—Sí —gritamos todos, a la vez.
—¡Miren otra vez!
Con un rápido movimiento el actor se despojó del vestido suelto de Pierrot y en su lugar apareció, resplandeciente, ¡Arlequín!
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —exclamó la voz de Davidson—. ¿Cómo lo ha adivinado?
A continuación sonó el ¡clic! de las esposas y la voz serena, oficial, de Japp, que decía:
—Le detengo, Cristóbal Davidson, por el asesinato del vizconde Cronshaw. Todo lo que pueda decir se utilizará como acusación en contra.
* * *
Un cuarto de hora después cenábamos. Poirot, con el rostro resplandeciente, se multiplicaba, hospitalario, respondía de buena gana a nuestras múltiples y continuas preguntas.
—Todo ha sido muy simple. Las circunstancias en que se halló el pompón verde sugería, al punto, que había sido arrancado del vestido de máscara del asesino. Yo alejé a Pierrette del pensamiento, ya que se necesita de una fuerza considerable para clavar un cuchillo de mesa en el pecho de un hombre, y me fijé en Pierrot. Pero éste había salido del baile dos horas antes de verificarse el crimen. De manera que si no regresó al baile para matar a lord Cronshaw pudo matarle
antes
de marchar. ¿Era esto posible? ¿Quién había visto a lord Cronshaw después de la hora de la cena? Sólo mistress Davidson cuyo testimonio, lo sospecho, fue falso, una mentira deliberada para explicar la desaparición del pompón, que, naturalmente, quitó de su traje de máscara para reemplazar el que su marido perdió. A Arlequín se le vio a la una y media en un palco. También ésta fue una representación. Yo pensé primero en míster Beltane como presunto culpable. Pero era imposible, dado lo complicado de su traje, que hubiera doblado los papeles de Arlequín y de Polichinela. Por otra parte, siendo míster Davidson un joven de la misma edad y estatura que la víctima, así como un actor profesional, la cosa no podía ser más simple.
»No obstante me preocupaba el médico. Porque ningún médico profesional puede dejar de darse cuenta de que existe una diferencia entre una persona que sólo hace diez minutos que ha muerto y la que lleva difunta dos horas. ¡
Eh bien
! ¡El doctor se había dado cuenta! Sólo que como al colocarle delante del cadáver no se le preguntó "¿cuánto hace que ha muerto?", sino que, por el contrario, se le comunicó que estaba con vida diez minutos antes, guardó silencio. Pero en la investigación habló de la rigidez anormal de los miembros del cadáver, ¡qué no se explicaba!
«Todo concordaba, pues, con mi teoría. Hela aquí: Davidson mató a Cronshaw inmediatamente después de la cena, o sea, después de volver con él, como recordarán ustedes, al comedor. A continuación acompañó a miss Courtenay a casa, dejándola a la puerta del piso en vez de entrar para tratar de calmarla como declaró, y volviendo a escape al Colossus, pero no ya vestido de Pierrot, sino de Arlequín, simple transformación que efectuó en menos de lo que se tarda en contarlo.
El actual lord Cronshaw miró perplejo al detective.
—Si fue así —dijo—, Davidson debió ir al baile dispuesto a matar a mi sobrino. ¿Por qué? Nos falta descubrir el motivo y yo no acierto a adivinarlo.
—¡Ah! Aquí tenemos la segunda tragedia, la de miss Courtenay. Existe un punto sencillo de referencia que hemos pasado por alto. Miss Courtenay murió después de tomar una doble dosis de cocaína..., pero la habitual estaba en la cajita que se encontró sobre el cuerpo de lord Cronshaw. ¿De dónde sacó entonces la droga que la mató? Únicamente una persona pudo proporcionársela: Davidson. Y el hecho lo explica todo. Su amistad con los Davidson, su petición a Cristóbal de que la acompañase a casa. Lord Cronshaw era enemigo acérrimo, casi fanático, de los estupefacientes. Por ello al descubrir que su novia tomaba cocaína sospechó que era Davidson quien se la proporcionaba. El actor lo negó, pero lord Cronshaw sonsacó a miss Courtenay en el baile y le arrancó la verdad. Podía perdonar a la desventurada muchacha, pero no duden ustedes que no hubiera tenido piedad del hombre que tenía como medio de vida el tráfico de los estupefacientes. Si llegaba a descubrirse esto era inminente su ruina y por ello acudió al Colossus dispuesto a procurarse, a cualquier precio, el silencio de lord Cronshaw.
—Entonces ¿fue casual la muerte de Coco?
—Sospecho que fue un accidente que provocó hábilmente el mismo Davidson. Ella estaba furiosa con el lord, ante todo por sus reproches, después por haberle quitado la cajita de cocaína. Davidson le proporcionó más y probablemente le sugeriría que tomase una dosis mayor como desafío «al viejo Cronsh».
—¿Cómo descubrió usted que había en el comedor una cortina? —pregunté yo.
