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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Ocho casos de Poirot (5 page)

BOOK: Ocho casos de Poirot
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Poirot miraba pensativo la alfombra.

—¿Se da cuenta de lo que afirma, mister Astwell, y de la importancia de su declaración?

—Sí, supongo que sí. ¿Por qué? ¿Qué importancia le atribuye?

—Fíjese en que acaba de decir que, entre el portazo de la puerta de la calle y la aparición en la escalera de mister Leverson, transcurrieron diez minutos. Su sobrino asegura, si mal no recuerdo, que tan pronto entró en la casa se fue a dormir. Pero aún hay más. Admito que la acusación de lady Astwell es fantástica aun cuando hasta ahora no se haya demostrado su inverosimilitud. Pero la declaración de usted implica una coartada.

—¿Cómo es eso?

—Lady Astwell dice que dejó a su marido a las doce menos cuarto y que el secretario se fue a dormir a las once. De manera que únicamente pudo cometerse el crimen entre las doce y cuarto y el regreso de Carlos Leverson. Ahora bien: si como asegura usted estuvo sentado y con la puerta abierta, Trefusis no pudo bajar de su habitación sin que usted lo viera.

—Justamente —dijo el otro.

—¿Existe por allí alguna otra escalera?

—No, para bajar a la habitación de la Torre hubiera tenido que pasar por delante de mi puerta y no pasó, estoy bien seguro. Además, lo repito, monsieur Poirot, ese joven es tan inofensivo como un cordero, se lo aseguro.

—Sí, sí, lo creo —Poirot hizo una pausa—. ¿Querrá explicarme ahora el motivo de su discusión con sir Ruben?

El otro se puso colorado.

—¡No me sacará ni una sola palabra!

Poirot fijó la vista en el techo.

—Cuando se trata de una señora —manifestó— suelo ser muy discreto.

Víctor se levantó de un salto.

—¡Maldito sea! ¿Qué quiere decir? ¿Cómo sabe usted? —exclamó.

—Me refiero a miss Lily Murgrave —explicó Poirot.

Víctor Astwell titubeó un instante; de su rostro desapareció el rubor, y volvió a sentarse.

—Es usted demasiado listo para mí, Poirot —confesó—. Sí, reñimos por causa de Lily. Ruben había descubierto algo acerca de ella que le disgustaba. Me habló de unas referencias falsas..., pero ¡ni creí ni creo una sola palabra!

»Mi hermano llegó más allá. Me aseguró que salía de casa de noche para verse con alguien, con un hombre tal vez. ¡Dios mío! Lo que respondí. Le dije, entre otras cosas, que a mejores hombres que él habían matado por decir menos que eso. Y entonces calló. Cuando me disparaba así Ruben me tenía miedo.

—No me extraña —murmuró Poirot.

—Yo tengo una bonísima opinión de Lily Murgrave —observó Víctor en un tono distinto—. Es una muchacha excelente.

Poirot no contestó. Parecía sumido en sus pensamientos y tenía la mirada fija en el vacío. Por fin, de repente, salió de su admiración.

—Voy a pasearme un poco, lo necesito —comunicó a Víctor—. Por ahí hay un hotel, ¿no es cierto?

—Dos —repuso Astwell—. El
Golf Hotel
, junto al campo de tenis, y el
Mitre Hotel
, en el camino de la estación.

—Gracias —dijo Poirot—. Sí, voy a darme un pequeño paseo.

El
Golf Hotel
se hallaba, como indica su nombre, en los campos de golf, casi al lado del edificio del club. Y a él se encaminó Poirot en el curso del «paseo» de que habló a Víctor Astwell. El hombrecillo tenía su manera característica de hacer las cosas. Tres minutos después celebraba una entrevista particular con miss Langdon, la gerente.

—Perdone la molestia, mademoiselle —dijo—, pero soy detective.

Era partidario de la sencillez. Y el procedimiento resultaba eficaz en más de una ocasión.

