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Authors: Megan Maxwell

Tags: #Romántico

Olvidé olvidarte (11 page)

BOOK: Olvidé olvidarte
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—Joder… joder… qué mala suerte —susurró, fastidiada, al ver el tacón roto de su sandalia y el bulto que le estaba saliendo en el tobillo. Mirando a una de las enfermeras, dijo—: Por favor, podríais avisar a mi abuela. Está en la habitación 506. Su nombre es Estela Pickers.

—No te preocupes, seguro que sólo es un esguince —comentó la enfermera que le quitaba la sandalia, mientras otra salía para avisar.

Elsa continuaba mirándose el pie cuando notó la presencia de dos personas más en la sala.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó uno de los médicos.

Molesta, dolorida y enfadada, Elsa respondió mientras seguía observando su tobillo hinchado.

—Pues que unos inconscientes me han tirado por las escaleras. Dios… cómo me duele el tobillo —gruñó Elsa.

—Eran unos chicos —informó la enfermera—. Debían de bajar por las escaleras haciendo el loco y han tirado a dos personas. A ella sólo, le duele el tobillo, la otra se ha roto el brazo y se encuentra en la otra sala.

—Yo me ocupo de esta paciente —dijo uno de los médicos y, agachándose, comenzó a observar el tobillo de la muchacha, que se quejaba de molestias.

Sumida en su dolor, Elsa se acordó de pronto de que aquel fin de semana tenía que trabajar en la boda de Roberta y Carlos y, sin poder remediarlo, dijo tapándose los ojos:

—¡Mierda! Con todo el trabajo que tengo. ¿Cómo me ha podido ocurrir una cosa así?

—Pues muy fácil, Elsa —respondió el médico que, agachado, le inspeccionaba el pie—. Estas cosas ocurren cuando menos te lo esperas.

Al darse cuenta de que aquel médico la llamaba por su nombre, se fijo en él y su gesto torcido de dolor se transformó durante unos segundos en sorpresa. Le conocía.

—¿Javier Thorton? ¿Eres tú?

Con una sonrisa más arrolladora que un tren de mercancías, éste la miró y dijo:

—Sí, señorita. Soy Javier, el hermano de tu alocada amiga Aída.

No se lo podía creer. ¡Encontrarle allí, tras diez años! Balbuceó como pudo:

—Pero ¿qué haces aquí?

—Ves esta bata blanca y esta identificación —dijo él tocando la insignia que colgaba del bolsillo izquierdo de su bata—. Soy el doctor Javier Thorton, jefe de urgencias de este hospital.

Elsa se quedó muda. Aquel hombre moreno y de mirada profunda que tenía ante ella era Javier, el muchacho al que diez años atrás ella había llamado «crío».

—Estoy trabajando. Salía de tomar algo de la cafetería cuando nos percatamos del incidente y Carlos —señaló al médico que atendía a la otra señora en la otra sala— y yo vinimos a ver lo que pasaba.

—Oh…, Javier —dijo ella dejando la cara de sorpresa para nuevamente volver a poner la de dolor—, me duele muchísimo el tobillo y también aquí —dijo señalándose en la espalda.

Al oír aquello éste frunció el cejo y levantándose tocó donde ella le indicaba.

—¿Aquí? —Ella asintió—. Veamos, necesito que te pongas boca abajo y te quites los pantalones.

Al oír aquello, ella se quedó sin respiración y, mirándole a los ojos, preguntó:

—¿Para qué quieres que me quite los pantalones?

—Pues para verte la espalda e intentar saber por qué te duele —respondió él intentando no reírse.

Convencida de que era lo mejor, se quitó lentamente los vaqueros y con la ayuda de él se tumbó en la camilla boca abajo, muerta de vergüenza.

—Muy bonito —dijo él, de pronto, dejando a Elsa totalmente desconcertada.

—¿Muy bonito el qué? —gruñó ella mirándole desafiante.

—El cardenal que te está saliendo al final de la espalda —respondió él cada vez más divertido.

