentar liberar a nuestras esposas, madres, abuelos, hijos, esclavos y criados? Es nuestro deber.

—Los ardisianos podrían faxear allí en un minuto y liberarlos en dos

—dijo una voz resentida desde el lugar donde estaba sentado su dueño. Agamenón.

Boman volvió a dar un paso al frente.

—Noble Héctor, rey Agamenón, nobles y caballeros de este Consejo, nosotros podríamos hacer lo que Agamenón dice. Y algún día vosotros también faxearéis... no librefaxear como hacemos nosotros, los ardisianos, pero sí faxear usando los lugares que llamamos faxnódulos. No estáis cerca de ninguno, pero descubriréis uno o más en Grecia. Pero me estoy andando por las ramas... podríamos faxear a Delfos y liberar a los griegos en horas y días, si no en minutos, pero entenderéis por qué no es adecuado que lo hagamos. Son vuestro pueblo. Su futuro es vuestra preocupación. Hace algunos meses, liberamos a nueve mil y pico de los nuestros de otro rayo azul, y aunque agradecimos la población extra, nos resultó difícil cuidar a esos pocos sin demasiada planificación previa. En el mundo hay demasiados voynix y calibani sueltos, por no mencionar a los dinosaurios, las aves terroríficas y otras rarezas que descubriréis cuando dejéis la seguridad de Nueva Ilión.

»Nosotros y nuestros moravecs os ayudaremos a dispersar a la población no-griega, si la hay en ese rayo azul, pero el futuro de los pueblos griegoparlantes debe permanecer en vuestras manos.

Este breve discurso, aunque bárbaro en gramática y sintaxis, fue lo bastante elocuente para valerle al alto ardisiano una salva de aplausos. Helena aplaudió también. Quería conocer a aquel hombre.

Héctor avanzó hasta el centro de la zona libre y dio una vuelta completa sobre sus talones, mirando a todos y cada uno a los ojos.

—Ahora, votemos. Mayoría simple. Los que estén de acuerdo con que Trasimedes y su expedición de voluntarios zarpen para Delfos con los próximos buenos vientos y marea, elevad el puño. Los que estéis en contra de la expedición, bajad la mano.

Había poco más de cien personas en la reunión. Helena contó setenta y tres puños alzados, incluido el suyo, y sólo doce manos bajas, incluida la de Deífobo y, por algún motivo, la de Andrómaca.

Hubo muchas celebraciones en el interior y cuando los heraldos anunciaron el resultado a las decenas de miles de personas congregadas en la plaza central y el mercado los vítores resonaron en las nuevas murallas bajas de Nueva Ilión.

Héctor se acercó a Helena en la terraza. Después de unas palabras de saludo y algún comentario sobre el vino helado, dijo:

—Quiero ir con todas mis fuerzas, Helena. No puedo soportar la idea de que esta expedición parta sin mí.

«Ah, pensó Helena, ése es el motivo por el que Andrómaca votó en contra.»

—No puedes ir, noble Héctor —dijo en voz alta—. La ciudad te necesita.

—Bah —respondió Héctor, apurando el vino y depositando de golpe la copa en una piedra que aún no había sido colocada en su sitio—. La ciudad no está amenazada. No hemos visto a nadie más en doce meses. Hemos pasado todo este tiempo reconstruyendo nuestras murallas, y ahí las tienes, pero no deberíamos habernos tomado la molestia. No hay otra gente ahí fuera. No en esta región de la ancha Tierra, al menos.

—Tanto más motivo para que te quedes y cuides de nuestro pueblo — dijo Helena, sonriendo levemente—. Para protegernos de esos dinosaurios y aves terroríficas de las que habla nuestro alto ardisiano.

Héctor captó la burla en sus ojos y le devolvió la sonrisa. Helena sabía que Héctor y ella siempre habían tenido esta extraña conexión, parte burla, parte flirteo, parte algo más profundo que la conexión entre un marido y su esposa.

—¿No crees que tu futuro esposo sea adecuado para proteger nuestra ciudad de toda amenaza, noble Helena? —preguntó él.

Ella volvió a sonreír.

—Estimo a tu hermano Deífobo por encima de todos los demás hombres, mi querido Héctor, pero no he accedido a su propuesta de matrimonio.

—Príamo lo hubiese querido. A Paris le habría complacido la idea.

«
Paris habría vomitado al enterarse», pensó Helena.

—Sí, a tu hermano Paris le habría gustado que me casara con Deífobo... o con cualquier noble hermano del linaje de Príamo —le sonrió de nuevo a Héctor y le llenó de satisfacción ver su incomodidad.

—¿Guardarás un secreto si te lo cuento? —preguntó él, acercándose a ella y hablando casi en susurros.

—Por supuesto —respondió Helena, pensando «si me conviene hacerlo»
.

—Pienso ir con Trasimedes y su expedición cuando zarpe —dijo Héctor en voz baja—. ¿Quién sabe si alguno de nosotros regresará? Te echaré de menos, Helena. —Le tocó torpemente el hombro.

