—Valía la pena intentarlo —declaré con arrepentimiento—. ¡Eres un tipo con suerte! —le dije a Diómedes—. En verdad estaba convencido de que mentías. Pensaba que estuviste aquí. Tal y como yo lo veía, tú mataste a tu padre, Vibia te descubrió en el escenario del crimen cubierto de sangre y entonces te ayudó a no dejar rastros, en sentido literal por lo que se refiere a las huellas ensangrentadas. Hasta puede que fuera la señora la que pensó en mandarte seguir tu camino con toda tranquilidad mientras masticabas pastel de ortiga. Una vez te limpiaste y te fuiste de la casa, ella salió corriendo y gritando como si acabara de encontrar el cadáver en ese mismo momento…
La gente me escuchaba en un tenso silencio. Se daban cuenta de lo bien que encajaba la historia con los hechos. Vibia Merula permanecía inexpresiva.
—A cambio del silencio de Vibia sobre tu culpabilidad, pensé, tu madre renunció a esta casa. La propia Vibia estaba tan horrorizada de haberte encontrado en el lugar del crimen, Diómedes, que empezó a evitarte… Y ése era el motivo por el que no le gustaba la idea de que te casaras con una de sus parientes. Sin embargo —exclamé en tono alegre—, ¿cuánto me puedo equivocar?
Me volví hacia la decidida viuda.
—¿No tienes nada que decir, Vibia? ¡Debes de ansiar muchísimo poseer esta casa si para eso escondes al asesino de tu marido! De todos modos, un salón corintio es una característica poco común. Y, por supuesto, la propiedad ya venía completamente amueblada; todos los enseres son preciosos, ¿no? Tan suntuosos. Todos los cojines rellenos hasta los topes.
Me encaré a Diómedes.
—No tengo ninguna intención de llamar como testigo a ese sacerdote tuyo. Creo que mintió al decir que estuviste haciendo ofrendas todo el día. Sí que vas al templo de Minerva, pero no vas a rezar. Existen otras razones para andar por allí de manera habitual; el grupo de escritores, ante todo. Cuéntanos: ¿tú escribes, Diómedes?
Tenía una expresión furtiva, pero estaba sentado sin moverse y me lanzó una mirada fulminante. La cara de su madre también mostraba perplejidad.
—¡Blitis! —le llamé— ¿Diómedes escribe?
—Sí —respondió Blitis—. Escribió
Zisimilla y Magarone
.
—¡En serio! ¿Un escritorzuelo secreto? —continué, implacable—. ¿Te escondes en tu habitación para idear y poner a punto tu creativa obra maestra, jovencito? Y dime, Diómedes, ¿perseveras en ella incluso cuando todos los de tu alrededor consideran que no es buena?
Me di la vuelta hacia los vigiles. Le pregunté a Petronio con rapidez:
—¿Comió pastel?
—Sí —contestó Petro de inmediato, sin necesidad de consultar sus notas—. Tomó el último trozo cuando yo estaba intentando hacerme con él. —Vi que Helena contuvo la risa mientras que los vigiles se sonrieron unos a otros. Me acerqué con paso enérgico y me incliné sobre la vieja—. ¿Puedo sugerir algo? Creo que Diómedes vino aquí alrededor de la hora de comer y luego volvió a salir tan campante más tarde y se dirigió al templo de Minerva, con aspecto demasiado inocente.
—Oh, ahora me acuerdo —ella también sonrió con unas encías desdentadas. Era una vieja denodada, y disfrutaba muchísimo con esto—. Sí que lo vi entrar cuando iba a buscar unas lentejas para la cena. Más tarde, cuando fui a por un poco de cebolla, le vi salir otra vez. Pensé que era raro porque llevaba otra ropa.
—¡Aja! ¿Y eso, por qué? —le exigí a Diómedes— ¿Había sangre en el primer conjunto?
—Está equivocada —respondió con el ceño fruncido.