—¡Un detective! —exclamó miss Langdon mirándole con recelo.

—Sí, aun cuando no pertenezco a Scotland Yard. Pero supongo que ya se habrá dado cuenta. No soy inglés y hago indagaciones particulares sobre la muerte de sir Ruben Astwell.

—¡Muy bien!

Miss Langdon le miró con simpatía.

—Precisamente —el rostro de Poirot se iluminó—, sólo a persona tan discreta revelaría yo mi identidad. Creo, mademoiselle, que usted puede ayudarme. ¿Sabría decirme si un caballero de los que se hospedan en este hotel se ausentó para volver a él entre doce y doce y media de la noche?

Miss Langdon abrió unos ojos tamaños.

—¿No creerá que...? —balbució.

—¿Que estuviera aquí el asesino? No, tranquilícese. Pero me asisten buenas razones para creer que uno de sus huéspedes se llegó entonces a
Mon Repos
y, si así fuera, pudo ver algo que me interesaría conocer.

La gerente movió la cabeza como quien conoce a fondo los caminos de la ley detectivesca.

Comprendo perfectamente —dijo—. Veamos ahora a quién teníamos

aquí...

Frunció el ceño mientras repasaba mentalmente sus nombres y se ayudaba de cuando en cuando contándolos con los dedos.

—El capitán Swan..., mister Elkins..., el mayor Blunt..., el viejo mister Benson... No, caballero. Ninguno de ellos salió después de cenar.

—Y si hubiera salido lo sabría usted, ¿no es cierto?

—Oh, sí, señor. Porque sería en contra de lo acostumbrado. Muchos caballeros salen antes de cenar, después, no, porque no tienen dónde ir, ¿entiende?

Las atracciones de Abbott Cross eran el golf y nada más que el golf.

—Eso es, ¿de modo, mademoiselle, que nadie salió de aquí después de la hora de la cena?

—Únicamente el capitán England y su mujer.

Poirot movió la cabeza.

—No me interesan. Voy a dirigirme al hotel...
Mitre
, creo que así se llama, ¿no es eso?

—¡Oh, el
Mitre
! —exclamó miss Langdon—. Naturalmente que cualquiera pudo salir de allí para dirigirse a Mon Repos.

Y su intención, aunque vaga, era tan evidente, que Poirot verificó una prudente retirada.

Cinco minutos después se repetía la escena, esta vez con miss Cole, la brusca gerente del
Mitre
, hotel menos pretencioso, de precios más reducidos, que se hallaba cerca de la estación.

—En efecto, aquella noche salió de aquí un huésped y si mal no recuerdo regresó a las doce y media. Tenía por costumbre darse un paseo a esas horas. Lo había hecho ya una o dos veces. Veamos, ¿cómo se llamaba? No puedo recordarlo. ¡Un momento!

Cogió el libro de registro y comenzó a volver las páginas.

—Diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, ¡ah, ya lo tengo! Capitán Humphrey Naylor.

—¿De modo que se había hospedado antes aquí? ¿Le conoce bien?

—Sí, hace quince días —dijo miss Colé—. Recuerdo que, en efecto, salió la noche que dice usted.

—Fue a jugar al golf, ¿no le parece?

—Así lo creo. Por lo menos
es
lo que hacen todos los caballeros.

—Es muy cierto. Bien, mademoiselle, le doy infinitas gracias y le deseo muy buenos días.

Poirot regresó pensativo a
Mon Repos
. Una o dos veces sacó un objeto del bolsillo y lo miró.

—Tengo que hacerlo —murmuró— y pronto. En cuanto se me presente una ocasión.

Lo primero que hizo al entrar en casa fue preguntar a Parsons dónde podría hallar a miss Murgrave. Esta señorita estaba, según el mayordomo, en el estudio, despachando la correspondencia de lady Astwell y el informe pareció satisfacer en extremo a Poirot.

Encontró sin dificultad el pequeño estudio. Lily Murgrave estaba sentada ante la mesa instalada frente a la ventana y escribía. No había nadie más a su lado. Poirot cerró la puerta y se acercó a la muchacha.

