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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (20 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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Lo decía en un tono apacible. Como si lo que estuviera ocurriendo no fuera grave. Yo seguía debatiéndome, intentaba explicarle que no haría nada, que no gritaría, que no intentaría escaparme, pero claro, no me entendía porque mis explicaciones eran borborigmos.

—No puedo arriesgarme. Intenté confiar en ti, pero me fallaste, y no una vez sino dos. Lo siento mucho. Dame las manos.

Pero yo seguía debatiéndome porque aquello en la cara me desquiciaba, y noté que él perdía la paciencia.

—¿Prefieres que te golpee? ¡Dame las manos, Madison! Si no, te pongo a dormir con el producto del primer día.

Entonces le tendí las muñecas, pues sabía que no había nada que hacer. Me las ató a la espalda con el fular, muy fuerte, precisando que, por amabilidad, había escogido una tela y no una cuerda que podía cortarme la piel. Imagino que creía que se lo agradecería… ¡Vaya morro! Gruñí «CABRÓN», pero claro, no me entendió, porque salió algo así como «Ummmooonnn». Me dijo «Perdón» y me abandonó en el dormitorio, amordazada y atada como un salchichón humano, tan solo con las piernas libres para poder andar. Estaba hecha un basilisco, ¡una auténtica olla a presión! Me lancé contra la puerta varias veces gruñendo con todas mis fuerzas, pero me hice daño en el hombro y tuve que dejarlo. Presa de rabia, fui agrandando la mancha de chocolate de la alfombra, frotándola con los pies, para que él no volviera a verla y, tal vez, su madre le riñera.

Luego me tendí en la cama y me puse a llorar. Es
especial
mente espantoso llorar con una mordaza porque al cabo de poco ya no puedes respirar. La nariz se tapa y te ahogas, una sensación muchísimo peor que la de un resfriado de campeonato, cuando crees que vas a morir ahogada dentro de ti misma. En fin, que no te lo aconsejo: creí que había llegado mi hora. Después, gracias a lo que llaman INSTINTO DE
CONSERVA
CIÓN, conseguí calmarme. Me sorbí los mocos y me calmé un poco. Aquello me había dejado totalmente agotada y por fin me dormí (o tuve un patatús, no lo sé muy bien) Fue K. quien me despertó cuando oí que la llave giraba en la cerradura.

Simulé estar muerta. Me quedé completamente tiesa en la cama, con los brazos junto al cuerpo y los ojos muy abiertos, para que se asustara. Durante unos diez segundos noté que me miraba sin rechistar… luego se precipitó hacia mí. Lo de tomar el pelo a ese anormal está tirado. Me sacudió por los hombros diciendo «¡Madison! ¡Madison!», y como siempre, me atacó los nervios que pronunciara mi nombre. En su boca, mi nombre parece una palabrota. Yo, cuando pienso en mí, me llamo «Twist», porque ese es un nombre al que él no llegará. ¡Nunca llegará a Twist!

Me arrancó la cinta adhesiva de la boca y, como me hizo daño, tuve que moverme.

—¡Me habías asustado, Madison! ¿Cómo estás? ¿Bien?

—No empecemos… —murmuré, cuando en realidad habría querido chillar, pero tenía la voz ronca—. ¡He estado a punto de ahogarme…! ¡Está totalmente pirado! ¡Mierda!

Me puse a llorar otra vez, y él, a disculparse. Me soltó las manos diciendo que le había obligado a hacerlo, que si «colaborara» más eso no ocurriría. Y tal y cual. Me froté la boca, las muñecas, me sequé los ojos. El parecía realmente apenado, y entonces aproveché:

—Por favor, necesito tomar el aire… Se lo ruego, un poco de comprensión… No me encuentro bien… Resulta que cuando una persona nunca ve el exterior puede volverse loca… Seguro que lo sabe. Yo no quiero volverme loca… Dice que soy su amiga… ¡A los amigos no se les hace esto…! ¡Nadie dejaría que se volvieran locos!

