Ojalá fuera cierto (14 page)

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Authors: Marc Levy

BOOK: Ojalá fuera cierto
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La aguja se introdujo en el tórax del paciente.

—¡Para ya! Haz girar la llave que hay en el tubo.

Arthur obedeció. Un líquido opaco comenzó a fluir por el tubo.

—¡Muy bien! Lo has hecho con mano maestra —dijo Lauren—. Acabas de salvarlo.

Paul, que había estado dos veces a punto de perder el conocimiento, no paraba de repetir en voz baja: «No puedo creerlo.» El corazón del diabético, liberado ya del líquido que lo aplastaba, recuperó un ritmo normal. La enfermera le dio las gracias a Arthur.

—Ahora ya me ocupo yo —dijo.

Arthur y Paul se despidieron y salieron al pasillo. Paul asomó la cabeza por la puerta, sin poder evitarlo, y le espetó al externo:

—¡Es usted una nulidad!

Y mientras caminaban, le dijo a Arthur:

—¡Me has hecho pasar un miedo horroroso!

—Ella me ha ayudado, me ha dicho todo lo que tenía que hacer.

Paul meneó la cabeza.

—Voy a despertarme, y cuando te llame por teléfono para contarte la pesadilla que estoy teniendo, te echarás a reír. ¡No te puedes ni imaginar lo que vas a reírte y burlarte de mí!

—Vamos, Paul, no tenemos tiempo que perder.

Entraron los tres en la habitación 505. Arthur pulsó el interruptor y los tubos de neón empezaron a vibrar. Se acercó a la cama.

—Ayúdame —le dijo a Paul.

—¿Es ella?

—No, es el tipo de al lado… ¡Pues claro que es ella! Acerca la camilla a la cama.

—¿Es que te has pasado la vida haciendo esto?

—Eso es, pasa las manos por debajo de las rodillas, y ten cuidado con la perfusión. A la de tres la levantamos. Uno, dos… ¡tres!

El cuerpo de Lauren fue trasladado a la camilla con ruedas. Arthur lo arropó, descolgó el frasco de la perfusión y lo colgó del gancho que quedaba encima de su cabeza.

—Fase 1 finalizada. Ahora bajamos deprisa pero sin precipitarnos.

—¡Sí, doctor! —contestó Paul en tono malhumorado.

—Os desenvolvéis muy bien —murmuró Lauren.

Regresaron hacia el ascensor. Desde el otro extremo del pasillo, la enfermera llamó a Arthur, que se volvió lentamente.

—¿Sí?

—Todo va ya perfectamente. ¿Quiere que le eche una mano?

—No, aquí también va todo bien.

—Gracias otra vez.

—De nada.

Se abrieron las puertas y entraron en la cabina. Arthur y Paul suspiraron al unísono.

—¡Tres
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, quince días en Hawai, un Testarossa y un velero!

—¿Cómo dices?

—Mis honorarios por esta noche.

El vestíbulo estaba vacío cuando salieron del ascensor. Lo cruzaron a paso rápido. Cargaron el cuerpo de Lauren en la parte trasera de la ambulancia y después ocuparon sus respectivos asientos.

Encima del de Arthur estaban los documentos de traslado acompañados de una nota: «Llámeme mañana. Faltan dos datos en el formulario de traslado. Karen (415) 725 00 00-extensión 2154. P.D.: Buen seguimiento.»

La ambulancia salió del Memorial Hospital.

—Pues es bastante fácil llevarse a un enfermo —comentó Paul.

—Porque no es una cosa que le interese hacer a mucha gente —contestó Arthur.

—Me parece muy comprensible. ¿A dónde vamos?

—Primero a mi casa, y después a un sitio que también está en coma y que vamos a despertar entre los tres.

La ambulancia subió por Market Street y giró en Van Ness. En su interior reinaba el silencio.

Según el plan trazado por Arthur, deberían volver a su casa y trasladar el cuerpo a su coche. A continuación, mientras Paul llevaba el vehículo al garaje de su padre, Arthur bajaría todas las cosas preparadas para el viaje y la estancia en Carmel. El material farmacéutico había sido cuidadosamente empaquetado y almacenado en el gran frigorífico General Electric. Al llegar ante el garaje, Paul accionó el mando a distancia de la puerta deslizante, pero ésta no se movió.

—En las noveluchas policíacas siempre pasan cosas así—dijo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Arthur.

