Ojos de hielo (79 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Durante el trayecto a Bellver, donde estaba la oficina bancaria que llevaba los asuntos de Dana, no pudo sacarse de la cabeza la historia del padre Anselmo y Rosalía Bernat. Bajo el manto de las apariencias, del día a día del valle, de las tierras, las casas y sus gentes, había historias intensas y entrañables que descubrir. Un mundo oculto con un pasado que condicionaba tremendamente las relaciones presentes y futuras y que escapaba a la mayoría de la gente. De repente, no detestó tanto la idea de pertenecer al valle. La historia de don Anselmo, aunque fuese triste por lo imposible, le había despertado el sentimiento de pertenencia y la había hecho reflexionar sobre cuántas decepciones y fracasos, cuántos errores y arrepentimientos, escondían aquellas tierras.

Al llegar a Bellver, Kate aparcó el coche delante de la sucursal bancaria. La cajera era muy joven y no se manejaba demasiado bien con los impresos, lo cual era un golpe de suerte. Kate inició una breve pero interesante conversación con Olga, que era de Olot y acababa de llegar a Bellver para cubrir una baja maternal. Era su tercer día y estaba sola, pues el director había salido. Kate le sonrió con simpatía mientras le pedía las cartas de la finca Prats y un extracto de la situación de las cuotas de la hipoteca. Cuando entró el director, casi veinte minutos más tarde, Kate ya sabía a cuánto ascendía el total de cuotas impagadas y el capital pendiente del préstamo, y tenía en su poder los últimos extractos de la cuenta de la finca Prats. Sin embargo, Olga no podía hacer la transferencia de fondos de su cuenta a la de la finca. Por alguna razón, el dinero de la venta de las acciones aún no constaba en el saldo y Kate tuvo que marcar el número de su agente en Barcelona.

Casi una hora más tarde, entraba en la finca con el corazón acelerado y el ceño fruncido. El director, en cuanto había comprendido quién era y lo que pretendía hacer, se había empeñado en ponerle trabas a todo. Afirmaba que el embargo no tenía vuelta atrás, ni siquiera cubriendo las cuotas pendientes. Después de hablar con su contacto en la central, Kate por fin había conseguido que transfiriesen el dinero, aunque había tenido que emplearse a fondo para conseguirlo. Pagó parte de las cuotas atrasadas, pero en el banco le advirtieron que de momento no podían detener el desahucio. Al salir, ya en la calle, el director de su sucursal en Barcelona le había prometido mediar en su favor con el jefe de zona y el departamento de contenciosos para detener el embargo.

Aun así, el escozor en el estómago que había empezado con la discusión en el banco continuaba torturándola. Sus fondos no cubrían toda la deuda de la finca, y acababa de dejar su cuenta como el desierto de Gobi. Le quedaban dos mil euros. Repasó mentalmente el extracto de la Visa que iban a cargarle, el alquiler y los gastos de agua, luz y gas, la cuota del gimnasio… Sólo esperaba que Paco no hubiese retenido su nómina con cualquier excusa. Aunque, después del despido de Luis, se podía esperar cualquier cosa de él.

Miró la hora en la pantalla de la BlackBerry. Si todo salía como había planeado, el descubierto sólo duraría unos días. Esperaría a ver la reacción de Paco cuando Luis le entregase los extractos de su hermano y, si su situación laboral no quedaba resuelta, volvería a llamar al director del banco. Aun así necesitaba transmitir confianza para que resolviesen el asunto del embargo a su favor. Porque confesar un descubierto daría pie a que su solvencia quedase en entredicho y, si el desahucio seguía adelante, el traspaso del dinero habría sido inútil y habría perdido todos sus ahorros para nada.

Cuando entró en la casa de Dana, el familiar olor a lavanda la atrajo hacia el salón. La casona estaba fría y todo seguía en su lugar. No había ni rastro de Chico. Puede que al saber que Dana estaba consciente hubiese decidido no mudarse. Era una lástima que él no tuviese dinero para asociarse con Dana y ayudarla… Tal vez al final acabasen juntos y él cuidase de ella para siempre. En fin, novelas aparte, había que centrarse en las cuentas, porque estaba segura de que su amiga llevaba meses sin ocuparse más que de los caballos y los números campaban a su aire.

Subió a su habitación a ponerse los descansos nuevos y al entrar los ojos se clavaron en el panel del caso, que había dejado enrollado sobre el escritorio. Se había olvidado por completo de él. Buscó los descansos y se los puso; luego, desenrolló la cartulina.

Faltaban las fotos de los Bernat de Barcelona. Cogió el panel y bajó a la sala para imprimir las que había grabado en la BlackBerry y completarlo.

La sala principal mantenía la atmósfera lúgubre de los lugares cerrados en los que la antigüedad de los muebles y los cortinajes impone su ley. Encendió las lámparas y miró a su alrededor buscando el mejor lugar para colgar el panel. Bajo el cuadro de la viuda estaba la chimenea. Pensó que sería buena idea poner el panel debajo del cuadro para poder ver ambas cosas a la vez, porque seguro que la viuda conseguiría ayudarla de algún modo. Colocó la parte alta de la cartulina sobre la repisa y utilizó a modo de pisapapeles dos marcos de plata con fotos de Dana y su familia. Luego soltó poco a poco la cartulina para ver si quedaba bien sujeta.