Me abrazó con amabilidad y respondió que tenía que pensarlo. Aquello me consoló un poco, pues luego me llevó de nuevo a mi cuarto. Pero me escoltó con el fusil, como si fuera una criminal. Abajo, lo había limpiado todo, e incluso había puesto una alfombra nueva.

—Quería esperar a tu cumple, pero se presentó la ocasión.

Era una gran alfombra de lana azul muy suave (R. sabe que es mi color preferido) y por una vez bastante bonita. Debo confesar que me hizo ilusión porque, con el cemento tapado, aquello no parecía tan frío. Le di las gracias. Eché una ojeada al zócalo y me tranquilizó ver que todo parecía normal. Lo único raro que vi fueron unos trozos de limón a lo largo de las paredes, ¡y ahí sí que pensé que aquel tipo perdía aceite! Cuando se disponía a marcharse, le pedí que se quedará un rato más y dejara la puerta abierta. Nunca lo hace, tienes miedo de que le ataque para intentar huir, pero entonces aceptó; aún se notaba el olor del producto antihormigas. No tenía intención de fugarme: no era el momento ideal, porque él no confiaba en mí, y además, ¡no sé con qué podía haberle atacado! Antes de cualquier tentativa, tenía que saber cornos funcionaba su sistema, la alarma, las trampas, de lo contrario! no iría muy lejos. Aquel día solo quería que se quedara.
Me
sentía como un pez capturado al que hay que echar de nuevo al mar (lo vi un día en un documental sobre tiburones): hay que volver a habituarlo poco a poco al océano sujetándolo con la mano antes de devolverle la libertad. Yo tenía que acostumbrarme otra vez a la estrechez de mi cuarto, pero soler, contaba con la mano de R.

Estaba sentado cerca de la puerta, con el fusil estilo bastón, como el día anterior por la noche. Le pregunté qué era todo aquello de los limones, si se trataba de la última tendencia en decoración de interiores o qué, pero R. me explicó que era un truco natural para atrapar hormigas.

—No les gusta lo ácido. Es para evitar que vuelvan. Dentro de unos días los quitaré.

—¡Anda que no sabe trucos curiosos!

—Son cosas de mi madre. En cuestiones de jardín y bichos sabía un rato.

—¿Ya no?

—¿Cómo?

—Ha dicho «sabía»…

—Desde que vive en la ciudad ya no se ocupa del jardín. Tiene plantas de interior.

Había apretado los dedos sobre la culata del fusil, y le pregunté si iba de caza.

—No, la caza me parece algo repugnante. Matar animales está mal.

—¡La verdad es que del bien y del mal usted sabe un rato!

—¿No podrías parar durante treinta segundos?

—¿Usted hizo la mili? Mi padre hizo la mili. Y mi tío Samuel también.

—No.

—¿Y eso?

—Me declararon exento. Por la vista y un problema de espalda.

—Ah.

—Pero sé utilizar perfectamente un fusil, si es a lo que te refieres. No pongas esa cara de sorpresa, Madison, te conozco, con el tiempo que… Seguí unos cursillos de tiro en un club. Tengo otras dos pistolas.

No dije mas, simplemente me enfurruñé porque me molestaba que hubiera captado mi maniobra. Me preguntó si quería comer, hice un gesto de negativa. De modo que se levantó para marcharse. Antes de que cruzara la puerta, volví a suplicarle:

—Tengo que hacer ejercicio… ¡No se puede estar encerrado de esta forma! ¡Necesito correr, saltar! ¡Mierda, soy una niña!

—Ya te he dicho que lo pensaré. Si es que te calmas, por supuesto.

Así entré en mi etapa «Soy una santita».

Guéthary, 11 de julio,

viento fuerza 7, cielo despejado

Cariño:

Esta noche he soñado que volvías.

