Hay algo que algunos no perdonaremos nunca a la presunta izquierda de este país desgraciado: que con su miopía y su mezquindad haya cedido a la derecha el monopolio de la palabra España. En vez de limpiar los símbolos y las palabras contaminadas por el franquismo, a la izquierda le convino siempre que la engreída derecha siguiera usurpando palabras como patria y bandera nacional, y que se reafirmara como supuesto centinela de los valores tradicionales, de la memoria histórica, que es la médula de cualquier nación seria. Ignoro las veces que Felipe González pronunció la palabra España siendo presidente. Pocas, desde luego. O ninguna. En cuanto a Rodríguez Zapatero, cada vez que lo hace, me pongo a temblar. Esa España suena ahora a pasteleo coyuntural. A chanchullo de taberna.
Y ése es el verdadero problema. El pudrimiento de ciertas palabras y los treinta siglos que simbolizan: tres mil años de extraordinaria herencia dilapidada por izquierdas y derechas incapaces de comprenderla y de conservarla. Ésa es la maldición histórica –la misma Historia que en los colegios y universidades nos niegan y borran– de esta tierra desgraciada donde, cada vez que algo bueno levanta la cabeza, hay innumerables hijos de puta –reyes idiotas, validos arrogantes, curas fanáticos, generales matarifes, políticos miserables– que, guadaña en mano, siguen dispuestos a cercenar la esperanza.
El Semanal, 18 Julio 2005
Hace unas semanas, en la tele, un deportista al que entrevistaban se hizo repetir tres veces la pregunta, y al final confesó que no podía responderla porque no entendía una palabra. Que no se aclaraba con el farfullo del periodista. Creo recordar que la pregunta era: “¿Homesplante la hueva emporá?”, formulada con cerradísimo acento andaluz. Al cabo de un rato, y tras darle muchas vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que lo que el periodista había querido preguntar era “¿Cómo te planteas la nueva temporada?" Y oigan. Nada tengo contra los acentos. Lo juro. Ni contra el panocho de Mursia, ni contra el gallegu, ni contra el valensianet de Valensia, ni contra ningún otro. Todo es parte de la rica pluralidad, etcétera, de las tierras de España; y a mí también me sale el cartagenero cuando estoy con mis paisanos o cuando me cabreo y miento el copón de Bullas. Pero no se trata de acentos. Lo que me dejó incómodo fue el toque chusma de la cuestión. Para entendernos: hace sólo unos años, al periodista del homesplante la emporá, en su televisión, en su radio, en su periódico o en donde fuera, no le habrían dejado abrir la boca. Por cateto.
Y ahora dirá alguien, en plan buen rollito, que también los catetos tienen derecho a ser periodistas y preguntar cosas. Pues lo siento. Niet. Ni de coña. Los catetos, lo que tienen que hacer es dedicarse a otra cosa, o hacer los esfuerzos adecuados para dejar de ser catetos. Y los jefes de los catetos –y las catetas– que andan sueltos por ahí, preguntándoles por las huevas de la emporá a los futbolistas y a los premios Nobel de Literatura, lo que son es unos irresponsables y unos pichaflojas, incapaces de poner las cosas en su sitio y darle dignidad al medio que les paga el jornal.
Hemos llegado a un punto en el que todo vale, donde tener unas tragaderas como la puerta de Alcalá se toma por patente de salud democrática, talante y besos en la boca; mientras que poner las cosas en su sitio, exigir que los estudiantes estudien, que quienes escriben no cometan faltas de ortografía, que los que hablan en público controlen los más elementales principios de la retórica, o por lo menos de la sintaxis, se toma por indicio alarmante de que un fascista totalitario y carca asoma la oreja.
Es devastador el daño que hacen, en ese registro, dos elementos recientemente incorporados en masa a la vida pública: el periodista iletrado y el político analfabeto. Ambos flojean precisamente donde más sólidas debían ser sus vitaminas, y no me refiero sólo al lenguaje infame con que nos vejan a diario; sino también a lo que éste contiene. Un periodista utiliza el idioma como herramienta principal en su trabajo de informar y crear opinión, y un político es alguien que, aparte una presumible formación ética y una cultura –pero de eso no vamos ni a hablar, porque a fin de cuentas estamos en España–, necesita un conocimiento elemental de los recursos de la lengua en la que se expresa cuando habla en público o se dirige a sus ilustres compañeros –o cómplices, o lo que sean– de negocio. Y lo terrible es que la funesta combinación de ambos personajes, periodista iletrado y político cenutrio, es la que marca ahora el tono de la vida pública española.
Nunca hubo tal acumulación de disparates, de bajunería expresiva, de servilismo a lo socialmente correcto, de desconocimiento de las más elementales reglas de la comunicación oral o escrita. La ignorancia, la desorientación y la gilipollez son absolutas: bulling por acoso escolar, mobbing por acoso laboral, género por sexo, fue disparado por le dispararon o fue tiroteado, severas heridas por graves heridas, apostar en vez de proponerse, decidir, querer, intentar, pretender, desear o procurar. Y así, hasta la náusea. Cualquier murga nueva, cualquier coletilla, cualquier traducción pedestre del guiri, cualquier tontería o lugar común, hace fortuna con rapidez pasmosa y se propaga en boca y tecla de quienes, paradójicamente, más deberían cuidar el asunto. Todo eso, claro, acentos y farfullos aparte.