En media hora lo tuvo acabado, con las fotos de Rosalía y de Marian. También añadió una foto de Manel en la que debía de tener unos nueve años. La historia de amor imposible entre Marian y Manuel era de una tristeza casi dolorosa. Y Manuel…, enterarse de que tenía un hijo casi en la vejez… De repente, sintió la necesidad de poner fotos de Manuel e Isabel en el panel. Ellos también formaban parte del clan Bernat. Seguramente, Jaime se removería en su tumba sólo de pensar que la historia oculta de la familia podía salir a la luz, pero no había modo de resolver el caso sin que eso sucediese. Además, estaba convencida de que eso no sería lo peor. Sobre todo después de lo que le había visto hacer y decir a Santi en su granero por lo de la legítima de su hermana. Kate no quería imaginarse su reacción cuando alguien le notificase que parte de sus amadas tierras eran propiedad de otra persona, su desconocido primo hermano Manel.

Levantó la mirada y sus ojos se clavaron en los de la viuda. Necesitaban encontrar al hijo de Marian. A esas alturas ya eran tres las personas que sabían que Dana estaba consciente, lo que suponía que el peligro crecía exponencialmente a cada minuto que pasaba. Además, en cuanto se corriese la voz no habría excusa: tendría que declarar ante el juez.

Vamos, ayúdenos un poco, susurró Kate en voz alta mirando al cuadro. Antes de acabar la frase notó la vibración de la BlackBerry en el bolsillo.

—Sí… —respondió mirando al panel.

—…

—Todo eso ya me lo has dicho esta mañana. Si no tienes nada más, no sé para qué me llamas.

—…

Kate escuchaba las explicaciones de Tim sobre sus pesquisas cuando una idea le pasó fugazmente por la cabeza. Soltó un momento, separó el móvil de la oreja y entornó los ojos mirando las dos fotos alternativamente. Un baile de letras, un bendito anagrama, una mirada poco común y, de pronto, el presentimiento, una intuición tan fuerte como cuando el caballo arrancaba al galope. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

—Tim, busca la biografía de Leman Tabern. ¡Todo lo que encuentres! Y ponte en contacto conmigo en cuanto hayas averiguado algo.

—…

—No te prometo nada, pero si tengo razón sabré agradecértelo.

—…

—De acuerdo, pero no tardes más.

El cuerpo le temblaba. Instintivamente se volvió hacia la ventana, pero seguía cerrada. Buscó el número del sargento y llamó. No quería apartar la mirada del panel ni de las dos fotos que le habían abierto los ojos. No estaba loca ni era una ilusión, los dos se parecían, y mucho, pero habría sido imposible darse cuenta sin ver las fotos juntas. Esos ojos… Un escalofrío le recorrió la espalda, pero lo que la hacía temblar no era la temperatura, sino la sensación de haber dado con algo que podía convertir el asesinato de Jaime Bernat en una historia casi surrealista.

132

Comisaría de Puigcerdà

Había que reconocer que Miguel tenía razón, que en el valle hacía mucho frío, lo cual le recordó que la noche anterior le había dejado esperando en el Insbrük. Si fuese una tía ya la tendría montada. Aparcó la moto en una de las plazas y entró en comisaría sin quitarse los guantes.

Tras el mostrador, Montserrat ordenaba montones de papeles mientras gruñía unas palabras en voz baja, para sí misma. J. B. se acercó y apoyó el antebrazo en el mostrador.

—¿Te has enterado de los recortes? —le espetó.

—Buenos días a ti también —le respondió guasón.

Ella le miró indignada.

—¿Sabes que puede que no nos paguen la extra? A los de sanidad, encima, les han retenido el IRPF de la extra que no-han-cobrado. No sé tú, pero yo tengo cuatro niños, cuatro escolares a mi cargo, y necesito cada euro que me pagan.

J. B. pensó en la parte que le quedaba pendiente en las teresitas.

—Seguro que es sólo un rumor. No cojas el capote antes de ver el toro.

Ella le miró indignada.

—Pero es que al toro ya le veo los cuernos y hasta el rabo. ¿Cómo se supone que voy a pasar las Navidades? No es época de rentas y no tengo otros ingresos.

J. B. había oído en alguna parte que Montserrat era viuda y se sacaba un sobresueldo haciendo la declaración de la renta a la mitad de los jubilados del valle.

—Lo siento, yo tampoco voy demasiado boyante. Aún tengo que pagar parte de la entrada de la residencia de mi madre.

La secretaria se mordió un labio y le miró compungida.

—Lo siento, ni siquiera te he preguntado. ¿Cómo te fue? ¿Se quedó bien?

—No lo sé, la verdad. Pero le prometí que iría a verla cada semana.

