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Authors: Dan Simmons

Olympos (116 page)

BOOK: Olympos
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Terminaron.

Los tres (Ada, Daeman, Hannah) cayeron de rodillas con los ojos cerrados.

—¿Qué ocurre? —preguntó Siris.

Alguien llegó al complejo, corriendo y gritando. Era uno de los voluntarios del pabellón, situado a dos kilómetros de distancia. ¡El faxnódulo funcionaba! Justo cuando los voynix los cercaban allí también, el faxnódulo se había reactivado.

«No hay tiempo para el faxpabellón», pensó Ada. Y ningún sitio al que ir tampoco entre los faxnódulos numerados. Por todas partes los humanos estaban en retirada o sufrían ataques directos. No había ningún otro sitio o un nódulo conocido donde pudiera salvar a su amado.

La gran criatura que parecía una especie de gigantesco cangrejo metálico tronaba en inglés:

—Hay tanques rejuvenecedores humanos en órbita —decía—. Pero los únicos tanques cuya existencia conocemos con seguridad están en el asteroide orbital de Sycórax, y acaba de dejar atrás la Luna a toda velocidad. Lamentamos no conocer ningún otro...

—No importa —dijo Ada, arrodillándose de nuevo junto a Harman. Le tocó la frente. No hubo ninguna reacción, pero pudo sentir las últimas ascuas de vida en él: sus biomonitores les hablaban a sus nuevas funciones biométricas. Ella buscaba desesperadamente todos los miles de nódulos de faxeo libre, el procedimiento para librefaxear.

Estaban los depósitos de almacenamiento posthumanos en la Cuenca Mediterránea (había en ellos medicinas incluso para la muerte por radiación), pero los depósitos estaban sellados en estasis y Ada vio por los monitores de todonet que las Manos de Hércules habían desaparecido lentamente, rellenando el Mediterráneo. Necesitaría máquinas (sumergibles) para llegar a aquellos depósitos. Demasiado tiempo. Había otras zonas de almacenamiento... en las montañas de China, cerca del Valle Seco de la Antártida... pero tardarían demasiado tiempo en llegar y los procedimientos médicos eran demasiado complicados. Harman no viviría lo suficiente para...

Ada agarró a Daeman por el brazo, tiró de él. El hombre parecía deslumbrado, transfigurado.

—Todas las nuevas funciones... —dijo. Ada lo sacudió.

—¡Dime otra vez lo que dijo el fantasma de Moira!

—¿Qué? —incluso su mirada estaba desenfocada.

—Daeman, dime otra vez lo que te dijo el fantasma de Moira el día en que votamos para permitir que Nadie se marchara. Era... «Recuerda...»

¡Dímelo!

—Ah... ella dijo... «Recuerda: el ataúd de Nadie no era el ataúd de Nadie.» ¿Cómo puede eso...?

—No —exclamó Ada—. El segundo nadie no era un nombre propio.

«El ataúd de Nadie no era el ataúd de nadie.» De ningún hombre. Hannah, tú esperaste mientras el sarcófago de la Puerta Dorada de Machu Picchu curaba a Odiseo. Has estado en el Puente con más frecuencia que ninguno de nosotros. ¿Vendrás conmigo? ¿Lo intentarás?

Hannah tardó sólo un segundo en comprender lo que su amiga le estaba pidiendo.

—Sí —dijo.

—Daeman —dijo Ada, corriendo no sólo contra el tiempo, sino contra la muerte, que ya estaba entre ellos, que ya sostenía a Harman en sus oscuras garras—, tienes que compartir con todos. Ahora mismo.

—Sí —dijo Daeman, y se incorporó rápidamente y llamó a los demás. Los soldados moravec (Ada ya los conocía a todos por su forma si no por su nombre), todavía disparaban en todo el perímetro, matando a los últimos voynix. Ningún voynix había conseguido pasar.

—Hannah —dijo Ada—, necesitaremos la camilla, pero si no librefaxea, échate la manta de Harman al hombro. La usaremos si es preciso.