—¡Toma!,
mon ami
! Si no puede ser más fácil... Recuerde que los camareros entraron y salieron de él sin ver nada sospechoso. De esto se deducía que el cadáver no estaba entonces tendido en el suelo. Tenía forzosamente que estar oculto en cualquier parte y por ello se me ocurrió que debía ser detrás de una cortina. Davidson arrastró el cadáver hasta allí y más adelante, después de llamar la atención en el palco, lo sacó y abandonó definitivamente el baile. Este paso fue uno de los más hábiles que dio. ¡Es muy listo!
Pero en los ojos verdes de Poirot leí lo que no osaba expresar:
—¡No tan listo, sin embargo, como Hércules Poirot!
Pensándolo bien, no hay nada como el campo, ¿no les parece? —dijo el inspector Japp aspirando con fuerza el aire por la nariz y expeliéndolo por la boca de manera correcta.
Poirot y yo asentimos cordialmente. Fue idea del inspector Japp la de que pasáramos los tres el fin de semana en la pequeña población de Market Basing, enclavada en pleno campo. Porque cuando no estaba de servicio, Japp se mostraba botánico entusiasta y discurseaba acerca de diminutas florecillas que tenían largos nombres en latín, que el buen Japp pronunciaba de un modo muy enrevesado, ciertamente, con un ardor que no ponía en ninguno de sus casos policíacos.
—Aquí nadie nos conoce, ni conocemos a nadie.
Esto era verdad, hasta cierto punto, porque el agente local acababa de ser trasladado de un pueblo, distante quince millas de Market, donde un caso de envenenamiento con arsénico le había puesto en relación con el inspector de Scotland Yard. Sin embargo, como reconoció con evidente placer el gran hombre, la circunstancia acrecentó el buen humor de Japp y cuando nos sentamos los tres a desayunarnos en la salita de la fonda, nos sentimos animados del mejor espíritu. El jamón, los huevos, eran excelentes; el café no era tan bueno, pero podía pasar y estaba hirviendo.
—Esto es vida señora —exclamó Japp—. Cuando me retire, adquiriré una finca en el campo. Deseo perder al crimen de vista, ¡eso es!
—
Le crime, il est partout
—observó Poirot sirviéndose una buena rebanada de pan y mirando con el ceño fruncido a un gorrión impertinente que acababa de posarse en el alféizar de la ventana.
«The rabbit has a pleasant face
His private life is a disgrace.
I really could not tell you
The awful things that rabbits do.»
[2]
—Pues, señor —dijo desperezándose Japp—. Creo que todavía me queda sitio para otro huevo y para una o dos lonchas de jamón. ¿Y a usted, capitán?
—Sí. ¿Y a usted, Poirot?
Éste movió la cabeza.
—No hay que llenar el estómago —repuso— porque el cerebro se negará a funcionar.
—Pues yo pienso arriesgarme —repuso Japp riendo—. Lo tengo muy grande. A propósito, está engordando, monsieur Poirot. ¡Eh, miss, otra ración de jamón con huevos!
* * *
En ese momento un cuerpo macizo bloqueó la puerta de entrada. Era el agente Pollard.
—Perdón si interrumpo, Inspector —dijo—, pero deseo que me aconseje usted.
—Estoy de vacaciones —dijo Japp apresuradamente—. No me dé trabajo. ¿De qué se trata?
—De un caballero que habita en Leigh Hall. Se ha disparado un tiro en la cabeza.
—Supongo que habrá sido por deudas... o por una mujer. Es lo usual. Lamento no poder ayudarle, Pollard.
—El caso es que no ha podido verificar el hecho por sí solo. Así lo cree el doctor Giles.
Japp dejó la taza sobre el platillo.
—¿
Que no ha podido suicidarse solo
? ¿Qué quiere decir?
—Es lo que afirma el doctor —repuso Pollard—. Dice que es totalmente imposible. Esa muerte le deja perplejo porque lo mismo la puerta que la ventana de la habitación están cerradas por dentro con llave y cerrojo, pero se aferra a su opinión de que el caballero no se ha suicidado.
Esto zanjó la cuestión. Huevos y jamón se dejaron a un lado y pocos minutos después avanzamos todos a buen paso en dirección a Leigh Hall, mientras Japp dirigía ansiosas preguntas al agente.
El nombre del difunto era Walter Protheroe; era hombre de edad madura y tenía algo de retraído. Llegó a Market Basing ocho años atrás y alquiló la casa, vieja mansión, casi derruida, estropeada, viviendo en un ala, atendido por el ama de llaves que había traído consigo.
Esta última se llamaba miss Clegg y era una mujer superior, a la que todo el pueblo consideraba. Míster Protheroe tenía huéspedes llegados al pueblo hacía muy poco: míster y mistress Parker, de Londres. En aquella mañana miss Clegg había llamado en vano a la puerta de la habitación de su amo y al reparar en que estaba cerrada se alarmó y llamó a la policía y al médico. El agente Pollard y el doctor Giles llegaron a un tiempo. Los esfuerzos unidos lograron echar abajo la puerta de roble del dormitorio.