Tras examinar la zona que ella le había señalado, éste dijo separándose de ella:

—Ya puedes vestirte. —Con rapidez y dolor se puso los vaqueros—. Te va a doler la espalda durante unos días por el golpe, pero no veo nada grave, a excepción del enorme hematoma que te está saliendo donde la espalda pierde su casto nombre. Para eso te recetaré una pomada que tendrás que aplicarte con un pequeño masaje por lo menos cuatro veces al día.

Al ver la cara de circunstancias que ponía Elsa, sonrió. Habían pasado diez años desde la última vez que hablaron, pero poco había cambiado. Estaba tan guapa como siempre.

—En el tobillo tienes un magnífico esguince que te obligará a guardar reposo con el pie en alto por lo menos ocho días con la venda de compresión que te he puesto. Pasado ese tiempo, vuelves aquí y lo vemos. De momento, te recetaré unos antiinflamatorios.

—¿Ocho días? —dijo ella sin creérselo—. Imposible. Mañana tengo que trabajar y dentro de cuatro días tengo que estar en Chicago.

—Pues, señorita —dijo Javier rellenando unos papeles—, creo que o te curas bien el esguince o tendrás muchos problemas con ese tobillo. Además, tu médico soy yo y digo que tienes que guardar reposo.

En ese momento se abrió la puerta y su abuela Estela entró. Se la veía asustada.

—Elsa, cariño, ¿qué te ha pasado?

—Tranquila, abuela, no ha sido nada. Sólo una caída tonta. No te preocupes —dijo al verla entrar tan nerviosa.

—Tranquilícese —comentó Javier sentando a la mujer en una silla—. No se preocupe, Elsa está bien. Lo único que tiene que hacer es reposo.

—Pero ¿qué ha pasado? —volvió a preguntar la abuela.

—Se ha caído y se ha hecho un esguince en el pie. También tiene un fuerte golpe al final de la espalda —dijo el doctor a la mujer.

—Eso es el culo, ¿verdad? —preguntó su abuela sin miramientos.

—¡Abuela! —gritó Elsa para reprenderla.

Javier no pudo reprimir una sonrisa al ver la mirada que Elsa le había echado a su abuela, que ya se había levantado para dar un beso en la mejilla a su nieta.

—Efectivamente, señora, es el culo —asintió éste ganándose una mirada de reproche de Elsa.

—¿Te duele, cariño? —preguntó la anciana.

Avergonzada por todo, asintió y, con gesto de desesperación, dijo:

—¿Qué voy a hacer, abuela? Este fin de semana tengo trabajo.

—Pues Tony tendrá que ocuparse de todo —comentó juiciosamente Estela—. Estas cosas ocurren, cariño. Ahora lo importante es que tú te repongas. —Y mirando a Javier, que las observaba, comentó—: Entonces, doctor, lo que tiene es un esguince y un fuerte golpe ahí, ¿verdad? —dijo señalando el trasero de Elsa.

—Sí —volvió a reír él al ver de nuevo su cara—. Tiene que obligar a Elsa a que se esté quieta durante unos días. Un esguince mal curado es un problema para toda la vida.

—Abuela, ¿te acuerdas de Aída, mi amiga?

—Sí. La de las preciosas gemelas —sonrió Estela al recordar a aquella chica que tanto le agradaba.

—Pues Javier —dijo señalando al doctor— es su hermano, Javier Thorton.

—Encantada —asintió ésta ofreciéndole la mano—. Hijo, disculpa si he venido acelerada, pero cuando han llamado para decirme que Elsa estaba en urgencias, casi se me sale el corazón.

—No se preocupe, su nieta saldrá de ésta —respondió él sonriente.

Al ver cómo su abuela miraba al médico, Elsa dijo con rapidez:

—Abuela, llámame a un taxi. Dejaré el coche aquí, en el aparcamiento.

—No te preocupes, yo te acompañaré a casa —dijo la mujer—. Y cuando te meta en la cama, regresaré aquí con Samantha. Mañana, en cuanto llegue Clarence, me iré a tu casa para ayudarte.