—Eh —exclamó el pequeño moravec europano cuando Hannah arrancó sin miramientos la manta del moribundo paciente humano—. ¡La necesita! Estaba temblando...

Ada tocó el brazo del pequeño moravec, sintió la humanidad y la carne incluso a través del metal y el plástico.

—No pasa nada —dijo por fin. Encontró su nombre en su memoria cibernética—. Amigo Manhmut, no pasa nada. Sabemos lo que estamos haciendo. Al cabo de todo este tiempo, sabemos lo que estamos haciendo.

Indicó a los otros que se apartaran.

Hannah se arrodilló a un lado de la camilla, una de sus manos sobre el hombro de Harman, la otra sobre el metal de la camilla. Ada hizo lo mismo al otro.

—Creo que debemos visualizar la habitación principal donde encontramos a Odiseo y que las coordenadas vendrán a nosotras —dijo Ada—. Es importante que las dos estemos allí.

—Sí —respondió Ada.

—¿A la cuenta de tres?

—Bien.

—Una, dos... tres.

Ambas mujeres, la camilla y Harman desaparecieron de la existencia.

Aunque el moribundo Harman parecía no pesar nada, las dos mujeres necesitaron de todas sus fuerzas para llevarlo en camilla desde la zona del museo del Puente de la Puerta Dorada de Machu Picchu hasta la burbuja verde de la zona del sarcófago, dejar atrás el viejo sarcófago de Savi y bajar el último tramo de escaleras de caracol hasta el ataúd de Odiseo-Nadie.

La palma de Ada sólo captó un levísimo aleteo de respuesta cuando puso la mano contra el pecho hundido de su amado, pero no perdió más tiempo comprobando si estaba con vida.

—A la cuenta de tres otra vez —jadeó. Hannah asintió.

—Una, dos... tres.

Sacaron con cuidado al desnudo Harman de la camilla y colocaron su cuerpo dentro del ataúd de Nadie. Hannah bajó la tapa y la cerró.

—¿Cómo se...? —preguntó Ada con pánico. Podía preguntárselo a las diversas máquinas que había, sus nuevas funciones se lo dijeron, pero tardaría demasiado tiempo...

—Así —respondió Hannah—. Nadie me lo enseñó después de revivir

—Sus dedos de escultora pulsaron una serie de brillantes botones virtuales.

El ataúd suspiró, luego empezó a zumbar. Una bruma entró en la cámara a través de conductos invisibles y ocultó casi todo el cuerpo de Harman. Cristales de hielo se formaron en la cubierta transparente. Varias nuevas luces se encendieron. Una parpadeó en rojo.

—¡Oh! —dijo Hannah, con un hilo de voz.

—No —dijo Ada. Su tono era calmado pero firme—. No. No. No. Puso la mano en el nexo de control de plástico del ataúd, como si estuviera razonando con la máquina.

La luz roja parpadeó, cambió a ámbar, volvió a ponerse en rojo.

—No —dijo Ada con firmeza.

La luz roja titiló, se apagó, pasó a ámbar. Permaneció en ámbar. Los dedos de Hannah y Ada se encontraron brevemente sobre el ataúd y entonces Ada dirigió la mano al bulto de plástico del nexo de la IA.

La luz ámbar permaneció encendida.

Varias horas después, cuando las nubes del atardecer se disponían a oscurecer primero las ruinas de Machu Picchu y luego la carretera del puente colgante situado a ciento ochenta metros más abajo, Ada dijo:

—Hannah, librefaxea de vuelta a Ardis. Come algo. Descansa. Hannah negó con la cabeza.

Ada sonrió.

—Entonces al menos ve a los comedores y tráenos fruta o algo. Agua. La luz ámbar estuvo encendida toda la tarde. Justo después de la puesta de sol, cuando los valles de los Andes estaban teñidos de luz rojiza, Daeman, Tom y Siris librefaxearon, pero sólo se quedaron unos instantes.

