Quieren conmover, y sólo consiguen entristecerte. Y cabrearte.
El Semanal, 29 Diciembre 2002
En la sierra de Madrid anochece gris, brumoso y sucio. Llevo todo el día dándole a la tecla y me apetece estirar las piernas, así que me enfundo la cazadora de piloto del Güero Dávila y salgo a dar un paseo. Cae una llovizna fría, y el agua en la cara me espabila un poco cuando bajo hasta el bar de Saturnino, que está junto a la carretera, en busca de un café. El camino pasa por la iglesia, en cuyo porche me entretengo un rato con don José, el párroco, que está allí con su eterna boina, como un centinela en su garita. Qué te parece lo de ese pobre chico, dice. Y me cuenta. Hace sólo unas horas, muy cerca de aquí, dos heroicos gudaris han asesinado a un joven guardia civil cuando éste se llevaba la mano a la visera de la teresiana para decir buenas tardes. Hablamos un rato del asunto, el páter me cuenta los detalles que ha oído en la radio, y luego me despido y sigo mi camino bajo la lluvia.
Cuando llego al bar, llueve a cántaros. Digo buenas tardes, me apoyo en la barra sacudiéndome como un perro mojado, y pido un cortado con leche fría. Saturnino, que es grande y tripón, deja la partida de mus y pasa al otro lado del mostrador mientras sus contertulios aguardan, pacientes. En la tele, sin sonido, hay un concurso idiota; y en la radio Rocío Jurado canta como una ola, tu amor llegó a mi vida, como una ola. Enciendo un cigarrillo. Junto a mí, en la barra, están cinco albañiles de las obras cercanas; son tipos duros, de manos rudas, manchados de cemento y yeso. Fuman y beben cubatas y carajillos de Magno mientras comentan lo del picoleto muerto, a su estilo: nada que ver con las tertulias políticamente correctas que uno escucha en el arradio ni con los circunloquios del Pepé y el Pesoe. Por lo menos, comenta uno de ellos, un etarrata se llevó lo suyo. Y lástima, añade el otro, que no le dieran un palmo más arriba, al hijoputa. En los sesos. Ése es el tono de la charla, así que tiendo la oreja. Otro cuenta cómo el segundo guardia, herido en el brazo derecho, aún tuvo el cuajo de seguir disparando con la izquierda. Y el del paraguas, añade otro. Ése que pasaba de paisano y corrió a ayudarlos con el paraguas de su mujer como arma. Compañerismo, opina un tercero. Y huevos, apunta otro. Sabe Dios cuántos guardias civiles han muerto ya con esto de ETA, dice alguien. La tira, confirman. Ha muerto la tira. Y ahí siguen, los tíos. Aguantando mecha sin decir esta boca es mía. ¿Os acordáis de sus hijos muertos en las casas cuartel?
Me quedo oyéndolos un rato mientras doy unos tientos al café infame de Saturnino. A veces son como son, comenta un albañil. Tarugos de piñón fijo. Pero hay que reconocer que siempre están donde tienen que estar. ¿No? Martínez, les dicen, ponte ahí hasta que te releven. Y Martínez no se mueve de ahí aunque se hunda el mundo o lo maten. Por ciento ochenta mil pelas al mes que cobran. Y sin sindicatos, que tiene guasa la cosa. Eso vale algo, dice otro. O mucho. La prueba es que la gente dice que tal, cual; pero cuando tienes un problema, ni Gobierno ni rey, ni leches. De los únicos que de verdad te fías en España es de la Guardia Civil. Los cinco siguen un rato comentando el asunto. Y en ésas, como si estuviera preparado, se para afuera un coche verde blanco con pirulos azules. Por la ventana veo como salen dos guardias; otro empuja la puerta y entra. Es un guardia joven y alto. Tal vez se parece al que acaban de matar. Hasta es posible que pertenezca al mismo puesto Villalba, o al vecino de Galapagar. El guardia dice buenas tardes, se quita la teresiana y viene hasta la barra. Un café, por favor, le pide a Saturnino. Solo. Al entrar se ha hecho un silencio. Los albañiles lo miran y hasta los del mus se olvidan de los duples y del órdago. Cuando tiene delante el café, el picoleto saca del bolsillo dos aspirinas, y se las traga con unos sorbos. Qué le debo, pregunta, echándose la mano bolsillo. Saturnino va a abrir la boca, cuando desde el grupo de los albañiles le hacen un gesto negativo. Está invitado, rectifica Saturnino. Por los caballeros.
