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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Noche salvaje (18 page)

BOOK: Noche salvaje
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Él podía hacerlo porque no poseía nada.
Nada
que perder. Él no necesitaba ser inteligente, ni borrar sus huellas. Las tenía que borrar yo por él. Él podía hacer un movimiento estúpido tras otro, y todo lo que podía hacer yo era agachar la cabeza y tener la boca cerrada. Él no necesitaba tener agallas. Podía huir de mí, pero yo no podía huir de él. Podía liquidarme de cualquier modo y en cualquier momento, y si le capturaban… Yo tenía que elegir entre modos y momentos, y si me capturaban a mí… ¿No sería responsable? No había ocasión. Si lograba burlar la ley, aún quedaba el Jefe.

Me eché a reír y empecé a ahogarme y a toser. Era un chiste terriblemente bueno el que yo sintiera pena por Jake.

Aquélla fue mi primera reacción; aquello fue lo más condenadamente divertido del mundo, y representó para mí un alivio que hubiera terminado todo. Desde el principio no había encerrado ningún sentido. Yo continuaría buscando lo que quiera que necesitaba encontrar, y no tendría mejores oportunidades de encontrarlo de las que tuve nunca.

Así, pues, fue divertido. Fue un alivio.

Luego comenzaría a calar dentro de mí la fría realidad, y paré de reír y dejó de ser un alivio para mí.

Era demasiado simple, demasiado concreto y fácil. Yo me había pasado la vida nadando en inmundicia, sin poder hundirme por completo en ella ni llegar a la otra orilla. Tenía que seguir adelante, ahogándome como un condenado de vez en cuando. No habría para mí nada tan claro y fácil como esto.

Consulté mi reloj. Me levanté y empecé a pasear de un lado a otro, dando zapatazos en el suelo, frotándome las manos y golpeándome con ellas el cuerpo.

Cuatro-treinta. Parecía como si hubieran transcurrido más horas, como si aquel día yo hubiera hecho demasiadas cosas y madrugado mucho, pero eran sólo las cuatro y media… Kendall dejaría el trabajo a las seis menos cuarto para irse a casa a cenar, y vendría a por mí. Y entonces saldría de aquí.

Hasta entonces no vendría nadie. No había razón para que vinieran, y no vendrían. Pero Kendall no se cambiaría de ropa ni se marcharía a casa sin mí, sin que yo le acompañara.

Cualquier modo, ¿comprenden ustedes?, resultaría más fácil respecto a mí, y eso iba contra las reglas. A mí no me encontrarían lo suficientemente pronto para recibir auténtica ayuda, o lo bastante tarde para hacerme ningún bien.

Cuatro-treinta a cinco-cuarenta y cinco. Una hora y quince minutos. Ése sería el límite. Ni más, ni menos. No lo suficiente para matarme; demasiado, terriblemente demasiado, para dejarme incólume. El tiempo justo para helarme el trasero.

Debí haberme dado por vencido, relajarme y dejar todo intento por hacer alguna cosa. Porque lo que quiera que yo hiciese o dejase de hacer no iba a cambiar nada. Continuaría estando
igual de enfermo, casi
totalmente fastidiado, no
enteramente
desposeído de todo lo que tenía. En aquel momento era cuando necesitaba de todo lo que tenía y no podía ser despojado absolutamente de ello.

No, yo no podía cambiar nada. Pero tenía que intentarlo.

La relajación, el abandono, todo aquello iba también contra las reglas.

Seguí mis paseos de un lado a otro, pisando con fuerza el suelo, abrazándome el tórax; me metía las manos entre los muslos y los apretaba contra ellas. Y cada vez me iba quedando más frío y rígido, y parecía como si mis pulmones empezaran a respirar fuego.

Me encaramé encima de la mesa, tratando de calentarme las manos en la luz del techo. Pero tenía alrededor un protector de alambre, como un pequeño globo, y no me llegaba el calor.