—Ya hemos contactado con otras treinta comunidades —le dijo Daeman a Ada. Ella asintió, pero no apartó la mirada de la luz ámbar.

Los otros acabaron por marcharse con la promesa de regresar por la mañana. Hannah se cubrió con la manta y se quedó dormida en el suelo, junto al ataúd.

Ada se quedó despierta, a veces arrodillada, a veces sentada, pero siempre pensando y siempre con la palma en el nexo de control del ataúd, siempre enviando el mensaje de su presencia y sus oraciones a través de los circuitos que la separaban de Harman, y siempre con los ojos en la luz ámbar del monitor.

Poco después de las tres de la madrugada hora local, la luz ámbar se puso verde.

Cuarta Parte
88

Una semana después de la Caída de Ilión.

Aquiles y Pentesilea aparecieron en la cordillera vacía que se alzaba entre la llanura del Escamandro y la del Simois. Como había prometido Hefesto, había dos caballos esperando: un poderoso garañón negro para el aqueo y una yegua más baja pero aún más musculosa para la amazona. Los dos montaron para inspeccionar lo que quedaba.

Y no quedaba mucho.

—¿Cómo puede desaparecer una ciudad entera como Ilión? —dijo Pentesilea, la voz tan contenida como siempre.

—Todas las ciudades desaparecen —contestó Aquiles—. Es su destino.

La amazona bufó. Aquiles ya había advertido que el bufido de la rubia hembra humana era similar al de su yegua blanca.

—Se supone que no pueden desaparecer en un día... una hora. —El comentario sonó como una queja, un lamento. Sólo dos días después de que Pentesilea resucitara en los tanques del Curador Aquiles ya se estaba hartando de aquel constante tono de queja.

Durante media hora permitieron que sus caballos eligieran el camino entre el macizo de rocas que se extendía durante dos kilómetros por el risco que una vez contuvo a la poderosa Troya. No quedaba ni un solo cimiento. La magia divina que se había llevado Troya se había hundido casi un palmo bajo las piedras más antiguas de la ciudad. No había quedado ni una lanza caída ni un cadáver putrefacto.

—Zeus es realmente poderoso —dijo Pentesilea.

Aquiles suspiró y sacudió la cabeza. El día era caluroso. Se acercaba la primavera.

—Ya te lo he dicho, amazona. Zeus no ha hecho esto. Zeus murió por mi propia mano. Esto es obra de Hefesto.

La mujer bufó.

—Nunca creeré que ese pequeño haragán lisiado y sucio pueda haber hecho algo así. Ni siquiera creo que sea un dios de verdad.

—Hizo esto —dijo Aquiles. «Con la ayuda de Nyx», añadió mentalmente.

—Eso dices tú, hijo de Peleo.

—Te he dicho que no me llamaras así. Ya no soy hijo de Peleo. Fui hijo de Zeus, algo que no nos ennoblece ni a él ni a mí.

—Eso dices tú —dijo Pentesilea—. Lo cual te convierte en asesino de tu padre si tus alardes son ciertos.

—Sí —respondió Aquiles—. Y yo nunca alardeo. La amazona y su yegua blanca bufaron al unísono.

Aquiles espoleó su corcel negro y empezó a bajar la pendiente de la carretera meridional a partir de las puertas Esceas (el gran roble que siempre había estado allí, desde la creación de la ciudad, permanecía en el mismo lugar, pero las grandes puertas habían desaparecido) y luego a la derecha, de nuevo hacia la llanura del Escamandro que separaba la ciudad de la playa.

—Si ese triste Hefesto es ahora rey de los dioses —dijo Pentesilea, la voz tan fuerte e irritante como uñas en una piedra de pizarra plana—, ¿por qué se escondió en su cueva todo el tiempo que estuvimos en el Olimpo?

—Ya te lo he dicho: está esperando a que la guerra entre los dioses y los Titanes se termine.

—Si es sucesor de Zeus, ¿por qué en nombre del Hades no la acaba él mismo domeñando el relámpago y el trueno?