Elsa sonrió. No quería que su abuela fuera de acá para allá como una loca, por tener que atenderla, así que mirándola a los ojos, le susurró:

—Abuela. Tú llama al taxi, del resto me ocupo yo, tranquila.

—Que no… que no… —insistió la mujer—. Que yo me voy contigo y luego regreso, no digas tonterías.

—Abuela… —resopló Elsa.

Javier, que las observaba, al ver cómo se miraban preguntó.

—¿Cuál es el problema?

—Ninguno —dijo Elsa. Sin embargo, su abuela también habló:

—¡Qué fatalidad, hijo! Esta noche me toca a mí quedarme en el hospital con mi hija Samantha para que mi yerno duerma. —Y para aclararlo dijo—: Samantha ha tenido un bebé. Pero claro —dijo mirando a su nieta—, ahora no puedo dejar que esta criatura se vaya sola y desangelada a casa con el tobillo así.

—Abuela…, déjalo, yo llamaré al taxi —resopló, deseando cogerla del cuello. La conocía y veía cuáles eran sus intenciones.

—Si quieres te llevo yo —se ofreció Javier mirándolas a ambas—. Puedo llevarte a tu casa, no tengo prisa en llegar a la mía esta noche.

Su abuela sonrió, pero dejó de hacerlo cuando Elsa añadió:

—No, Javier. No te preocupes, ya nos las arreglaremos.

Pero Estela tenía claro que no pensaba callarse y, a pesar de la mirada que le echó su nieta, afirmó:

—A mí me parece una idea maravillosa y genial. No eres un desconocido. Creo que es una idea excepcional. ¿Qué mejor compañía que la de un doctor?

«Me las pagarás», indicó Elsa a su abuela con la mirada, antes de decir:

—Que no es necesario. No liéis más las cosas, por favor.

—¡Tú te callas! —dijo de nuevo su abuela.

Y volviéndose hacia Javier, la anciana comenzó a hablar con él. Elsa les miraba y veía cómo su abuela hablaba y hablaba y Javier, con toda la paciencia del mundo, la escuchaba y sonreía. ¡Qué pesada podía llegar a ser esa mujer!

Mientras los observaba hablar, se fijó más en Javier. Su cuerpo se había ensanchado y ahora era más varonil, pero su cara, su mirada y su sonrisa seguían siendo las mismas. Estaba sumida en sus pensamientos cuando oyó a la anciana decir:

—Pues ya está decidido. Javier te llevará a casa y sacará a
Spidercan
. —Y, tras darle un beso a su nieta, añadió—: Hasta mañana, cariño. Te dejo en buenas manos.

Sin mirar atrás, la mujer salió de la sala dejando a Elsa totalmente alucinada. Sin embargo, volvió en sí al notar que Javier la tomaba del brazo para bajar de la camilla.

—De verdad, Javier, que estoy bien, olvida lo que te ha dicho la lianta de mi abuela. Llamaré a un taxi y ya está —dijo mientras bajaba de la camilla. Pero su gesto se torció al rozar su pie con el suelo.

—No voy a seguir hablando de esto y no seré yo quien le lleve la contraria a tu abuela —aseguró él mientras se quitaba la bata y, cogiendo una silla de ruedas, dijo—: Siéntate aquí, y que sepas que esto lo hago porque eres amiga de mi hermana. Por lo tanto, cállate. Te llevare a tu casa y sacaré a ese perro tuyo a dar un paseo. Y ahora no te preocupes por nada.

Resignada ante aquella situación que podía con ella, se sentó en la silla de ruedas, dejó que Javier pusiera sobre ella dos muletas y suspiró, mientras éste avisaba a Carlos de que se marchaba. Su turno había acabado hacía una hora.