—¿Sería tan amable, mademoiselle, que pudiera dedicarme parte de su tiempo?

—Ciertamente.

Lily Murgrave dejó a un lado los papeles y se volvió a él.

—Volvamos a la noche de la tragedia, mademoiselle. ¿Es verdad que al separarse de lady Astwell y mientras ella iba a dar las buenas noches a su marido se fue usted directamente a su habitación?

Lily Murgrave hizo un gesto de afirmación.

—¿Volvió a bajar, por casualidad, al comedor?

La muchacha movió la cabeza en sentido negativo.

—Si mal no recuerdo, mademoiselle, usted dijo que no había entrado en la habitación de la Torre después de cenar... ¿Me equivoco?

—No sé si dije o no semejante cosa, pero no estuve en dicha habitación después de la cena.

Poirot arqueó las cejas.

—¡Es curioso! —exclamó a media voz.

—¿Qué quiere decir?

—Sí, muy curioso —repitió el detective— porque si no fue como afirma, ¿cómo explica usted esto?

Se sacó del bolsillo un pedacito de
chiffon
verde claro, y se lo puso delante de los ojos a Lily Murgrave.

La expresión de ésta no varió, pero Poirot advirtió que se sobresaltaba.

—No comprendo, monsieur Poirot...

—Tengo entendido, mademoiselle, que aquella noche llevaba puesto un vestido de
chiffon
verde claro. Esto que ve ahí —agitó en el aire el pedacito de tela— formaba parte de él.

—¿Y lo ha encontrado en la habitación de la Torre... o cerca de ella?

Por primera vez la expresión de los ojos de miss Murgrave reveló el miedo que sentía. Quiso abrir la boca para decir algo y la volvió a cerrar en seguida. Poirot, que la observaba, vio que se asía con las manecitas blancas al borde de la mesa.

—¿Estuve en esa habitación... antes de la hora de cenar? —murmuró—. No... No creo. No, casi estoy segura de que no entré en ella. Y ese pedacito de tela ha estado hasta ahora allí, me parece muy extraordinario que la policía no diera antes con él.

—La policía no piensa lo mismo que Hércules Poirot —repuso el detective.

—Quizás entré en el momento antes de cenar —murmuró pensativa Lily Murgrave— o quizá fuera la noche antes en la que llevaba el mismo vestido. Sí, me parece que fue la noche anterior a la del crimen.

—Pues a mí me parece que no —repuso, sin alterarse, Poirot.

—¿Por qué?

Por toda respuesta, el hombrecillo movió lentamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha.

—¿Qué quiere decir? —susurró la muchacha.

Se inclinó para mirarla y su rostro perdió el color.

—¿No se da cuenta, mademoiselle, de que este fragmento está manchado? Está manchado de sangre, no le quepa duda.

—¿Qué quiere decir...?

—Que usted, mademoiselle, estuvo en la Torre
después
, y no antes de cometerse el crimen. Vale más que me diga toda la verdad para evitar que le sobrevengan cosas peores.

Poirot se puso en pie con el rostro severo y su dedo índice señaló a la muchacha como si la acusara. Estaba imponente.

—¿Cómo lo ha descubierto? —balbució Lily.

—El cómo importa poco, mademoiselle. Pero Hércules Poirot lo sabe. También conozco la existencia del capitán Humphrey Naylor y que fue a su encuentro aquella noche.

Lily bajó de pronto la cabeza, que colocó sobre los brazos cruzados, y se echó a llorar sin rebozo. Inmediatamente Poirot abandonó su actitud acusadora.

—Ea, ea, pequeña —dijo, dándole golpecitos en un hombro—. No se aflija. No es posible engañar a Hércules Poirot; dése cuenta de esto
y
de una vez de que sus penas tocan a su fin. Y ahora cuéntemelo todo, ¿quiere? Dígaselo al viejo papá Poirot.