El guardia se vuelve hacia el grupo y mira un instante sus monos y ropas manchadas. Sus caretos masculinos y honrados, solemnes, sin afeitar, fatigados de todo el día en el tajo. Los cinco lo observan muy serios. Gracias, dice. Algún albañil inclina un poco la cabeza. Nadie sonríe ni dice una palabra. El picoleto se pone la teresiana y se va. Y yo me digo: me han ganado por la mano estos cabrones. Tenía que habérseme ocurrido. Ese café habría debido pagarlo yo.
El Semanal, 12 Enero 2003
No cualquiera puede llevar sombrero. Me refiero a sombrero de verdad, canónico, de fieltro en invierno y de panamá en verano. Y a los fulanos, o sea, a los hombres. Porque a la mayor parte nos sienta como un escopetazo. Lo pensaba el otro día en una ciudad antigua, invernal y adriática, viendo pasar a la gente. Que no sé por qué, en invierno y en ciudades con presunto caché mundano, a tíos que en su vida se han puesto nada en la cabeza les da por encasquetarse un sombrero. Pero no se trata de vestir correctamente o no, concluí tras mucho mirar, o de tener un careto así o asá. Se trata de hábito, supongo. De maneras que vienen de ciertos hábitos. En cualquier película norteamericana de los años 40, el sombrero sentaba de cine. Hasta a los malos. Por no hablar de cómo lo llevaba aquí Alfredo Mayo. O Carlos Gardel. Decía mi abuelo, con cinismo republicano y elegante, que en sus tiempos la boina se llevaba para que los obreros se la quitaran delante del patrón, y el sombrero para que los caballeros se lo quitaran delante de las señoras. Y supongo que se trata de eso. No lo de quitarse la boina y el sombrero, sino lo otro. Lo de sus tiempos. Desplazado por Jamiroquai, por las puñeteras gorras de béisbol o por la falta de costumbre, el sombrero de toda la vida ha pasado de moda, y la gente ya no tiene práctica. Se lleva mal, o con torpeza. Postizo. Sienta como a un Cristo un Kalashnikov AK-47. Pasa como con los sombreros blandos que ahora se usan para la lluvia o para acompañar camisetas de oenegés. Los viejos reporteros, Alfonso Rojo, el abuelo Leguineche y yo mismo, los usábamos hace veinte o treinta años, cuando eran del ejército británico y de lona, y se llamaban sombreros de jungla -no Panama Jack, o Rain Barbour o como carajo ponga en la etiqueta- porque eran para eso: para usarlos en la jungla o en el desierto. Antes era rarísimo encontrarlos. Y lo que son las cosas. Este invierno se han puesto de moda. Sales a la calle y, en vez de paraguas, todo el mundo lleva uno arrugado en la cabeza. Como si fueran de pesca por la Gran Vía.
En fin. Volviendo a lo de la boina y el sombrero de toda la vida, la verdad es que lo de cubrirse la testa no se improvisa. Lo haces como parte de tu educación, profesión o costumbre, o no hay nada que rascar. Sólo recuerdo a dos fulanos capaces de lucir boina o sombrero como si tal cosa. El sombrero lo usa con mucha dignidad mi amigo Sealtiel Alatriste. En cuanto a la boina, hay un hombre joven que la porta con naturalidad: Montero Glez, antes Roberto del Sur. Todo chupaillo y flaco, sin perder la cara de hambre aunque ahora coma caliente, cuando se pone la boina, la gabardina y lleva la colilla de un truja en la boca, el autor de Sed de champán sigue siendo la viva estampa del escritor maldito al que Alfonso le fiaba el tabaco en el café Gijón. Y es que hasta para la boina hay que tener casta. Pasa como con las gorras marineras. Tengo una de marino mercante -la de comandante de submarino alemán, como la llamo pero sólo la uso mar adentro, cuando pega el sol y no me ve nadie. Porque llevarla bien, lo que se dice llevarla como Dios manda, quien la llevaba era John Wayne en El zorro de los océanos. Y, en la vida real y en mis recuerdos, don Daniel Reina en el puente del Puertollano, don Carlos de la Rocha en el Escatrón, o don Antonio Pérez-Reverte en el viejo candrai Viera y Clavijo. Igual que sus colegas, esos capitanes llevaban la gorra como lo de más: en su sitio y bien puesta. Aunque eran otros tiempos, claro. Otros barcos y otros hombres.