—Eso la habrá reconfortado. Lo peor es no tener la esperanza de que vengan a verte. Son enfermedades difíciles de atender en casa… Siempre he pensado que es importante que los abuelos no tengan la sensación de que la familia los ha abandonado, porque esa tristeza es lo que acaba con ellos. Suerte que te tiene a ti.

J. B. enarcó los labios pensativo. No estaba él tan seguro de que eso fuese una suerte, pero iba a convertirlo por lo menos en una ilusión recurrente mientras ella pudiese acordarse. Además, él quería su apretón de manos semanal.

—Bueno, ¿quieres un café?

Montserrat pareció dudar y al final negó con la cabeza.

La maldita crisis estaba empezando a llegar a las familias de clase media y, si el nuevo gobierno no tomaba medidas pronto, la gente lo iba a pasar muy mal. J. B. decidió traerle el capuchino a Montserrat cada vez que fuese a por un café.

A la vuelta, cuando dejó el vaso sobre la mesa, la secretaria le miró entornando los ojos.

—Si tuviese un hijo treintañero, querría que fueses tú. —J. B. sonrió—. Pero sin tantos tatuajes. No sé cómo tu madre te dejó estamparte de esta manera.

—Fue en las FCAI y no pude preguntárselo.

Montserrat negó mientras estaba a punto de tomar un sorbo.

—No te habría dejado.

—No estoy yo tan seguro, siempre me dejaba hacer todo lo que quería…

—Y así has salido, un consentido. Bueno, vete, que cuando estás aquí no doy ni golpe —le ordenó riendo tras el segundo sorbo.

—¡Vaaale!

—Por cierto, ¿qué pasó ayer con la nieta del ex comisario? La dejaste con la palabra en la boca.

J. B. resopló y dejó el café sobre el mostrador.

—Es que me saca del sitio. Ayer me tuvo toda la tarde en la central, buscando a un tío que debe de estar muerto, porque no aparece por ninguna parte. Hasta creo que se lo ha inventado para dar por el saco al personal. A mí, por lo menos, me jodió la noche.

—No parece de ese tipo, se la ve muy seria.

—Y con mucha mala leche. Me puso a parir delante de «la doña» y se largó tan campante. Si no fuese la hermana de un amigo, te juro que le habría soltado alguna, pero no quiero líos y el ex comisario también se portó muy bien conmigo cuando llegué.

Montserrat frunció el ceño.

—Él me consiguió la casa —respondió J. B. sacando el móvil y mirando la pantalla iluminada.

»Joder, le han debido de pitar los oídos —anunció enarcando las cejas.

Esperó varios segundos y descolgó justo cuando entraba en su despacho.

—Sí…

—Me he equivocado. No vas a encontrar a Manel Bernat; tienes que buscar a Leman Tabern.

—Ya, ¿y no te vale con Lady Gaga?

—Mira, comprendo que estés enfadado, pero acabo de darme cuenta ahora. Tengo una corazonada.

—Mira, ha sido un buen intento para desviar la atención y que dejemos en paz a la veterinaria. La jefa te creyó y has conseguido que me pase la noche en vela buscando al tal Manel, que ahora resulta que es el tipo equivocado. Y encima pretendes que dedique la mañana a una corazonada… Venga, hazme un favor y olvídame. Si me ves por la calle no me saludes, no hace falta. No quiero ser borde porque tu familia se ha portado bien conmigo y respeto a tu abuelo y todo eso, pero borra mi número y olvídate de que existo, ¿vale? Y yo prometo hacer lo mismo.

—Te dejaré en paz cuando hayas resuelto el caso y Dana esté al margen. Además, seguro que ni siquiera lo encontraste. ¿O me equivoco? Venga, estamos muy cerca, no te arrugues ahora.

—¿Que no me qué? Mira, voy a colgar.

—Vale, vale, no cuelgues, si no me crees quedamos en algún sitio y te lo enseño.

—Cuelgo.

—Volveré a llamar hasta que consiga que me escuches. ¿O prefieres que hable con la comisaria?

—Pfff, mira, no te mando a la mierda porque tengo tantas ganas de que esto acabe como tú.

A pesar de todo, el nombre le sonaba. Cerró los ojos y entonces recordó; sí, era uno de los de la pizarra.

—Leman Tabern es el marido de la hija.

—¡Exacto!

—Pero si es inglés… ¿Por qué iba a cargarse a su suegro español si no se conocían? Ya le investigamos y el tipo no necesita cargarse a nadie, está forrado.

—No es inglés, es español, pero no puedo avanzarte más. Sólo una pregunta: ¿qué investigasteis de él?

—Lo normal: trabajo, finanzas, relaciones, hijos que no tiene. Yo qué sé.

—¿Origen?

—Es inglés. No he hablado con la Interpol si es lo que estás preguntando, y no voy a hacer el ridículo interesándome por un tipo normal, cirujano, de esos que se hacen ricos con la privada y no tienen ni una puñetera multa de tráfico.

—¿Y eso no te parece raro?

—¡Joder! ¿Qué es lo que me tiene que parecer raro?

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