Oda a un banquero (45 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: Oda a un banquero
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Algunos respiraron hondo. Me giré de nuevo hacia la otra fila de asientos y abordé otra vez a Lucrio.

—Lo que se dice en el Foro es que tu organización tiene una buena reputación hoy en día… o tenía, antes de que liquidaras ayer, pero que no ha sido siempre así. Cuando Crísipo llegó a Roma era un turbio usurero.

Lucrio se preparó para discutir, pero se lo pensó dos veces.

—Fue antes de que yo empezara a trabajar allí, Falco.

—¿Y tú, Lisa? —le solté de buenas a primeras. Ella tenía el ceño fruncido—. ¿Puedes contribuir en algo?

Lucrio se moría por mirarla, pero Vibia estaba sentada en medio. Lisa, la ex mujer de su patrón muerto, su futura esposa, se limitó a dirigirme una expresión formal de desdén.

—¿No dices nada, Lisa? ¡Otra que cree firmemente en la confidencialidad comercial! No creo que me demandes por calumnia si digo que debía de haber algo sucio y que Avieno lo encontró. Parece que hizo bien eso de chantajear a Crísipo, no fue demasiado codicioso, sólo pidió una retribución permanente. Eso explica por qué no se le presionaba para que redactara su historia. ¡Iba a favor de los intereses del banco que nunca escribiera lo que había descubierto! De esa manera vivía con bastante holgura. La situación podría haberse alargado durante años…

—Esto es pura especulación, Falco —cuestionó Lisa.

—¡Pero suena convincente! —le repliqué con una sonrisa—. Cuando Avieno empezó a exigir más, le concedieron un enorme «préstamo». Por alguna razón, Crísipo al final perdió la paciencia y lo reclamó. —Hice una pausa—. Pero quizá no fue Crísipo quien lo hizo… —me volví otra vez hacia Lucrio—. En realidad, tú reclamaste el pago, ¿no es verdad?

Lucrio ya me había contado eso antes. Le forcé a que repitiera que, en el curso normal de sus deberes como agente del banco, había exigido la devolución. No se había puesto en contacto primero con Crísipo.

—Así que Crísipo no tuvo ninguna oportunidad para detenerte. Tú no sabías lo del chantaje, Crísipo lo había mantenido como un secreto incluso para ti, el liberto en quien más confiaba. Bueno, quizá la sórdida historia del banco había ocurrido cuando tú todavía eras esclavo. ¿Es así, Lucrio?

—No sé de qué me estás hablando, Falco.

—Mi querido Lucrio, puedes estar orgulloso si Crísipo te creía demasiado honesto para hacerte partícipe del pasado indigno de su banco. —Lucrio no sabía qué pensar del hecho de que le llamaran honesto; oculté una sonrisa.

—¡Esto es totalmente inaceptable! —exclamó Lisa. Hizo un llamamiento a Petronio Longo para que interviniera, pero él se limitó a encogerse de hombros.

Como una atención hacia él, mi patrón, dije:

—Investigaré todo esto más tarde. —Petronio asintió con la cabeza y me hizo una seña para que continuara.

—¡Tus imputaciones son infundadas! —insistió Lisa con enojo.

—Las justificaré.

Dije entonces que quería terminar mis indagaciones sobre por qué murió Avieno.

—Parece como si el chantaje condujera al asesinato. Cuando Lucrio acosó a Avieno para que pagara el préstamo, Avieno perdió los estribos. Se encontró aquí con Crísipo no para discutir sobre su historia, sino para quejarse de Lucrio y amenazar con que lo revelaría todo. Crísipo, por algún motivo se negó a ayudar; quizás a esas alturas estaba ya cansado de que lo chantajearan. Avieno no pudo soportar perder el dinero, así que golpeó a Crísipo hasta causarle la muerte.

—¿Eso es lo que piensas de verdad? —preguntó Vibia, ansiosa al parecer por que la muerte de su marido se explicara de esa manera. Lisa, por otra parte, no hizo ningún comentario.