Bajé de la mesa y reanudé los paseos. Trataba de pensar… ¿Y si prendiera fuego? Ajá. No había nada que quemar, y, además, tampoco iba a resultar. Ni siquiera sería aconsejable fumar. El aire no era ya muy puro.

Miré hacia las filas de estanterías, buscando…, buscando algo. Examiné las etiquetas de los gruesos jarros: Extracto de vainilla, Extracto de limón…
Alcohol al 40 por ciento
… Pero yo también sabía mucho de eso. Me sentiría más caliente durante unos segundos, pero luego tendría más frío que antes.

Comencé a enfadarme conmigo mismo. Por lo que más quieras, pensé, ¿qué clase de imbécil eres? Se supone que eres un tipo listo, ¿recuerdas? Tú no te limitas a aceptar las cosas. Si no te gusta una cosa, haces algo al respecto. Encerrado o no, ¿qué más da? Viene a ser lo mismo, exceptuando lo del aire. Supón que…

Supón que viajas en aquel tren cargado de carne, que va rápido y directo de Denton a El Reno. Es noviembre y, al estar cerrados todos los malditos agujeros de la refrigeración, tienes que ir en lo alto, expuesto al maldito viento helado. Y no puedes morir, y harías muy bien en no bajar de allí. Porque te acuerdas de aquel chico emigrante de la jungla de St. Joe, del color de los hierbajos en que estaba echado, haciendo reverencias por una moneda de diez centavos, o por un níquel, o por algo de café, o… ¿Extraño, verdad?

Me acordé. Yo no inventé el truco, pero es muy bueno:

Te cuelas dentro de tu saco de algodón, el saco que empleas para echar el algodón que coges. Tiene nueve pies de largo y es de lona; cierras la boca del saco, dejando una pequeña abertura para que pueda entrar el aire. Y, prácticamente, respiras el mismo aire dentro que fuera del saco, pero en seguida entras en calor. Al cabo de un rato te empiezan a picar y a escocer los pulmones y a dolerte la cabeza. Pero aguantas dentro, manteniendo la imaginación en cosas calientes; calientes, blandas y seguras…

Por descontado que yo no tenía ahora ningún saco de algodón, ni nada parecido a una buena pieza de tela. Pero si encontrara algo para echármelo por encima y empezara a respirar…, bueno, eso me ayudaría. Eché un largo y detenido vistazo en torno a la habitación.

¿El bidón de los huevos? Demasiado pequeño. ¿El barril de la manteca? Demasiado grande; me llevaría demasiado tiempo vaciarlo de manteca. ¿El picadillo de…?

El barrilete estaba lleno sólo en una cuarta parte. Me puse en cuclillas, tratando de medirme en comparación con él, pero el barrilete era demasiado pequeño; realmente no era lo que yo necesitaba. Pero no disponía de otra cosa.

Lo puse boca abajo, me abracé a él y empecé a sacudirlo contra el suelo para que cayera su contenido dulzón a medio congelar. Empecé a raspar su interior con una espátula, aunque era consciente de que podía pasarme toda la noche raspando sin lograr dejarlo limpio. De manera que desistí y me lo puse sobre la cabeza.

Me senté en el suelo con los brazos pegados a los costados y metí la cabeza y los hombros dentro del barril. Luego me levanté y dejé que fuera resbalando sobre mi cuerpo. Apenas me llegaba a las caderas, y pequeñas chorretadas de aquella sustancia viscosa comenzaron a caer y resbalar sobre mí. Pero no había otra opción; el barril era lo único con que contaba. De manera que me llené los pulmones de aire y traté de concentrarme en… en el calor, en la blandura, en el confort y en la seguridad.