Y así, algunos desoladores productos de la nueva generación de periodistas hijos de la Logse, la desaparición de la antigua, venerable y utilísima figura del corrector de estilo en los medios informativos, y la ordinariez de la ciénaga donde a menudo se nutre la vida política española, nos tienen a merced de tanta mala bestia que nos bombardea con su zafiedad y su incultura, contaminándonos. Y nadie se atreve a exigir lo razonable: que lean y se eduquen, que cambien de oficio o que cierren la boca.
El Semanal, 01 Agosto 2005
Vaya por Dios. Los hoteles, los ayuntamientos, las consejerías correspondientes y los ministerios se preocupan porque el turismo popular de playa anda flojo. Como hay sobreoferta de plazas y la cosa está chunga, acaban de aprobar una aportación pública de muchos millones de mortadelos para darle cuartel al asunto mientras se buscan nuevos mercados en China y en India; que por lo visto son los únicos turistas que aún no han honrado nuestro litoral. Resumiendo: languidece el chollo. Pese a nuestros denodados esfuerzos, los españoles no logramos mantener el liderazgo del turismo chusma. Y es que la chusma es muy veleta, se cansa enseguida, busca sitios más baratos todavía, y es relevada por la infrachusma que, como el sabio, pasa recogiendo las hierbas que la otra arrojó. Pero al final, ni con eso. Ahora resulta que nuestra parafernalia turística se va poquito a poco a tomar por saco, pues quienes llegan a España de vacaciones tienen menos viruta que hace ocho o diez años. Que ya es poco tener. Los únicos turistas forrados que siguen viniendo en masa, por lo visto, son los de las mafias rusas, albanokosovares y de por ahí. Pero ni siquiera en el este de Europa hay gánsters suficientes para ocupar tanto piso playero y chalet adosado.
Y es que la cosa tiene su mandanga. Después de destrozar la costa mediterránea y hacer con ella una pesadilla de cemento –enriqueciendo a mucho especulador, a mucho sinvergüenza y a mucho ayuntamiento–, después de construir miles de urbanizaciones y hoteles casi regalados para guiris con pocos céntimos en el bolsillo, después de reconvertirlo todo –ministros o consejeros autonómicos dirían apostar– para que el turismo popular, tiñalpa, bajuno, nutrido con botella de agua y hamburguesa, se sienta a sus anchas y traiga a sus parientes, amigos y conocidos a disfrutar del veraneo bonito y barato, resulta que ese turismo cutre, en el que estaban cifradas las esperanzas económicas nacionales, se siente tentado por otros destinos que ofrecen la misma cutrez a precios más irrisorios todavía. Quién lo hubiera sospechado.
Y es que los turistas son unos ingratos, unos desconsiderados y unos marditos roedores. Para eso, se lamentan ayuntamientos, empresarios y agencias turísticas, hemos hecho tanto sacrificio, construido tanta urbanización que chupa luz del mismo enchufe, bebe agua del mismo grifo, defeca en el mismo colector frente a la misma playa. Para eso nos hemos cargado la ecología, el paisaje, la salubridad y la vergüenza. Así agradecen esos guiris que hayamos democratizado el turismo litoral, y que España sea el non plus ultra en materia de paradisiacas vacaciones populares a bajo precio. Que hayamos reconvertido, sin complejos, cada restaurante en merendero de sangría y paella infame, cada tienda en chiringuito callejero de bocatas y agua embotellada, a cada individuo en camarero o tendero que traga lo que le echen, a cada guindilla municipal en asesor de turismo con bicicleta, chichonera y calzón corto. Así agradecen el esfuerzo cultural de las fiestas de espuma, los pases de modelos topless, la música pumba-pumba en la calle hasta las tantas de la madrugada. Así devuelven la gentileza de que a cualquiera se le permita entrar sin camiseta, en chanclas y calzoncillos, donde le salga de los cojones, o que se pueda orinar y vomitar cerveza en cualquier esquina con la mayor impunidad del mundo. Así agradecen que, exprimidas las vacas andaluza y levantina, con adosados hasta en los cuernos, le hayamos echado ahora el ojo al cabo de Gata y a la costa murciana desde Águilas al cabo de Palos, donde constructores y políticos –cogiditos de la mano– se relamen de gusto, pues el Estado federal verbenero que nos ocupa tiende a inhibirse y liberalizar la cosa, y los espacios naturales protegidos lo son cada vez menos; en aras, por supuesto, de la España descentralizada, el bien común y el desarrollo del cebollo.