Miré fijamente a Vibia durante un momento.

—¿Y qué, entonces Avieno se mató en el puente de Probo por el remordimiento? —Sonreí de manera burlona—. Vaya, lo dudo. No había nada que lo relacionara con el asesinato; si lo cometió, es probable que se hubiera salido con la suya. Pero había mantenido un chantaje durante unos cuantos años contra un astuto hombre de negocios, quien a su vez debió de probar con diferentes amenazas y medidas para contrarrestarlo. Avieno sabía cómo no perder la calma. Cuando lo vi, estaba totalmente tranquilo en cuanto a su encuentro con Crísipo. Mi impresión fue que confiaba en su situación y estaba satisfecho con su suerte.

—¿Entonces, qué es lo que ocurrió? —preguntó Vibia. Yo sospechaba que sabía más de lo que admitía y pensé que ella lo estaba presionando un poco.

—Crísipo, que se había protegido gracias a pagar durante años, lo continuó haciendo. Es irónico pero, en mi opinión, con objeto de mantener el secreto, él le dio el dinero a Avieno para pagar a Lucrio. Y en efecto, liquidó un préstamo que él mismo se había concedido en un principio. ¡Bueno, la banca es un negocio complejo! A Avieno le debía de gustar de verdad.

—Todo esto es especulación —protestó Lucrio.

—Es verdad —asentí—. Así que tengamos una pequeña confirmación… —Le hice una señal a Eliano que estaba de pie al lado de la puerta que separaba las dos habitaciones—. Aulo, ¿quieres decirle a Paso que le diga a Pisarco que entre, por favor? ¡Ah! Y no separemos a una familia, que venga también su hijo.

LIV

El fletero y su hijo menor entraron juntos arrastrando los pies; tenían un físico diferente. Ambos se pusieron nerviosos al entrar en una estancia llena de gente con aspecto de estar bajo tensión, y atravesaron poco a poco el espacio que dejó la puerta al abrirse apenas. Eliano hizo que tomaran asiento en la hilera de bancos más alejada. Se sentaron allí, el ancho, activo y bronceado padre y el flaco y ascético hijo, que tenía ese color pálido de ciudad. Sin embargo, sus caras poseían las mismas facciones. Se sentaron juntos, como si su relación fuera amistosa.

Expliqué con calma que habíamos estado hablando de la muerte del historiador Avieno y de la posibilidad de que estuviera chantajeando a Crísipo.

Pisarco y su hijo cruzaron una mirada y luego aparentaron no haberlo hecho. Interesante. Me pareció que lo del chantaje no era una novedad.

—Pisarco, ¿puedo preguntarte algo, por favor? El otro día, cuando viniste de forma voluntaria al cuartel de los vigiles, nosotros… es decir, el jefe investigador y yo —hice un gesto con la cabeza hacia Petronio— supusimos que querías prestar declaración sobre la muerte de Aurelio Crísipo. Lo cierto es que resultó que habías estado fuera en Preneste y ni siquiera sabías que Crísipo estaba muerto.

Pisarco inclinó la cabeza. Estaba un poco más relajado. Yo esperaba que eso fuera debido a mi manera calmada de llevar la situación y a mis palabras tranquilizadoras. Por otro lado, él siempre había parecido ser un hombre sereno. Era prudente, pero aun así yo pensaba que no tenía mucho que ocultar.

—Entonces, ¿de qué muerte habías venido a hablarnos? —Al no responder, lo presioné—. De la de Avieno, ¿no es verdad?

Pisarco asintió de mala gana.

—¿Qué era lo que nos ibas a contar?

Él miró de reojo a su hijo otra vez.

—No puedo decirlo.