10

Una vez en el coche de Javier, Elsa le fue indicando cómo ir hasta su casa. Al llegar aparcaron y cuando Elsa fue a apearse, Javier la sujetó y la cogió en brazos. Elsa protestó, pero él no le hizo caso. Ya en el ascensor, dijo:

—Suéltame si quieres. Puedo usar las muletas que has traído.

—Lo hago por tu pie —dijo sonriente—. No es porque quiera cargar contigo en brazos. Por lo tanto, deja las muletas quietas y dime que falta poco para llegar a tu casa, porque pesas un poco.

Al decir aquello, Elsa se sonrojó, cosa que volvió a hacer sonreír a Javier, que se lo estaba pasando estupendamente con aquella situación surrealista. Ni en el mejor de sus sueños habría llegado a imaginar que aquella muchacha volvería a aparecer en su vida. Sabía de ella por medio de su hermana, pero no la había llamado nunca.

Al entrar en la casa, una pequeña bola de pelo marrón acudió a recibirles.

—¡
Spidercan
, quita! —regañó Elsa al perro al ver que éste no les dejaba pasar—. Por favor, déjame en el sofá y pon las muletas ahí.

Él la soltó donde ella dijo y tras colocar las muletas en el lugar que ella le había indicado, le preguntó dónde estaba la cocina. Ella se lo explicó y, a los dos segundos, apareció con un vaso de agua para ella.

—Bonito perro —comentó Javier.

—Se llama
Spidercan
. —Al decir aquel nombre, vio cómo se dibujaba una sonrisa en el rostro del doctor.

—Vaya, ¡un perro araña! —bromeó él y, dándole dos pastillas, dijo—: Una es un calmante y la otra un antiinflamatorio. Tómatelas tres veces al día; con el desayuno, la comida y la cena.

En ese momento un ruido procedente del estómago de Elsa hizo que Javier la mirara y ella se pusiera roja como un tomate.

—¿Desde cuándo llevas sin comer? —preguntó el hombre, divertido.

Pero, al ver que ella no pensaba contestar, se volvió hacia el can y dijo mientras cogía de nuevo las llaves de la casa de Elsa:

—Voy a sacar al perro araña. Ahora volvemos. —Y, tras decir aquello, desapareció dejando a una desconcertada y dolorida Elsa sentada en el sofá de su casa.

Media hora después, la mujer oyó cómo la llave abría la puerta y, a los pocos segundos,
Spidercan
, con la lengua arrastrando, iba corriendo a beber agua. Javier entró y acercándose a ella preguntó:

—¿Qué te apetece cenar?

—Te agradezco tu amabilidad, pero imagino que tendrás que irte ya.

—No te preocupes, no tengo nada importante que hacer —mintió él.

Durante el paseo que había dado a
Spidercan
, había aprovechado para llamar a una amiga y aplazar una cita con ella para otro día.

—Venga, tonta, anímate —dijo enseñándole la publicidad que había cogido de una pizzería cercana—. ¿Te apetece
pizza
?

En ese momento, las indiscretas tripas de Elsa volvieron a rugir.

—De acuerdo —sonrió ella—. Doble de queso, con bacón, aceitunas negras y sin anchoas.

Javier cogió el teléfono y encargó la cena. Media hora más tarde ambos estaban comiendo
pizza
y charlando sobre sus vidas. Elsa le contó cómo le iba en Los Ángeles, y él aprovechó para observarla a sus anchas. Los años le habían sentado bien y, aunque continuaba teniendo esa inocencia en su cara, reconocía que la madurez de su rostro la hacía más atractiva. Hacía tiempo que no pensaba en ella, pero al tenerla allí sentada con esa camiseta amarilla, un vaquero y el pelo recogido en una cola de caballo alta, pensó en cuánto le gustaría besarla. Si hubiera sido cualquiera de sus conquistas, no lo habría dudado un segundo, pero tratándose de Elsa, mejor era abstenerse. Una vez finalizada la cena, Javier llevó las cajas vacías a la cocina y al regresar al confortable salón fue hasta el ventanal, desde donde tenía una estupenda vista nocturna de Los Ángeles.

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