Le hice una señal a Eliano. Desplazó a los que estaban sentados en el banco más distante; Fúsculo fue a ayudarle a apartar el asiento a un lado a patadas, a abrir la puerta y a empujar hacia dentro el gran carro que llevaba las pertenencias de Diómedes.
Crucé la habitación y me dirigí hacia el amontonado equipaje. En primer lugar, saqué un pergamino de una cubierta de plata grabada.
—Helena, echa un vistazo a esto, por favor. Dime si reconoces la escritura como la del relato que Paso y tú tanto aborrecíais. —Ella asintió con la cabeza casi de inmediato. Fúsculo se acercó y se situó detrás de mí, probablemente con la intención de insinuarme dónde debía mirar en la carreta, pero me las arreglé sin su ayuda—. Diómedes, ¿reconoces que todo esto es de tu propiedad personal?
Pude ver unos papiros metidos de cualquier manera dentro de una bota de esas que llegan hasta la rodilla.
—¿Qué tenemos aquí? Una interesante horma para la bota. Dos hojas muy arrugadas que pretenden ser… veamos: las portadas de
Zisimilla y Magarone
y también
Gondomon, rey de Traxímene
. ¿De qué va esto, Diómedes? —Lo agarré hasta que se puso de pie—. Parece la prueba de quién escribió
Gondomon
; esta portada está escrita en el dorso de una cuenta de unas bebidas en una popina.
—¡Es mía! —soltó Diómedes con imprudencia—. Bebo allí a menudo.
—Urbano, pone aquí.
Urbano pareció no inmutarse y entonces me dijo:
—Siempre dejo las facturas. Filomelo se las mete en la bolsa. No tiene dinero para comprar material y me alegro de que las vuelva a utilizar para escribir.
Lisa, resplandeciente de ira maternal fue con rapidez al lado de su hijo.
—Niño idiota —le recriminó a su hijo—. ¡Vamos, di la verdad! —Se volvió hacia mí—. ¡Esto no prueba nada! —me dijo con un resoplido—. Échale la culpa a Crísipo. Quería intercambiar las portadas con los pergaminos que robó del hijo del exportador. Planeaba publicar la historia bajo el nombre de nuestro hijo. Diómedes era demasiado sensible y honesto para estar de acuerdo… De hecho, Diómedes sacó y guardó el original para poder probar lo que había ocurrido si su padre seguía adelante.
¡Oh, qué buena que era!
—¡Muy generoso! —Entre las tiras de cortina de brocados suntuosos, almohadas y alfombras, había un cojín con un aspecto sumamente abultado, mal rellenado y bastante atípico de esta casa. No era nada parecido a esos artículos lisos y gruesos que yo había arrojado al suelo desde el sofá de Vibia en aquella ocasión. Lo saqué del montón—. ¿Esto también es de tu habitación? —Profundamente perturbado, Diómedes hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.
Desgarré unas puntadas sueltas y poco profesionales que remendaban una costura de la funda y arrojé el contenido en el suelo a sus pies. La gente profirió un grito ahogado.
—Una túnica muy manchada de sangre. Un par de zapatos ensangrentados. Un tope de varilla de pergamino con un delfín sobre un pedestal dorado, la pareja exacta del tope de la vara que metiste de una manera tan violenta en la nariz de tu padre.
Diómedes se inclinó por delante de mí y se apoderó de una lanza que había en su pila de pertenencias. Helena gritó.
—¡Por Júpiter! —exclamé entre dientes al tiempo que agarraba el asta del arma. Puse una mano detrás de otra con un par de movimientos rápidos hasta que acabé apoyándola en el pecho de Diómedes—. ¿Dónde pensabas clavar esto exactamente? —le pregunté con sarcasmo.
Estábamos a pocos centímetros de distancia el uno del otro, pero él seguía aferrado a la lanza. Petronio se había acercado. Entre él y Fúsculo sujetaron a Diómedes. Yo le arranqué la pica de las manos. Le torcieron los brazos a su espalda.