—Te equivocas, en las noveluchas policíacas, el compinche adopta una actitud menos afectada y más chulesca y dice: «¿Qué cabronada es ésta?» En este caso, se trata de la puerta teledirigida de tu aparcamiento, que no se abre, y estamos en una ambulancia del garaje de mi padre, con un cuerpo dentro, delante de tu casa a la hora en que todos tus vecinos van a sacar al perro a hacer pipí.

—¡Mierda!

—Eso es más o menos lo que yo decía, Arthur.

—Pásame el mando.

Paul se lo entregó, encogiéndose de hombros. Arthur, nervioso, pulsó el botón, pero la puerta siguió sin abrirse.

—Y encima me toma por un inútil.

—Se ha acabado la pila —dijo Arthur.

—Claro, es la pila —repuso Paul, sarcástico—. A todos los genios acaban echándoles el guante por culpa de un detalle como ése.

—Voy a buscar una. Tú da la vuelta a la manzana mientras tanto.

—¡Reza para encontrar una en algún cajón, genio!

—No contestes y sube a casa —intervino Lauren.

Arthur bajó de la ambulancia y subió corriendo la escalera, entró precipitadamente en el apartamento y empezó a registrar todos los cajones. Ninguna pila a la vista. Vació el del secreter, los de la cómoda, los de la cocina… Mientras tanto, Paul daba la quinta vuelta a la manzana.

—Si consigo no llamar la atención de una patrulla es que soy el tipo con más suerte de toda la ciudad —masculló Paul al iniciar la sexta vuelta, justo un momento antes de que apareciera un coche de policía—. Pues no, no he tenido suerte, con lo bien que me hubiera ido…

El coche se detuvo a su altura y el policía le indicó que bajara la ventanilla. Paul obedeció.

—¿Se ha perdido?

—No. Estoy esperando a un compañero que ha subido a buscar unas cosas. Vamos a llevar a Daisy al garaje.

—¿Quién es Daisy? —preguntó el policía.

—La ambulancia. Es su último día, le ha llegado la hora… Llevamos diez años juntos ella y yo, y resulta duro separarse, ¿sabe? Montones de recuerdos, toda una vida…

El policía asintió con la cabeza. Lo entendía, sí, pero le pidió que no se entretuviera mucho. De lo contrario, en la central empezarían a recibir llamadas. En aquel barrio, la gente era curiosa e inquieta.

—Lo sé, agente, vivo aquí. En cuanto baje mi compañero nos vamos. Buenas noches.

El agente le dio también las buenas noches y el coche de policía se alejó.

En el interior, el conductor se apostó diez dólares con su compañero a que no estaba esperando a nadie.

—Seguramente no se decide a entregar el cacharro. La verdad es que debe de dar pena, después de llevar diez años conduciéndolo.

—Sí, pero ésos son los mismos que se manifiestan porque el ayuntamiento no les da pasta para renovar el material.

—Ya, pero diez años unen mucho.

—Unen mucho, sí…

El apartamento estaba casi tan revuelto como Arthur. De pronto, éste se quedó inmóvil en medio del salón, intentando pensar algo que los salvara.

—El mando del televisor —murmuró Lauren.

Se volvió hacia ella, estupefacto, y se abalanzó sobre la pequeña caja negra. Arrancó literalmente la tapa, sacó la pila cuadrada y la puso rápidamente en el mando del garaje. Corrió hacia la ventana y pulsó el botón.

Paul, furioso, se disponía a dar la novena vuelta cuando vio que la puerta se abría. Se metió, rezando para que se cerrara más deprisa de lo que se había abierto. «Era realmente la pila. ¡Será tonto!»

Entretanto, Arthur bajó por la escalera hasta el garaje.

—Encontré una.

—¡Voy a matarte!

—En vez de acabar conmigo, será mejor que me ayudes. Todavía tenemos trabajo.

—¡Pero si no hago otra cosa que ayudarte!

Trasladaron el cuerpo de Lauren con gran delicadeza. Lo sentaron detrás, con el recipiente de la perfusión colocado entre los dos brazos, y lo arroparon con una manta. La cabeza reposaba en la portezuela; desde fuera, todo el mundo hubiera creído que estaba dormida.

—Tengo la impresión de estar en una película de Tarantino —dijo Paul—, con un gánster que quita de en medio…

—¡Cállate, no digas idioteces!

—¿Y qué? ¿Estamos sensibles a las idioteces esta noche? ¿Eres tú el que va a devolver la ambulancia?