Helena de Troya colocó su suave mano sobre la áspera mano de él, apretándola entre su suave hombro y su suave palma. Lo miró profundamente a los ojos grises.

—Si vas en esa expedición, noble Héctor, yo te echaré de menos casi tanto como tu amada Andrómaca.

«Pero no tanto como lo hará Andrómaca —pensó Helena—, puesto que seré una polizona en este viaje aunque me cueste hasta el último diamante y la última perla de mi cuantiosa fortuna.»

Todavía tocándose las manos, Héctor y ella se acercaron a la barandilla del largo porche de piedra del palacio del Consejo. Las multitudes de la plaza del mercado estaban locas de felicidad.

En el centro de la plaza, exactamente donde la vieja fuente se había alzado durante siglos, la muchedumbre de griegos y troyanos borrachos, unidos como hermanos y hermanas, había traído un gran caballo de madera. El artefacto era tan grande que no hubiese cabido por las puertas Esceas, si las puertas Esceas hubiesen estado todavía en pie. La puerta actual, más baja, más ancha, sin remate, levantada a toda prisa cerca del lugar donde se hallaba el viejo roble, no tuvo problemas para abrirse y dar paso a la efigie.

Algún gracioso en la multitud había decidido que el caballo iba a ser el símbolo de la Caída de Ilión y ese día, en el aniversario de la Caída, planeaban quemar la estatua. Los ánimos estaban altos.

Héctor y Helena contemplaron, las manos todavía tocándose levemente, pero no sin significado mutuo, cómo la multitud aplicaba antorchas al gigantesco caballo y, la estatua, hecha principalmente de madera seca, ardía en segundos, haciendo retroceder a la muchedumbre, atrayendo a los alguaciles con sus escudos y sus lanzas, y haciendo que los nobles del largo porche y los balcones murmuraran con desaprobación.

Héctor y Helena se rieron con ganas.

93

Siete años y cinco meses después de la Caída de Ilión:

Moira se teletransportó cuánticamente al prado despejado. Era un hermoso día de verano. Las mariposas revoloteaban a la sombra del bosque y las abejas zumbaban sobre las flores.

Un soldado moravec del Cinturón se acercó a ella con cautela, le habló amablemente y la guió colina arriba hasta una tienda pequeña y descubierta (más bien un pintoresco pabellón de lona con cuatro palos, en realidad) que se agitaba suavemente con la brisa del sur. Había mesas a la sombra de la lona y media docena de moravecs y hombres estudiaban o despejaban los docenas de añicos y fragmentos que había sobre ellas.

La figura más pequeña de la mesa (tenía su propio taburete elevado) se volvió, la vio, saltó y se acercó a saludarla.

—Moira, qué placer —dijo Mahnmut—. Por favor, ven a la sombra y tómate un refresco.

Ella se acercó al pequeño moravec.

—Vuestro sargento ha dicho que me estabais esperando.

—Desde nuestra conversación de hace dos años —dijo Mahnmut. Se acercó a la mesa de los refrescos y volvió con un vaso de limonada fresca. Los otros hombres y moravecs la miraron con curiosidad, pero Mahnmut no se la presentó. Todavía no.

Moira bebió agradecida la limonada, advirtió que debían TCear o faxear el hielo desde Ardis o cualquier otra comunidad cada día, y contempló el prado, que se extendía más o menos durante un kilómetro hasta el río, entre el bosque al norte y la áspera tierra al sur.

—¿Necesitáis a los soldados moravecs para mantener a raya a los palurdos? —preguntó ella—. ¿A muchedumbres curiosas?

—Más bien para detener a algún ave terrorífica o joven T-Rex ocasional —contestó Mahnmut—. Como le gusta decir a Orphu, ¿en qué demonios estaban pensando los posthumanos?

—¿Todavía ves mucho a Orphu?

—Todos los días. Lo veré esta noche en Ardis para la obra. ¿Vas a venir?

—Es posible —dijo Moira—. ¿Cómo sabes que he sido invitada?

—No eres la única que habla con Ariel de vez en cuando, querida.

¿Más limonada?

—No, gracias.

Moira contempló de nuevo el prado. Más de la mitad del terreno había sido removido en varias capas, no al azar con una pala mecánica, sino con cuidado, amorosa, obsesivamente: la tierra amontonada, cables y palos pequeños marcando cada incisión, pequeños signos y números en todas partes, zanjas cuya anchura oscilaba entre unos pocos centímetros y varios metros.

—¿Crees haberlo encontrado por fin, amigo Mahnmut? El pequeño moravec se encogió de hombros.

BOOK: Olympos
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Vanished Without A Trace by Nava Dijkstra
Trouble at the Arcade by Franklin W. Dixon
Whitney by Jade Parker
Colmillos Plateados by Carl Bowen
Unbroken by Paula Morris
The Emperor of Ocean Park by Stephen L. Carter
Castle of the Wolf by Margaret Moore - Castle of the Wolf