En fin, amigo. No sé si he respondido a tu carta, pero así lo veo yo. En última instancia, apelo al sentido común y a los viejos libros: ahí comprobarás que en ese lugar del que hablo cabemos todos. Pregúntate cuántos caben en la mezquina patria que quieren fabricarte los oportunistas, los visionarios y los psicópatas.
El Semanal, 10 Noviembre 2002
Pues nada. Que estoy dándole a la tecla, y suena la campana de la puerta: ding, dong. Así que dejo al capitán Alatriste a media estocada y salgo afuera, donde llueve a mares. Camino de la verja, el cabroncete de mi labrador se restriega moviendo el rabo y poniéndome hasta arriba de agua. "No te la dejo en el buzón, porque pone urgente", dice el cartero, que es colega. Así que cojo la carta, vuelvo empapado -el perro aprovecha para colarse y encharcar media casa-, abro la capadora y corto el sobre. Notificación urgente, pone con letras muy gordas. Trago saliva. Glups. En España, por vía urgente sólo llegan demandas judiciales, puñaladas traperas de Hacienda y cosas así. Y el remite no tranquiliza: Garantía jurídica de Fulanez S.L. Angustiado, imagino posibles delitos: una señal de stop, mi cánido le mojó la puerta al alcalde del Pepé, el banco olvidó pagar el impuesto de actividades económicas -en mi pueblo figuro en el extravagante gremio de pintores, ceramistas y escultores-. Cualquiera sabe. El caso es que desdoblo el papel con mucho acojono, y en el interior viene un impreso con apariencia oficial. Garantía jurídica, etcétera, repite el membrete. Delegación de Madrid. Y debajo está mi nombre acompañado por un aterrador: Código y n° personal SPD-28133-5. A esas alturas no me atrevo a seguir leyendo sin telefonear a mi abogado. A saber en qué ando metido. Por fin tomo aire, me siento con cautela y leo:
¿Por qué renuncia a su premio?
¿Por qué renuncia a un televisor o a un premio valorado en 1.724 euros? Usted es la única persona a la que todavía no hemos entregado su televisor.
Leo esas líneas tres veces. Sin dar crédito. Me froto los ojos y las leo otra vez. Al cabo hago memoria, y entonces me pongo a blasfemar en arameo. Gracias a Telefónica y al tío marrano que vendió los datos de los abonados a empresas de buzoneo, con frecuencia recibo en mi casa publicidad que maldito lo que me interesa. A veces hasta llaman por teléfono para informarme de tal o cual oferta de música o de cremas depilatorias. Y entre la abundante basura que llega a mi buzón, hace meses vino una de esas notificaciones-trampa típicas: le ha correspondido tal premio, enhorabuena, para recogerlo vaya a tal sitio tal día a tal hora. Ni se me ocurrió ir, claro. En tal sitio y a tal hora lo que siempre hay es una promoción de cremas de belleza, o de electrodomésticos, o de apartamentos en La Manga. Y aunque regalaran de verdad televisores, me importa un huevo porque ya tengo uno. Así que pasé mucho. Pero al cabo de quince días llegó otra notificación, y luego otra: Le ha correspondido un premio; para recogerlo preséntese con su cónyuge, si son pareja estable y con unos ingresos conjuntos anuales de 12.000 euros, en la dirección tal. Es su última oportunidad. Luego otra más, y al cabo de un tiempo, otra. Todas fueron a la basura, claro. Con la última, harto, llamé al teléfono de contacto. Paso de su premio, dije. Bórrenme. Tomo nota, caballero, me dijo la prójima que se puso al aparato. Pero la nota la tomó mal, por lo visto; pues sigo adelante con la carta de ahora, y leo:
Hace tiempo, nuestro departamento le comunicó que le había correspondido un premio. Esta comunicación se le ha repetido en varias ocasiones, y no hemos recibido todavía respuesta suya. ¿No recibió usted nuestras anteriores cartas, o se le olvidó llamarnos?