Me despertaba, me ponía un vestido, un vestido escarlata que no existe. Me calzaba los zapatos de tacón negros, los que se parecen a los de la dama sentada en la butaca azul de
Eleven AM.

Eran las once, repicaban exactamente las once en el salón como campanas de Pascua.

El sol era deslumbrante, tan intenso que parecía una niebla espesa. Con la mano frente a los ojos avanzaba por el pasillo, bajaba la escalera y el sol no dejaba de irradiar, intenso y cegador.

En la cocina estabas tú, sentada a la mesa ante una taza de chocolate. Leías el periódico como lo hacías a veces, como una chica mayor, seria y concentrada, como si el futuro del mundo dependiera de ti.

Ha entrado tu padre. Llevaba un traje de color de cemento y en el reborde de tu mejilla ha sonado un beso.

Todo era normal. Quiero decir: como antes.

Yo estaba allí pero no estaba allí, como si el sol me eclipsara, ahogada en el exceso de luz e invisible a vuestros ojos. Todo volvía a ser normal pero yo parecía la única que se daba cuenta de hasta qué punto era extraordinario.

¡La alegría, Madison!

¡Este sol era la alegría! Una materialización de la alegría que se convertía en violenta, paralizante, algo parecido a la mística: un éxtasis.

Y, bañada con tu luz, me he despertado.

El negro imperfecto del dormitorio, la respiración de tu padre, esa respiración que —¡oh, monstruosa!— hubiera querido no oír.

El vivo, yo viva, tú muerta.

Yo espero: ausente.

Nadie puede imaginar el horror de ese despertar.

Haber creído hasta ese punto y darse cuenta de que no era ni sombra. Todo ful. Tu vuelta… ful.

Hubiera querido no despertarme jamás.

Hace tres años que me levanto Tú, me duermo Tú. Como Tú, bebo Tú, respiro Tú, ando Tú. En lo cotidiano, Tú. Nunca un descanso, nunca.

Anoche me reí: Amélie contaba su lamentable salida con un nuevo pretendiente, y me hizo reír. A carcajadas. La última vez fue aquel día, cuando percibí en tu mirada maliciosa los principios normales y corrientes de una crisis de adolescencia: con ese coco tuyo, la crisis habría sido durilla. «Esto promete», pensé. Esto promete.

Pero
después de que,
ciertas cosas me parecen prohibidas. Durante esta risa, este minuto de risa, no te he vivido Tú. Me habría podido suicidar, avergonzada, si en mi vientre no estuviera alguien.

Otro.

Puede que esta fuera la razón del sueño. Parece ser que a veces se sueña lo que más se desea en el mundo. Puede sonar extraño pero nunca había soñado con tu vuelta. La creía posible y no soñaba con ella. Me pregunto si este sueño es una señal, la señal de que yo también te abandono. De que necesito soñar, puesto que ya no espero.

¡Estas historias de médiums! El cielo por encima de la cabeza, ¡querida mía! Te devuelven el aliento, ¡y luego viene el puñal! Entre los omóplatos… te desgarran el corazón, te desgarran los pulmones!

Un pececillo rojo en una pecera rota.

«No esperes nada, Leo. Si la encuentran, no será gracias a esa mujer, ni a otra. No será gracias a un péndulo, una visión, una chorrada de ese tipo. No te dejes embaucar, amor mío. No esperes nada, te lo suplico. No esperes nada.»

He aquí lo que dice tu padre. Tiene razón, por supuesto.

PERO…

¿Cómo detener la esperanza? ¿Cómo detenerla, dime? La esperanza no es algo que pueda controlarse: es la vida misma. La humanidad misma. Y yo todavía soy un ser humano, a Dios gracias.

(¡Si pudiera creer en Dios! ¡Si pudiera creer que hay algo en vez de nada!)

Raphaël razona: desempeña su papel, el papel que yo le asigno. La roca. El acantilado. El lugar donde me arraigo para no descomponerme.