En cuanto al sombrero de fieltro tradicional, y a quienes se lo ponen, supongo que el problema no es que encaje fatal con la ropa o el aspecto que tenemos ahora, sino el hecho evidente de que no sabemos qué hacer con él. La legítima, que tampoco tiene ni pajolera idea, dice: te ves muy guapo y elegante, Pepe. Pareces el caballero que no has sido en tu puta vida. Y Pepe, tras probárselo veinte veces ante el espejo, sale a la calle sintiéndose caballero y cosmopolita. Y así ves a Pepe con el sombrero encasquetado en un café, en el vestíbulo del hotel, visitando una catedral o paseándose entre las mesas de un restaurante. Tan satisfecho, el soplapollas. Ignorando que al entrar bajo un techo, lo mismo que en presencia de una señora o de alguien mayor o respetable, lo primero que hace un hombre educado es destocarse. Lleve lo que lleve. Aparte la pinta de cada cual, cuando de veras se nota si alguien sabe usar sombrero o no, es cuando se tiene en las manos, y no en la cabeza. Ahí está el detalle, que decía Cantinflas. La diferencia entre un caballero y un payaso.
El Semanal, 19 Enero 2003
Me cuentan que se murió mi paisano El Muelas. Un par de veces, al referirme aquí a él, lo llamé Paco, por aquello de ‘serrar' un poquillo camuflando pistas. En realidad se llamaba Pepe Muela, con el apellido en singular. Jubilado. Dejó de fumar y de todo lo demás hace casi dos años, pero yo acabo de enterarme. Palmó, según cuentan, con genio y figura hasta las últimas. He telefoneado a mis compadres Ángel Ejarque y Antonio Carnera, viejos colegas de oficio, que lo conocían y respetaban. Un clásico, ha dicho Ángel. Era un maestro y un clásico. Y Carnera, de profesional a profesional -quizá recuerden su famoso timo del abrigo de visón y la torda del Pasapoga- lo ha definido como un genio y un aristócrata de la calle. El inventor del timo del telémetro. El hombre que pasó a la historia de la delincuencia por la venta legendaria, en los años cuarenta, del tranvía 1001: una estafa que, si en España hubiera escuela oficial de timadores, figuraría en el prólogo de todos los libros de texto.
Era de Cartagena, he dicho. A lo mejor porque nació en una ciudad trimilenaria, vieja, mediterránea y sabia, Pepe Muela tuvo siempre una filosofía vital singular. Vivió a su aire, tangando por naturaleza y por oficio. Nunca ejerció la violencia en el curro: todo era a base de talento y mojarra. Estaba dotado para el timo y para trajinar pringados lo mismo que otros lo están para la música, las matemáticas o la política. Fue fiel a sí mismo: un estafador de cuerpo entero hasta el final, cuando con ochenta y dos tacos de calendario, que ya son años, aún tenía arte y labia para engañar al médico que le expedía el certificado del carnet de conducir, o se llevaba al huerto a los contertulios de toda la vida, jubilados como él, ganándoles con trampas al dominó los cupones de la ONCE. Al principio, su nuera se enfadaba cuando Pepe se ponía a contarles peripecias a los nietos. No le hagáis caso al abuelito, decía. Son chistes e inventos. Pero los enanos no tenían un pelo de tontos. Sabían de qué iba el asunto y escuchaban aquellas aventuras sin escandalizarse, como se escucha a los abuelos que saben contar las cosas: con interés, benevolencia y cierto cariñoso escepticismo.