—Entonces quizá tú sí que puedas —dije, volviéndome hacia Filomelo—. Los camareros no tienen que jurar ningún voto de confidencialidad. Sólo los médicos tienen el juramento hipocrático, aunque por supuesto, a los banqueros —le hice un guiño a Lucrio— la ley los exime de dar información sobre las cuentas de sus clientes. Los sacerdotes —reflexioné— aducirán obligaciones éticas o es posible que mientan para proteger a los benefactores de un templo —le lancé una mirada a Diómedes—. Veamos, Filomelo, tú no estás bajo ninguna obligación. Avieno está muerto y… déjame que te ayude con esto. Ya sé que Avieno le había confiado a otra persona que había descubierto algún escándalo. Estaba muy bebido, así que me imagino que esta conversación tuvo lugar con una copa… bueno, varias, en la taberna donde trabajas. ¿Supongo que lo oíste por casualidad?

El joven Filomelo tragó saliva, no lo confirmó ni lo desmintió.

—El confidente era Turio, nos lo ha dicho él mismo. —Filomelo pareció aliviado—. Así qué, Filomelo, ¿oíste decir a Avieno que Crísipo le pagaba para que mantuviera la boca cerrada?

Filomelo asintió con la cabeza antes de poder pensarlo siquiera.

—¿Estás de acuerdo? Gracias. —Con aspecto pensativo, me dirigí despacio hacia la hilera de autores—. ¡Tiberio Turio! Nos hubieras ahorrado bastante trabajo si nos lo hubieses dicho antes. —Con paso resuelto me coloqué justo encima de él, tiré de su brazo para que se levantara y lo arrastré hasta el centro de la habitación—. ¡Bonita túnica! Y me gusta tu cinturón. El cuero tiene un precioso labrado. La hebilla es sorprendente… ¿es esmaltado del norte o lo compraste aquí en Roma? Turio, seamos honestos, una cosa que me choca es que no tienes la apariencia que se espera de un empobrecido autor. Y en concreto de uno que padece problemas de salud y que nunca escribe ninguna obra.

Turio se libró de mí de una sacudida y se estiró la manga de la túnica.

—Déjame en paz, Falco.

—¿Y no sería mejor decir «déjame en paz, Turio», o al menos eso era lo que pensaba Avieno? ¿No decidiste sacar tajada también? ¿No obligaste a Avieno a exigir más de Crísipo para así poder quedarte con una parte?

—No seas ridículo —dijo Turio entre dientes.

—¡Ah! ¿Fuiste directamente a hablar con Crísipo?

—¡No!

—¿En serio? Veamos; ¿qué sé sobre ti? Te quejaste de que Crísipo trataba a sus autores como esclavos. Y habías cometido una flagrante imprudencia: te negaste abiertamente a halagarlo, y ridiculizaste su capacidad crítica.

—¡No tenía ningún criterio! —gruñó Turio. Recurrió a sus colegas—. ¡Bueno, tú eso lo sabes, Pacuvio! —Fue Pacuvio,
Scrutator
, quien le habló de Turio a Helena; tomé nota mentalmente de indagar por qué Turio pensaba que
Scrutator
tenía un motivo de queja literario en particular.

Pero era a Turio al que quería hostigar. En estos momentos el utópico estaba bajo una extrema presión. Aunque la biblioteca permanecía agradablemente fresca, él estaba sudando y su inquietud se había vuelto evidente. Cualquiera que fuera la causa, se estaba acercando al límite.

—¡Al menos Crísipo tuvo el criterio suficiente como para mantener a Avieno callado durante varios años! Avieno incluso consiguió el sorprendente golpe maestro de que Crísipo le pagara su propio préstamo para satisfacer las demandas de su agente Lucrio. Entonces causaste problemas, ¿no? —A Turio se le veía acorralado, pero no replicó—. Odiabas a Crísipo por el mal trato que infligía a sus autores; pensaste que lo tenías que presionar al máximo. ¿Me equivoco? —Turio era incapaz de mirarme, en estos momentos estaba desesperadamente trastornado—. ¿Qué pasó entonces? Tú también conocías el secreto, o al menos sabías que existía un secreto. ¿Avieno tenía miedo de perderlo todo por culpa de tu intromisión? ¿Es eso lo que hizo que el pobre desgraciado se matara?