—Lo sucedido no es lo que piensa, ciertamente. Porque Humphrey, que es mi hermano, no tocó ni un solo cabello de la cabeza de sir Ruben.

—¿Su hermano, dice? —dijo Poirot—. Ya comprendo. Bien, si desea ponerle a cubierto de toda sospecha debe contarme ahora su historia sin reservas.

Lily se enderezó y se echó hacia atrás un mechón de cabello. Poco después refirió con voz baja, pero clara:

—Le diré la verdad, monsieur Poirot, pues ya veo que sería absurdo pretender disimulársela. Mi verdadero nombre es Lily Naylor, v Humphrey es mi único hermano. Hace años, cuando estuvo en África, descubrió una mina de oro, o mejor dicho descubrió la presencia de oro en sus alrededores. No puedo explicarle el hecho con detalles porque no entiendo de tecnicismos, pero he aquí lo que sé:

»El descubrimiento parecía ser de tanta importancia que Humphrey vino a Inglaterra como portador de varias cartas para sir Ruben Astwell, al que confiaba interesar en el asunto. Ignoro los pormenores, pero sé que sir Ruben envió a África a un perito. Sin embargo, dijo después a mi hermano que el informe del buen señor era desfavorable y que se había equivocado. Mi hermano volvió más adelante a África con una expedición, pero pronto no recibimos noticias, por lo que se creyó que él y el grueso de la expedición habrían perecido en el interior.

»Poco más tarde se formaba una Compañía explotadora de los yacimientos auríferos de Mpala. Al regresar mi hermano a Inglaterra se empeñó en que dichos yacimientos eran los mismos que él había descubierto, pero de sus averiguaciones se desprendía que sir Ruben no tenía nada que ver con aquella Compañía y que sus directores habían descubierto por sí mismos la mina.

»El asunto afectó tantísimo a mi hermano que se consideró desgraciado y cada vez se tornaba más violento. Los dos estábamos solos en el mundo, monsieur Poirot, y cuando fue imprescindible que yo me ganara la vida concebí la idea de ocupar un puesto en esta casa. Una vez dentro de ella me dediqué a averiguar si existía en realidad alguna relación entre sir Ruben y los yacimientos auríferos de Mpala. Por razones muy comprensibles oculté al venir aquí mi verdadero apellido y confieso, sin rubor, que me serví de referencias falsas porque había tantas aspirantes a este cargo y con tan buenas calificaciones (algunas eran superiores a las mías) que... bueno, monsieur Poirot, simulé una bonita carta de la duquesa de Perthsire, que yo sabía acababa de marcharse a América, convencida de que el nombre de la duquesa produciría su efecto en el espíritu de lady Astwell. Y no me engañaba, porque me tomó en el acto a su servicio.

»Desde entonces he sido espía, cosa que detesto, pero sin éxito hasta hace poco. Sir Ruben no era hombre capaz de revelar sus secretos, ni de hablar a tontas y a locas de sus negocios, pero mister Víctor Astwell era menos reservado y a juzgar por lo que me dijo empecé a creer que después de todo no andaba Humphrey tan descaminado. Mi hermano estuvo aquí hace quince días, antes de cometerse el crimen, y fui a verle en secreto. Al saber las cosas que decía mister Víctor Astwell se excitó mucho y me dijo que estábamos sobre la verdadera pista.

»Mas a partir de aquel día las cosas adquirieron un giro desfavorable para nosotros; alguien me vio salir a hurtadillas y fue con el cuento a sir Ruben, que, receloso, investigó lo de mis referencias y averiguó pronto el hecho de que habían sido falsificadas. La crisis se produjo el día del crimen. Yo creo que imaginó que yo andaba tras las joyas de su mujer. De todos modos no tenía intención de permitir que yo continuase por más tiempo en
Mon Repos
, aunque accedió a no denunciarme por falsificación de los informes. Lady Astwell se puso valientemente de mi parte y le hizo frente durante toda la entrevista.

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