Pero también ha esperado, lo sé perfectamente. Su pragmatismo no es otra cosa que mentira. Personalizado para mí, espectáculo permanente del realismo presentado día tras día en el altar del infortunio: los tapices terciopelo sangre, las candilejas eléctricas, los cielos artificiales.

Tu foto en su cartera desde hace 1.123 días, Madi. Esa foto que él muestra en la calle, los bares, las gasolineras, y la gente mueve la cabeza, eternamente, como si fuéramos a molestarles, agredirles, pedirles dinero… Como si mendigáramos para encontrarte, cariño, ¡y ni una sola moneda llega a nuestra bolsa!

Pero ella ya está aquí.

Sí, cariño, tenía que ser una niña.

Habría preferido un niño, hubiera sido más simple. Por lo menos me parece que habría sido más simple. No sé: ya nada es simple.

Noto cómo se mueve, ¡es tan vigorosa! ¡Una auténtica guerrera! Ella lucha por ti y contigo. Ella te mueve a ti. Ella te conoce, ¿sabes?, le he hablado de ti. Y le hablaré de ti una vez y otra. Larry también nota algo, siempre se enrosca contra mi vientre, dulce, tierno, tranquilizador. Frota su cabeza contra ella, contra nosotros, escucha el latido de su corazón. Le hablamos de ti, cada cual a su manera.

Sí, y podría finalmente hablarle de ti a alguien que no te ha conocido pero merece conocerte. Me siento bien pensando en ello. Si dijera algo así a un desconocido, le parecería chocante. Cruel. Indecente, quizá. Los desconocidos no pueden comprender.

Salomé. Es su nombre.

Lo hemos escogido en función del tuyo.

Madison y Salomé. Salomé y Madison.

Como un poema, uno de tus poemas. Correspondencias, espejo deformante, anamorfosis. ¡Imagino ya el que podrías escribir, Madi! Tenemos la sensación de que nunca podréis existir la una sin la otra.

Complementarias…, dos hermanas.

Nada de sustitución. Nada de sucedáneo.

Será tan evidente que tendrás que volver…

Y yo me repito vuestros nombres, que hacen juego, Salomé, Madison, Madison, Salomé, y me saben a caramelo.

¡Y soy tan feliz…!

No me avergüenza esta felicidad. Tú la compartirás… tú la compartirás.

Su nacimiento es inminente. De modo que espero.

Una vez más, espero.

Nunca olvides que te quiero.

MAMÁ

El sueño azul de los niños muertos

Como siempre, había puesto agua en mi vino. Estábamos en su habitación de la rué des Canettes, eran las dos de la madrugada y Louison acababa de cerrar sus maletas.

—Quédate —me había pedido ella—. Quédate conmigo hasta que tome el avión.

Me había quedado: consideraba cada segundo de más a su lado como un segundo menos de sufrimiento. La estancia se había convertido en una leonera tal que habíamos tenido que subir a su cama para comprobar desde lo alto el contenido de su equipaje. La cámara de fotos (una Leica, naturalmente, «la misma que William Eggleston»); un kilo de películas de color, protegidas por saquitos antirradiaciones; una mochila que implicaba que aparte de las zapatillas cómodas para andar solo podría optar por otro par de zapatos.

—Decide, Stanislas. Será tu participación en mi expedición.

—El helio rojo —había respondido, sin vacilación—. Hace frío en Rusia. Incluso en verano.

Los botines encontraron su lugar en el equipaje y con eso aquello terminó. Ella estaba dispuesta a partir, mi sueño alzaba el vuelo. Había visto que metía unos preservativos en el neceser, pero no había hecho ningún comentario: había tirado la toalla. Ante la imagen de mi inmenso amor, la guerra estaba latente y yo no la citaba. Estaba con ella aquella noche porque me lo había pedido, porque yo lo necesitaba, pero temía que estuviera viéndola por última vez.

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