Llegué a pensar en la granja que tenía aquel tipo de Vermont, donde criaba todas aquellas cosas. Y me acordé de que había dicho que ya no le pedían más que una cosa. Cerré los ojos y casi podía ver las largas hileras de aquellas cosas. E hice una mueca y reí interiormente, comenzando a sentir una especie de benéfico y abundante calor. Y entonces me puse a pensar, a ver:

…las cabras subían y bajaban por las hileras, andando de lado sobre sus patas posteriores. Y cada vez que llegaban a una hilera levantaban la cola y soltaban el fertilizante. Y cada vez que llegaban al final del liño, descansaban sobre sus cabezas y se ponían a aullar. Tenían que hacerlo. Sabían que con eso no iban a conseguir nada porque allí no había nada que conseguir, pero seguían haciéndolo, moviéndose de lado y hacia atrás, porque así estaban puestas las hileras. Y al final se ponían de cabeza, aullando…

Dejé de pensar en eso.

No encontraba ningún calor en ello.

Volví a pensar en Kendall; en él y en Fay. Me pregunté qué era lo mejor que podía decirles. Y comprendí que lo mejor sería no contarles la verdad.

Fay podía reventar de ira, asustar a Jake o decírselo a cualquier otro. Ella podía espantarse. Si sintiera miedo o resentimiento, si pensara que Jake podía quitarme la pelota…

¿Y Kendall? Si era sincero, metería a Jake en la cárcel tan pronto como moviera la cabeza. Había recibido un golpe del otro, una falsa imputación, porque nada había quedado claro y él era más listo que Jake. Pero si pensaba que Jake había intentado matarme, y
si
era sincero, no podía dejarlo pasar. Tenía que tomar medidas enérgicas para proteger la fábrica.

Si él estaba con el Jefe, entonces era todavía peor. El Jefe ya pensaba que yo podía tener piedras en la cabeza. Le había disgustado que metiera a Fay en aquello…
¿Por qué diablos había hecho eso? Yo podía haber pasado sin ella
. Probablemente tuvo alguna sospecha de que yo pude haber calado a aquel zoquete de Fruit Jar y no me fiaba de él tanto como debía fiarme. Y si pensaba que yo no podía hacer nada mejor que dejarme enredar por el individuo al que se suponía debía enredar yo…

No, tenía que ser un accidente. Aquello no traería nada bueno… Retorcí la muñeca y bajé la vista. Cinco y veinte. Unos veinticinco minutos para marcharme. Una hora y quince minutos. Todo el tiempo que llevaría encerrado. Para un tipo de buena salud no sería suficiente. Tendría gangueos y dolor de garganta, según la capacidad del barril. Conmigo, sin embargo, sería suficiente. No lo hubiera calculado mejor si hubiese estado tratando de dejarme yo mismo fuera de combate.

Veinticuatro minutos…

Ruth. Sabiendo que iba a valerme de Fay, ¿por qué tuve que enredarme con Ruth?

Y Fay, vuelta a Fay. No habría sido nada extraño —y yo no podría culpar mucho por ello al Jefe— si él le hubiera entregado la navaja a Fruit Jar en vez de a mí.

Era evidente que Fay podía ser de una gran ayuda. Era evidente que ella podía hacer las cosas mucho más fáciles para mí. ¿Entonces, qué? Incluso podía hacer algo más, si era capaz de darse cuenta de ello. ¿Porque quién podía fiarse de una dama que iba a ayudar a matar a su propio marido?

El Jefe me había dicho lo que ella podía hacer; él era quien me había señalado el sitio donde debía irme y no volver más allí. Tan sólo lo mencionó una vez y no habló más de ello. Fay ya estaba metida en el asunto, poco más o menos, y lo único que se podía hacer era aceptarlo con gusto. Pero el Jefe no habría sido el Jefe si aquello le
hubiera
gustado. ¡Amigos, seguramente que él me consideró un imbécil!

¡Yo,
Little
Bigger, preparando una cuerda alrededor de mi cuello para ser ahorcado!