En sus tiempos de señorío y magisterio callejero, Pepe Muela hizo cientos de timos que no fueron tan sonados como el del tranvía o el de la Cibeles -que estuvo a punto de vender pieza por pieza a un turista millonario norteamericano-, jugando casi siempre con la avaricia, la estupidez o la ambición de los pringados. «Sin la complicidad de otro sinvergüenza, que es la víctima -solfa decir-, rara vez funciona esto». Hacía una estampita, un nazareno o un tocomocho con la misma naturalidad con que otros se anudan la corbata; pero eso era para las cañas. Lo suyo eran las estafas complicadas, a varias bandas, que requerían imaginación y logística. Toda su vida fue una inmensa estafa, de cabo a rabo. Nunca dio palo al agua, ni trabajó, ni cumplió otras leyes que las de la calle y las de sus colegas, ni en su vida aforó un arbitrio o una tasa, excepto el IVA, que se le clavaba en el alma porque venía con los precios, y ahí no encontró manera de endiñarla. Tampoco tuvo remordimientos. Sostenía que los mayores estafadores son los políticos, desde cualquier presidente de gobierno hasta el último concejal de pueblo. “El que ni roba ni folla – solía decir- es porque no tiene dónde». Haber sido militar, en sus tiempos, le daba un barniz de señorío y autoridad muy útil profesionalmente: lo que él llamaba el don. «Para todo hay que tener don en esta vida», era otra de sus frases. Había luchado en la guerra civil española -en los dos bandos, por supuesto-, y cerca de la junquera se le escapó por los pelos el tesoro republicano; de modo que, tal vez para probar con el oro de Moscú, se fue a Rusia con la División Azul y se las arregló para volver de teniente. Usó hasta el final sombrero, traje, corbata y zapatos de tafilete. Tuvo suerte: su hijo, nuera y nietos no comulgaban con sus ideas ni su carácter, pero lo adoraban y lo cuidaron en la vejez. Siempre quiso volver a su tierra, así que llevaron sus cenizas a Cala Cortina y las echaron al mar. En la esquela, cuyo texto fue elegido al azar por la empresa funeraria, puede leerse: «Dulce es morir cuando se ha sabido vivir bien. Busqué reposo en el cielo. Allí os espero». De saberlo, se habría tronchado de risa. Quienes lo conocieron podrían pensar que lo dejó escrito. Y hasta lo del cielo es posible. Quizás, apenas llegado al Purgatorio con miles de años de condena por delante, El Muelas se las arregló para estafarle a alguien unas indulgencias plenarias.
El Semanal, 26 Enero 2003
Tengo en casa un antiguo álbum de Castelao: cuarenta y nueve láminas en folio, cada una con su leyenda. Nos, se llama. Nosotros. Los dibujos son de hace casi un siglo: viñetas de la vida gallega campesina y marinera, nacidas como consecuencia de las huelgas de la época, las matanzas de labriegos y el caciquismo. Imágenes y textos tan pesimistas y terribles que, en palabras del autor, queman como un rayo de sol a través de una lupa. De vez en cuando le echo un vistazo a ese álbum, por la belleza de sus estampas y por el conmovedor sentido de sus textos. La lámina número 9 muestra a una pobre aldeana que carga un ataúd rotulado Ley mientras dice: ¡Canto pesa e como fede! («Cuánto pesa, y cómo apesta»). En la número 16, un niño pobre le dice a otro: O que sinto eu é que algún que maltratou a miña naí morra denantes de que eu chegue a hombre («Lo que siento es que alguno que maltrató a mi madre muera antes de que yo llegue a hombre»). Y en la 37, un campesino comenta, hablando de sus rapaces: Téñoche un tan listo que ten quince anos e xa non cre en Deus («Tengo uno tan listo que tiene quince años y ya no cree en Dios»). Hay otras láminas irónicas y terribles, incluida una que me remueve por dentro cada vez que la miro: Eu non quería morrer alá. ¿Sabe, miña naí? En ella, ante una pobre mujer resignada, bajo un crucifijo y una mesa con medicinas, un demacrado emigrante agoniza diciendo: «Yo no quería morirme allá. ¿Sabe, madre mía?».