Pero ya ven. Todo ese esfuerzo desinteresado y ese buen rollito nos lo agradecen los guiris yéndose ahora, por dos duros, al Caribe o a Croacia con su mochila. Hay que ser malaje. Menos mal que guardamos una carta en la manga; una baza infalible para atraer, ahora sí, el turismo de élite, el de verdad. El millonetis. Me refiero a los ciento sesenta campos de golf abiertos en los últimos cinco años y a los ciento cincuenta que esperan turno, y que caerán tan seguro como yo me quedé sin abuela. Ahora que nos sobra el agua.
El Semanal, 29 Agosto 2005
Hay que ver. En cuanto se toma dos vasos de sangría en los cursos de verano, cierto historiador inglés se pone a cantar por bulerías sin sentido del ridículo. Me refiero a mister Kamen, don Henry, quien cree que vivir en Cataluña, como vive, y que allí algunos le aplaudan las gracias mientras trinca una pasta de subvenciones, cursos y conferencias, lo convierte en árbitro del putiferio hispano. Así que, tras contar nuestra Historia a su manera, ahora critica cómo la cuentan otros, lamentando que España –a excepción de Cataluña, donde, insisto, mora y nunca escupe– no tenga tan buenos historiadores como él.
Uno, que modestamente tiene sus lecturas, le sigue la pista a mister Kamen y está familiarizado con sus dogmas hechos de frases despectivas sobre este o aquel punto de la historia de España; con sus afirmaciones sin más fundamento que el ambiguo terreno de las notas a pie de página; con su acumulación de citas ajenas; con sus habituales «fuentes manuscritas completamente nuevas» descubiertas en archivos nunca visitados por español alguno, que tanto recuerdan las falsas exclusivas de los diarios sensacionalistas ingleses. Etcétera. En su último libro, Imperio, donde las palabras «nación española» aparecen entre comillas, dedica setecientas once páginas a afirmar que eso de que España conquistó el mundo es un cuento chino, que quienes hicieron el trabajo fueron subcontratas de italianos, belgas, holandeses, alemanes, negros e indios, y que los españoles –«los castellanos», matiza– se limitaron a poner el cazo. En materia cultural, quienes animaron América fueron los holandeses, y a la literatura del Siglo de Oro, cerrada e indolente, no la afectó para nada el humanismo italiano. También afirma que es dudoso que el español fuese la primera lengua de todo el imperio, que Nordlingen la ganaron los alemanes, San Quintín los valones, Lepanto los genoveses, y Tenochtitlán y Otumba los tlaxcaltecas. De postre, las relaciones históricas de los siglos XV, XVI y XVII son propaganda escrita por castellanos a sueldo, Nebrija compuso su gramática española para hacerle la pelota a Isabel la Católica, y Quevedo era, como todo el mundo sabe, un ultranacionalista y un facha.
La última del caballero me honra personalmente. En un reciente artículo de prensa, sostiene que en España nadie, excepto un novelista llamado Benito Pérez Galdós y otro llamado Pérez-Reverte, ha escrito nada sobre la batalla de Trafalgar. Sólo esas dos novelas, dice Kamen, y ningún libro de Historia. «Habrá este año un buen libro académico sobre Trafalgar –dice–, pero se publicará fuera de España». Debería consultar el hispanista los clásicos de Ferrer de Couto, Marliani, Pelayo Alcalá Galiano, Conte Lacave y Lon Romero, por ejemplo. Y si los encuentra desfasados, puede completarlos con el Trafalgar de Cayuela y Pozuelo, Trafalgar y el mundo atlántico de Guimerá, Ramos y Butrón, Trafalgar de Víctor San Juan, Trafalgar de Agustín Rodríguez González, Los navíos de Trafalgar de Mejías Tavero, o la obra monumental, definitiva, La campaña de Trafalgar, del almirante González-Aller. Aparecidos todos antes de la publicación del artículo de Kamen. Mas lo que caiga.
Para el notorio hispanista anglosajón, todo eso no existe. Y además le parece mal que unos aficionados como Pérez Galdós y el arriba firmante –marcando humildemente las distancias con don Benito, matizo yo– hayamos tocado el asunto. Trafalgar es cosa de historiadores, dice, y no de novelistas. De novelistas españoles, ojo. Pues no pone pegas a novelistas anglosajones como O’Brian, Forester, Alexander Kent o Dudley Pope, que –ellos sí–, rigurosos, veraces, pueden escribir cuanto quieran sobre heroicos marinos ingleses que luchan por su nación –esa la escribe Kamen sin comillas– y por la libertad del mundo frente a españoles cobardes, sucios y crueles a los que, encima, durante los abordajes, siempre les huele el aliento a ajo. A diferencia de las inglesas, tan objetivas siempre, Kamen apunta que en las novelas españolas «los buenos son españoles y malos todos los demás», lo que prueba que no se ha enterado de nada, ni con Galdós ni conmigo. De Cabo Trafalgar critica además «el insólito lenguaje», pero eso es lógico: hasta para un hispanista de campanillas, traducir «inglezehihoslagranputa» tiene su intríngulis.