—¡Está bien! —estalló Turio, con más facilidad incluso de la que yo esperaba—. No sigas. No puedo soportarlo más. ¡Yo soy el responsable! ¡Yo lo maté!

A nuestro alrededor se alzó un murmullo de conversación excitada que volvió a apagarse. Obligué a caminar a Turio hacia su anterior asiento e hice que se sentara otra vez.

Moví la cabeza con tristeza.

—Espero que te sientas mejor por habérnoslo contado. Y ahora, por tu propio bien, no digas nada más. Este es un acontecimiento bastante perturbador, así que, escuchad todos. —Levanté la voz para que me prestaran atención y le hice una señal con la cabeza a Eliano para que abriera las puertas—. Podríamos beneficiarnos todos con una corta pausa. Tomemos un refrigerio y empecemos luego otra vez.

Entonces corrieron hacia un lado la puerta que nos separaba de la biblioteca de latín y un tropel de esclavos desfilaron hacia el interior con las bandejas del aperitivo que había preparado.

LV

La gente parecía asustada, pero un tentempié nunca viene mal. Sirvió para aliviar la tensión. Los esclavos circulaban ofreciendo con cortesía exquisiteces y pastas saladas y luego pequeñas copas con la bebida. Turio se desplomó a la vez que temblaba y se tapaba la cara mientras los demás se alejaban de él. Pequeños grupos murmuraban y de vez en cuando miraban hacia mí. Yo fui y me senté al lado de Helena.

—Has estado maravilloso, cariño —susurró. Siempre sabía cómo minar mi confianza cuando se me veía demasiado seguro.

Lucrio se nos acercó con aire despreocupado, al tiempo que se terminaba un bocado de langostinos.

—¿Cómo está tu madre, Falco?

—Deprimida por lo de sus ahorros, eso ya lo sabes.

—No tiene por qué. —Había venido a propósito—. No puedo mencionar la suma, pero lo tiene todo en un depósito cerrado.

Tomé unas aceitunas de una bandeja que pasaban.

—¿Y eso qué quiere decir?

Adoptó un aire despectivo ante mi ignorancia.

—Los depósitos cerrados o «regulares» consisten literalmente en que las monedas u otros objetos de valor se colocan en sacos que se aseguran con precintos de manera formal. Tienen que permanecer intactos. Los depósitos irregulares se dan cuando el banquero tiene derecho a usar el dinero en busca de beneficios e invertirlo en proyectos adecuados para proporcionar ingresos.

—¿Para el dueño del depósito o para ti? —repliqué con desdén.

Hizo caso omiso de ello.

—Los cerrados siguen siendo propiedad del depositario por completo, y deben devolverse sin haber sido manipulados cuando así lo solicite. Con franqueza, el Aurelio creía que eso era desperdiciar recursos. Intenté hacer cambiar de opinión a Junila Tácita para que su capital le produjera ingresos, pero siguió en sus trece.

Eran noticias alentadoras. Helena sonreía.

—¿Sólo quería poner su dinero en lugar seguro y no correr ningún riesgo? ¡Ésa es tu madre, Marco! Me la puedo imaginar al decidir que nadie iba a jugar con su dinero.

Lucrio pareció irónico.

—Parece una mujer muy astuta. Cuando comprobamos las monedas, nuestro cajero nunca se había encontrado con menos falsificaciones y «hermanas» de cobre en un solo lote.

Solté una carcajada.

—¡Mi madre no solamente muerde todo el cambio que le dan para comprobarlo, sino que asusta como todo el Hades al completo a cualquiera que pretenda endilgarle una falsificación! ¿Cuál es su situación ahora que el banco ha quebrado?

—Los liquidadores no pueden tocar su dinero —admitió Lucrio con brusquedad. ¿Se lo habría contado a mi madre si yo no se lo hubiera preguntado?—. Si quiere recuperarlo debe pedirlo.

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