¡Pero aún está a tiempo! Llame al teléfono tal y cual. Con mi más cordial saludo: Fulano de Tal. Me abalanzo al teléfono. Marco el número. Pregunto por Fulano de Tal. Está reunido, dice una sicaria, impertérrita. ¿En qué puedo ayudarle? Puede ayudarme, respondo, diciéndole al señor Tal o a quien sea que me olvide para siempre jamás. Ah, bueno, responde -se nota que tiene costumbre-. Si no está conforme con recibir nuestra correspondencia, póngase en contacto con la empresa que figura en la letra pequeña, al dorso. Y cuelga. Me voy al dorso. Un teléfono. Marco. Un contestador: Si desea cancelar sus datos, grábelos. Gracias. Llamo cinco veces, y sale siempre el mismo contestador. Al fin deduzco que hay truco. De modo que me resigno, digo mis datos, y al terminar la voz enlatada anuncia: No se ha grabado nada. Vuelva a intentarlo. Lo intento seis veces más y comprendo que, amén de haber truco, éste es maquiavélico. Te gastas una pasta, y nadie graba ni cancela nada. Miro otra vez el dorso de los cojones, donde figura otra empresa y una dirección de Bilbao como responsable última del fichero, pero sin teléfono. Llamo al 1003. Un joven encantador intenta localizar el número. Imposible, concluye. Es restringido. Me quedo con cara de idiota. Llamo otra vez al primer teléfono, y pregunto si Fulano de Tal sigue reunido. "Efectivamente", responde la de antes. "Lo suponía", digo. Y a continuación explico con detalle todas las cosas que el señor Tal puede hacer con el televisor, con el buzoneo y con la puta que lo parió.
"Grosero", responde la torda. Y me cuelga.
El Semanal, 24 Noviembre 2002
Hay que ver cómo el tiempo, que todo lo masca, cambia las cosas. No sé si recuerdan mi Manual de la perfecta zorra de hace cosa de tres años, con bonitos y útiles consejos para convertirse en chocholoco de rompe y rasga. Ahora tendría que actualizarlo, porque resulta evidente que se ha producido una mutación en las filas del famoseo vaginal. Me refiero a las nuevas zorras tomboleras que vienen pisando fuerte -lo de pisar es delicada perífrasis- y comen terreno a las veteranas. Así coexisten magisterio y juventud. Y es lo bonito de la vida, ¿verdad? Que todo fluye y nada permanece, como dijo Homero, o Espartaco, o uno de aquellos filósofos de antes. Me refiero a la evolución de las especies. Lo malo es que en ese aspecto las especies no siempre mejoran. La zorra española, verbigracia, evoluciona fatal. O involuciona.
A ver si me explico. Antes, llegar a vulpes-vulpi de revista semanal tenía sus requisitos: famosa por mérito propio, legítima de alguien que lo fuera, o -esto era óptimo- causa de que la legítima dejara de serlo. Además, debías moverte en niveles altos de popularidad, sociedad o dinero. En tan favorable contexto, una pájara con pocos escrúpulos y enamoradiza -o simplemente folladiza-, podía hacer carrera; y, baldosa a baldosa, con suerte y combinando hábilmente matrimonios, divorcios, fotos robadas por Interviú y portadas del Diez minutos, llegar a la envidiada categoría de zorra con la vida resuelta. Pero la maquinaria mediática exige combustible, el público ávido pedía más, y la oferta no cubría la demanda. De modo que esa primera categoría de honestas trabajadoras de su propio coño terminó compartiendo portada con una segunda generación: hijas de famosos de la farándula, amigas, cuñadas, primas segundas, novias, esposas o ex esposas de los respectivos de todas ellas, incluyendo hijas, sobrinas y demás familia. Y, aunque con el tiempo se iba perdiendo el rastro de la zorra inicial o primigenia, cabeza de serie, con memoria y habilidad podía rastrearse el apasionante árbol genealógico que situaba, e interrelacionaba, varios escalones de zorras de diversos niveles en torno al núcleo central de media docena de zorras clásicas. Si quieren probar, háganlo. Aún se puede.