Lo agarré de su elegante túnica, a ambos lados de su cuello miserable.
—Quiero oírte confesar.
—Está bien —admitió con frialdad. Lisa estalló en unos lamentos histéricos e incontrolables.
—Gracias —dije en tono educado. A mí me daban una prima por eso—. Los detalles serán útiles.
—Se negó a aceptar mi obra, aunque era su único hijo. La mía era tan buena como la de cualquier otro, pero dijo que había encontrado algo maravilloso. Haría ver que la historia de Filomelo no tenía ningún valor y así no pagaría nada por ella. Incluso iba a hacer que Pisarco pagara los costes de publicación y luego se quedaría con todos los beneficios. Estaba loco de entusiasmo. Entonces dijo que, como editor de un trabajo de primera calidad, no podía permitirse el lujo de manchar su nombre vendiendo el mío a la vez.
—¿Así que lo mataste?
—No pretendía hacerlo. En cuanto empezamos a pelearnos, simplemente ocurrió.
En estos instantes, su histérica madre me estaba aporreando al tiempo que intentaba abrazar a su hijo de manera protectora. Solté a Diómedes y a ella me la llevé a un lado.
—Déjalo ya, Lisa. No puedes ayudarlo. Todo ha terminado.
En su caso, eso también era cierto. Se derrumbó entre sollozos.
—No puedo soportarlo. Lo he perdido todo…
—Crísipo, el banco, esta casa, el scriptorium y a tu loco hijo… y por supuesto, sin el banco, es probable que ya no veas más a Lucrio… —Probé con ánimo adulador—: Reconoce ante nosotros que hiciste que mataran a Avieno y te podremos encerrar a ti también.
Hay mujeres que luchan hasta el final.
—¡Eso nunca! —me rebatió. ¡Y yo que tenía la descabellada esperanza de poder reclamar no una, sino dos primas por confesión!
Mientras los vigiles tomaban nota de las pruebas y se preparaban para llevarse a su prisionero, Diómedes permanecía tranquilo de una forma sorprendente. Como ocurría con muchos de los que confesaban crímenes horribles, el poner fin a su silencio parecía proporcionarle alivio. Estaba muy pálido.
—¿Qué me pasará ahora?
Fúsculo se lo recordó con sobriedad.
—Lo mismo que a las pruebas —le dio una patada a la funda de cojín vacía—. A ti te espera el Tíber. ¡Te coserán dentro del saco para los parricidas!
Fúsculo se contuvo de añadir que el desgraciado compartiría su oscura muerte por inmersión con el perro, el gallo, la víbora y el mono. Sin embargo, yo se lo había contado el día anterior. A juzgar por su mirada de terror, Diómedes era muy consciente de su destino.
Me pareció que tardábamos horas en concluir las formalidades. Los vigiles son duros, pero ni siquiera a ellos les gustaba tener parricidas. El espantoso castigo colmaba de horror a todos los implicados.
Petronio se fue del cuartel conmigo. Nos dirigimos a casa pero pasamos antes por el domicilio de mi madre, donde Helena había ido a recoger a Julia. Le expliqué lo que había dicho Lucrio acerca de que su dinero estaba seguro. Como era de esperar, mi madre replicó que se daba perfecta cuenta de ello. Si es que era asunto mío, me informó, ya había reclamado el dinero. Le comenté que Notócleptes me parecía una buena opción como banquero y mi madre proclamó que lo que ella hiciera con sus preciados sacos de dinero era un asunto privado. Me di por vencido.
Cuando me preguntó si sabía algo de lo que se contaba sobre mi padre de que había estado implicado en un altercado con Anacrites el otro día, agarré a Julia y nos fuimos a casa.
Por casualidad, mientras cruzábamos al final de la calle, cerca de donde vivía mi hermana, ¿a quién vimos sino a Anacrites en persona?