—No, lo que pasa es que ella se encuentra a tu lado y estabas a punto de decir algo que iba a resultarle hiriente.

Lauren apoyó una mano en su hombro.

—No discutáis. Los dos habéis tenido un día duro —dijo en un tono apaciguador.

—Tienes razón. Continuemos.

—¿Qué tengo razón cuando no digo nada? —masculló Paul.

—Ve al garaje de tu padre —prosiguió Arthur—. Yo pasaré a buscarte dentro de diez minutos. Voy a subir a buscar el resto de las cosas.

Paul subió en la ambulancia y salió sin decir nada. Esta vez, la puerta del garaje se había abierto a la primera. En el cruce de Union Street estaba el coche de policía ocupado por los agentes que se habían dirigido antes a él, pero Paul no lo vio.

—Deja pasar un coche y síguelo —dijo uno de ellos.

La ambulancia giró en Van Ness, seguida de cerca por el vehículo 627 de la policía municipal. Cuando diez minutos más tarde entró en el garaje, los policías aminoraron la marcha y reanudaron su ronda normal. Paul no supo nunca que lo habían seguido.

Arthur llegó un cuarto de hora más tarde. Paul salió a la calle y subió al coche.

—¿Has hecho una visita turística por San Francisco?

—He conducido despacio por ella.

—¿Has planeado llegar al amanecer?

—Exacto, y ahora relájate, Paul. Casi lo hemos logrado. Acabas de hacerme un favor inestimable, lo sé; lo que no sé es cómo decírtelo. Y te has arriesgado, también lo sé.

—Venga, conduce. No soporto los agradecimientos.

El coche salió de la ciudad por la carretera 280 sur. Enseguida se desviaron hacia Pacifica, antes de adentrarse en la carretera número 1, la que bordea los acantilados, la que conduce a la bahía de Monterrey, a Carmel, la que debería haber tomado Lauren una mañana de principios del verano anterior, al volante de su viejo Triumph.

El paisaje era espectacular. Los acantilados parecían recortarse en la oscuridad como un encaje negro. Una luna inacabada dibujaba los contornos de la carretera. Circulaban a los sones del concierto para violín de Samuel Barber.

Arthur había dejado a Paul al volante y miraba por la ventanilla. Al final de aquel viaje le esperaba otro despertar. El de muchos recuerdos dormidos durante mucho tiempo.

10

A
rthur había estudiado arquitectura en la universidad de San Francisco. A los veinticinco años había vendido el pequeño apartamento que había heredado de su madre y se había marchado a Europa, a París, para realizar dos cursos en la escuela Camando. Se había instalado en un pequeño estudio de la calle Mazarine y había vivido dos años apasionantes. Después había hecho un curso de un año en Florencia antes de regresar a su California natal.

Cargado de diplomas, entró en el estudio de Miller, arquitecto diseñador muy famoso en la ciudad, donde realizó los dos años de prácticas mientras trabajaba a tiempo parcial en el Museo de Arte Moderno. Allí fue donde conoció a Paul, su futuro socio, con el que dos años más tarde montó un estudio de arquitectura. Gracias al desarrollo económico de la región, el estudio fue adquiriendo poco a poco notoriedad y llegó a emplear a cerca de veinte personas. Paul hacía «negocios» y Arthur dibujaba: muebles, inmuebles, casas y objetos. Jamás hubo ninguna sombra entre esos dos amigos a los que nada ni nadie mantenía alejados uno de otro más de unas horas.

Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.

Al igual que Paul, Arthur había sido criado por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Arthur tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»

Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho hombres solos.

Lilian había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Arthur los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Lili —así era como él llamaba a su madre— tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Lili, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Lili había acogido, o «recogido», como decían los vecinos. Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Arthur era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Arthur empezó a ir al colegio municipal de Monterrey. Por la mañana lo llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarlo su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Lili le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces lo despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. Lo llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.

En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba. Arthur conocía el jardín como la palma de su mano, podía desplazarse por él con los ojos cerrados, incluso andando hacia atrás. Ningún rincón le resultaba desconocido. Cada madriguera tenía un nombre, y todo animal que decidía dormirse allí para siempre, su sepultura. Pero, por encima de todo, le había enseñado a amar y a podar las rosas. La rosaleda era un lugar como impregnado de magia, donde se mezclaban cientos de perfumes. Lili lo llevaba para contarle cuentos en los que los niños sueñan con hacerse adultos y los adultos con volver a ser niños. De todas las flores, las rosas eran sus preferidas.

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