Yo no tenía antecedentes ni nada de que pudieran acusarme. Podía ponerme delante de cualquier poli del país sin que nadie fuera capaz de decir: sí, éste es Bigger, nuestro hombre. Nadie podía decir eso y demostrarlo.

Nadie podía, ahora.

Pero en el caso de que me pillaran tratando de matar a Jake Winroy… Si dispusieran de eso para seguir la investigación y penetraran en mi pasado…

Todas las ganancias para Fay. Cuarenta y siete mil dólares para Fay…, y sin que la molestara ningún enano cegato con boca de culo de perro.

…Salí a la hora prevista. Kendall me encontró sobre las seis menos diez, y entre él y otro empleado me llevaron a casa. A las seis y media me encontraba en la cama con dos bolsas de agua caliente y sintiéndome presa de la modorra y el sopor por el efecto de algo que me había dado el médico.

Era el doctor Dodson, el mismo que llamó Fay para Jake. Pero conmigo no se mostraba tan irritable y áspero como había estado con él y con ella. Por todas mis polillas, nadie hubiera pensado que se iba a mostrar tan afable.

Colocó las sábanas sobre mi pecho y me arropó con ellas hasta el cuello.

—Entonces, se encuentra bien, ¿eh? No siente dolores… No importa. No quiero que hable con esa garganta.

Le dirigí una sonrisa y mis párpados comenzaron a cerrarse. Dio media vuelta y se dirigió a Fay:

—Quiero que descanse este muchacho. Debe estar completamente callado, ¿entiende? Nada de tonterías. Nada de tonterías como las de ayer.

—Yo… —Fay se mordió el labio, ruborizándose—. Comprendo, doctor.

—Bien. Procure que lo comprenda su marido. Ahora, si tiene esa silleta de que la hablé hace unos quince minutos…

Ella salió de la habitación. El doctor y Kendall se fueron acercando a la puerta.

Pero yo no estaba todavía dormido del todo, sólo marchaba flotando a la deriva. Y percibí algunos retazos de lo que hablaban.

—¿…totalmente bien?

—Esta vez. Que siga en la cama y… Estará levantado para…

—aliviado de… gran interés personal…

—Sí. Esta vez… no apostaría un centavo…

—… pesimista, Dod. ¿Por qué un próximo…?

—… sin dientes… lentillas. No, mejor hacerlo yo…

—¿… quiere decir que él…?

—… todo. A través de la mesa… nada realmente correcto… no es bueno empezar…

Ésa fue la última palabra que oí.

CAPÍTULO XVI

Estuve en la cama hasta el viernes. O más bien debería decir que estuve en la casa hasta entonces, porque no guardé cama todo el tiempo. Cuando tenía que vomitar o hacer otras cosas me iba al cuarto de baño, procurando que todo quedara bien limpio.

Le decía a todo el mundo que me encontraba bien, que sólo estaba algo débil y cansado. Y, aparte de toda aquella sangre y esputos que saqué de mi cuerpo, que empezaron a disminuir alrededor del jueves, no parecía que tuviera en mí nada rematadamente mal. Casi no sentía dolores. Tal como he dicho, sólo me encontraba débil y cansado. Pero experimentaba la rara impresión de que se habían llevado una gran parte de mi ser.

Sin embargo, lo poco que iba quedando de mí estaba perfectamente bien.

Fay se pasaba mucho tiempo en mi habitación. Y, por supuesto, eso resultaba correcto, ya que se la suponía encargada de mis cuidados. Teníamos mucho tiempo para hablar.

Dijo que Jake, a las once de cada noche, ya estaba de vuelta en casa y metido en la cama. Tal y como lo explicaba ella, Jake se había convertido en un perfecto borrego.

—¿Y qué opinión te merece eso? —le pregunté, un poco al desgaire—. Quiero decir, ¿cómo permite que le domines de esa forma? ¿De qué tiene miedo?

—Toma, pues no lo sé, querido —dijo, encogiéndose de hombros—. Temerá que le deje, supongo.

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