Míster Protheroe apareció tendido en el suelo. Presentaba un tiro en la cabeza y tenía asida la pistola con la mano derecha. Era evidente que se trataba en realidad de un suicidio.
Sin embargo, al examinar el cadáver, el doctor Giles quedó visiblemente perplejo y finalmente se llevó al agente aparte y le comunicó el motivo de su perplejidad; Pollard pensó al punto en Japp y dejando al doctor en la casa corrió a la fonda para avisarnos de lo ocurrido.
* * *
Cuando concluía su relato llegamos a Leigh House, edificio inmenso, desolado, rodeado de un jardín descuidado y lleno de cizaña. Como la puerta estaba abierta pasamos al vestíbulo y de éste a una salita de recibo de la que salía ruido de voces. En la salita encontramos reunidas a cuatro personas: un hombre vestido ostentosamente, con un rostro movible y desagradable, que me inspiró súbita antipatía; una mujer de tipo parecido, aunque hermosa de una manera burda; otra mujer, vestida de negro y algo separada del resto, a la que tomé por el ama de llaves; y un caballero alto, vestido con traje de
sport
, de semblante despejado y franco, que parecía imponerse a la situación.
—El doctor Giles —dijo el agente—. El detective inspector Japp, de Scotland Yard, y dos amigos.
El doctor nos saludó y después hizo la presentación de míster y mistress Parker. Luego subimos tras él la escalera. En obediencia a una seña de Japp, Pollard se quedó en la salita como para guardar la casa. El doctor, que nos precedía, nos hizo recorrer un pasillo. Al final vimos abierta una puerta; de sus goznes colgaban aún varias astillas y el resto estaba por el suelo.
Entramos en aquella habitación. El cadáver seguía tendido en tierra. Míster Protheroe era hombre de edad mediana, de cabello gris en las sienes. Usaba barba. Japp se arrodilló junto a él.
—¿Por qué no lo dejaron tal y como estaba? —gruñó.
El doctor se encogió de hombros.
—Porque creímos que se trataba de un caso sencillo de suicidio.
—¡Hum! —exclamó Japp—. La bala ha entrado en la cabeza por detrás de la oreja izquierda.
—Precisamente —repuso el doctor—. Es imposible que se disparase él solo el tiro. Para ello hubiera tenido, primero ante todo, que rodearse la cabeza con el brazo.
—¿Sin embargo, encontraron la pistola en su mano? A propósito, ¿dónde está?
El doctor le indicó con un gesto la mesa vecina.
—Tampoco la asía —manifestó—. La tenía en la palma, pero no la empuñaba.
—Debieron ponerla en ella después —dijo Japp, que examinaba el arma—. Sólo hay un cartucho vacío. Sacaremos las huellas dactilares, pero no espero encontrar más que las suyas, doctor. ¿Hace mucho que ha fallecido míster Protheroe?
—No puedo precisar la hora con exactitud como esos médicos maravillosos de las novelas de detectives, inspector, pero debe hacer unas doce horas.
Poirot no se había movido. Se mantenía pegado a mí, viendo lo que hacía Japp y escuchando sus preguntas. De vez en cuando, sin embargo, olfateaba el aire delicadamente, como si se sintiera perplejo. Yo le imité sin descubrir nada de interés. El aire puro, no olía a nada. Con todo, Poirot lo olfateaba como si su nariz sensible percibiera algo que se escapaba a su inteligencia.
Al separarse Japp del cadáver, Poirot se arrodilló junto a él. La herida no pareció despertar su interés. Primero supuse que examinaba los dedos de la mano con que el difunto había empuñado la pistola, mas en seguida vi que era un pañuelo, metido en la manga de la chaqueta gris oscuro, lo que le llamaba la atención. Finalmente se puso de pie sin separar los ojos de aquella prenda.
Japp le llamó para que les ayudase a levantar la puerta. Yo aproveché la ocasión para arrodillarme y coger el pañuelo, que examiné minuciosamente. Era de blanco Cambray, de los más corrientes, pero no ostentaba manchas de sangre ni de ninguna especie, por lo que, decepcionado, volví a dejarlo donde estaba.
Los demás levantaron la puerta y buscaron en vano la llave.
—Esto zanja la cuestión —manifestó Japp—. La ventana está cerrada y atrancada. El asesino debió salir por la puerta que cerró con llave y se llevó ésta para que creyéramos que míster Protheroe se ha suicidado. Seguramente no creyó que la echaríamos en falta. ¿Está de acuerdo, monsieur Poirot?
—Sí, estoy de acuerdo; pero hubiera sido más sencillo y mejor, deslizar la llave por debajo de la puerta. De este modo hubiera parecido que se había caído de la cerradura.
—Ah, bien, no hay que confiar en que a todo el mundo se le ocurran ideas tan geniales como ésta. Si se hubiera dedicado a criminal, hubiera sido el terror de la sociedad. ¿Desea hacer alguna observación, monsieur Poirot?
Poirot parecía echar algo de menos, o si no era así me lo pareció. Después de echar una ojeada a su alrededor dijo en voz baja:
—Parece ser que este caballero fumaba mucho, señores.