Aquiles no dijo nada. Había descubierto que, a veces, si él no decía nada, ella se callaba.

En la llanura del Escamandro, lisa después de once años siendo campo de batalla, aún había huellas de miles de sandalias y sangre seca en las rocas. Pero todos los seres humanos, los caballos, los carros, las armas, los cadáveres y otros artefactos habían desaparecido tal como Hefesto había descrito a Aquiles. Incluso las tiendas de los aqueos y las quillas quemadas de sus negros barcos habían desaparecido.

Aquiles permitió que sus caballos descansaran en la playa unos minutos y el hombre y la amazona contemplaron las tranquilas aguas del Egeo rodar hasta la playa vacía. Aquiles no estaba dispuesto a decírselo nunca a aquella perra-loba que lo acompañaba, pero le dolía el corazón al pensar que nunca vería de nuevo a sus camaradas, al astuto Odiseo, al enorme Ayax, al sonriente arquero Teucro, a sus fieles mirmidones, incluso al estúpido y pelirrojo Menelao y su manipulador hermano Agamenón, su némesis. «Es extraño —pensó Aquiles— cómo incluso tus propios enemigos cobran importancia cuando los has perdido.»

Con eso, pensó en Héctor y las cosas que Hefesto le había contado de la
Ilíada
(el otro futuro de Aquiles) y esto hizo que la desesperación se alzara en su interior como la bilis. Volvió la cabeza de su caballo hacia el sur y bebió del odre de vino que llevaba atado al pomo de la silla.

—Y no me creo que ese dios cojo tuviera de verdad la capacidad para casarnos —se quejó Pentesilea tras él—. Eso no han sido más que un montón de bostas de caballo.

—Es rey de todos los dioses —dijo Aquiles, cansado—. ¿Quién mejor para santificar nuestros votos?

—Puede santificarme el culo —respondió Pentesilea—. ¿Nos vamos?

¿Por qué hacia el sureste? ¿Por qué en esa dirección? ¿Por qué dejamos el campo de batalla?

Aquiles no dijo nada hasta que tiró de las riendas de su caballo quince minutos más tarde.

—¿Ves este río, mujer?

—Claro que lo veo. ¿Crees que soy ciega? No es más que el piojoso Escamandro... demasiado denso para beber, demasiado pequeño para sembrar... hermano del río Simois al que se une unos pocos kilómetros corriente arriba.

—Aquí, en este río que nosotros llamamos Escamandro y los dioses llaman el santo Xantes —dijo Aquiles—, aquí, según Hefesto, que cita a mi biógrafo Homero, yo hubiese tenido mi mayor
aristeia
, el combate que me habría hecho inmortal incluso antes de matar a Héctor. Aquí, mujer, hubiese combatido al ejército troyano entero con las manos desnudas, ¡y al hinchado dios del río mismo!, y clamado a los cielos: «¡Morid, troyanos, morid! ¡Hasta que me abra paso matando hasta la sagrada Troya!.» Aquí mismo hubiese matado en un frenesí a Tersíloco, Midón, Astípilo, Menón, Trasio, Enio y Ofelestes. Y entonces los peonios hubiesen caído sobre mí por la retaguardia y yo los hubiese matado también. Y allí, al otro lado del río, en el bando troyano, hubiese matado al ambidextro Asteropeo, armado yo con una lanza y él con dos. Ambos hubiésemos fallado, pero yo hubiese abatido al héroe con mi espada mientras intentaba recoger mi gran lanza de la orilla para volver a lanzarla...

Aquiles se detuvo. Pentesilea había desmontado y orinaba detrás de un matorral. El burdo sonido de la mujer haciendo aguas le dio ganas de matar a la amazona allí mismo y dejar su cuerpo para los cuervos carroñeros que estaban posados en las ramas de los arbustos, cerca del río. La ración diaria de carne de los buitres había desaparecido y Aquiles odiaba decepcionarlos.

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