Petronio lo divisó primero y me agarró del brazo. Lo observamos. Salía de casa de mi hermana de improviso. Caminaba con las dos manos metidas en el cinturón, los hombros encorvados y la cabeza gacha. Si nos vio, fingió lo contrario. De hecho, no creo que reparara en nosotros. Estaba en su propio mundo. Y no parecía ser un lugar agradable.
Helena invitó a Petronio a cenar con nosotros esa tarde, pero él dijo que quería poner en orden su apartamento después de la pelea con Bos. En cuanto ella y yo acabamos de comer, me senté un rato fuera en el porche para relajarme. Oía a Petro hacer ruido enfrente. De vez en cuando tiraba basura por la ventana a la manera tradicional del Aventino: asegurándose de gritar advertencias y a veces incluso dejando tiempo suficiente para que los peatones pudieran escabullirse del peligro hacia la calle de abajo.
Al final, con la aprobación de Helena, salí solo a dar una vuelta. Me fui a ver a Maya.
Me dejó entrar y salimos a su solario. Estaba tomándose una copa, que compartió conmigo; resultó que no era nada más fuerte que la leche de cabra que normalmente guardaba para los niños.
—¿Qué quieres, Marco? —Ella siempre era brusca.
Habíamos estado muy unidos durante demasiado tiempo para que yo perdiera el tiempo con delicadezas.
—Venía a comprobar que estabas bien. Vi a Anacrites, con aspecto taciturno. Pensaba que tú y él habíais hecho planes.
—Era él quien tenía planes. Demasiados.
—¿Y demasiado pronto? ¿No estabas preparada?
—Estaba preparada para dejarlo, en cualquier caso.
Quizás había estado llorando antes. Era imposible decirlo. Si había sido así, ya había pasado la necesidad de derramar sus penas y en estos momentos estaba tranquila. Se la veía triste, pero no arrepentida. No había dudas evidentes. Yo me preguntaba cuándo se habría decidido. De algún modo, creía que Maya no había llegado a oír los rumores sobre Anacrites y nuestra madre. Pero sí debía de saber que él le había dado consejos estúpidos sobre sus finanzas. Eso iba en su contra con mi hermana, él quizá nunca se daría cuenta de hasta qué punto.
—Lo siento si has perdido un amigo. —Me encontré con que de verdad se lo decía en serio.
—Yo también lo siento —dijo Maya con tranquilidad.
Me rasqué la oreja.
—Lo veo por la ciudad. Seguro que me pregunta cuando me pueda mirar a la cara, si yo creo que lo has dicho en serio…
—Entonces dile lo que piensas —contestó, volviendo a ser la persona difícil de siempre. Me encogí de hombros y me bebí la leche.
Oímos que llamaban a su puerta. Maya fue a ver quién era y me quedé relajándome al sol. Si era algún allegado, lo traería aquí; si era un vendedor de altramuces a domicilio, lo echaría y volvería soltando maldiciones.
Hablaban en voz baja. Estaba lejos de mí el escuchar a escondidas, pero era un informante; la nueva visita me sonaba familiar. Me incliné hacia atrás, metí la punta de mi bota bajo el picaporte y abrí unos centímetros la puerta del solano.
—Mi hermano está aquí —oí que decía Maya en un tono divertido.
—¡Bien! —replicó Petronio Longo, el que se suponía que era mi mejor amigo, con lo que pareció una sonrisa artera—. ¿Reunión familiar?
—¡Anda! ¿Qué clase de reunión tenías tú planeada? —bromeó Maya a la vez que bajaba un poco la voz. Seguro que era consciente de que yo alcanzaba a escuchar lo que decían—. ¿Qué es esto que has traído? —preguntó con recelo.
Oí el chirrido del gozne de la puerta principal, como si se abriera más. Entonces hubo un ruido susurrante.