El problema es que el mercado, con el éxito de Tómbola -que sigo viendo de vez en cuando por mi amigo Cucho Farina-, la proliferación de la basura rosa en los programas de la tele -todos con su mariquita que a su lado Karmele Marchante parece Oriana Fallaci, se guían exigiendo más madera; y ni siquiera el segundo escalón de productos cárnicos cubría las necesidades. Así que empezó a recurrirse a la chusma de tercer nivel: marmotas preñada por toreros analfabetos, futbolistas o gente así, desprovistas de otro mérito que el de abrir las piernas con la persona adecuada en el momento justo. A partir de ahí, eso ya daba derecho a desfilar en pases de modelos, a viajes organizados a playas paradisíacas para fotos del ¡Hola¡ y a llevar gafas de sol ante las cámaras que te acosan mientras empujas el carrito de las maletas en el aeropuerto de Málaga.
Pero el mercado es como el monstruo devorador de pan rallado. Creció el negocio, las teles rivalizaron en empaquetar bazofia, y para cubrir la demanda masiva se introdujo un cuarto nivel, que a la larga terminó adueñándose del cotarro: la zorra a palo seco. La pedorra siliconada o sin siliconar que pretendiéndose artista o modelo, cuenta cómo se la tiraron Mengano o Fulano, y trinca por ello. Lo que pasa es que eso no podía terminar ahí. Ya metidos en harina, quedaba un paso muy fácil de dar: el que va del cuarto al quinto nivel. De guarra mediática a simple puta. Y lo sigo stricto sensu: la fulana profesional que cobra el servicio, o espera cobrarlo, y hace el recorrido por las teles exactamente igual que antes hizo la calle, y cuenta, interrogada por auténticas perlas del periodismo audiovisual español, cómo se calzó, no ya famosos o famosillos, sino a chusma de su propia calaña primos segundos de chulos cubanos, conocidos de toreros o de cantantes, macrós de discoteca, etcétera.
Total. Que uno mira atrás y cae en la cuenta de que comparado con el género que ahora pregonan, aquellas zorras que antes se divorciaban de marqueses, se emocionaban en el Rocío o tangaban a millonarios fatuos y sesentones, eran unas señoras; incluso las que, para seguir pagándose las aspirinas algunas son adictas a las aspirinas porque les duele mucho la cabeza- se vieron obligadas a montárselo en plan cada vez más bajuno, codeándose con la chusma de niveles inferiores a fin de que las furcias postmodernas no les quitaran el pan. Por eso apoyo sin reservas la creación de una Fundación para la Defensa de la Zorra Española Clásica (FDZEC). Más que nada para preservar la especie, y no mezclar las churras con las merinas, o las meretrices. Que cada cuala es cada cuala, Pascuala.
El Semanal, 01 Diciembre 2002
Miro la foto del Prestige hundiéndose en el Atlántico, y la del capitán Apóstolos Maguras en tierra, entre dos picoletos, con una ruina que se va de vareta -ruinakos totalis lakagastis, capitánides-, y me digo que, pese a la modernidad, a los satélites y a todas esas cosas, el mar sigue siendo lo que siempre fue: un mundo hostil, de una maldad despiadada, del que los dioses emigraron hace diez mil años. Un sitio con reglas estrictas, incluido que a partir de cierto punto no hay reglas y todo se vuelve puro azar. Océanos que dan de comer, enriquecen, arruinan y matan a quienes los navegan. Cambian los tiempos y los modos, claro. Ahora todo eso está informatizado, cotiza en bolsa, abre telediarios, y hasta la prensa rosa disparata a título de experta en la materia. Ahora, también, los daños ecológicos, en un planeta gris que se está yendo a tomar por saco sin remedio, son más devastadores e irreparables. Pero al margen de la ecología, la incompetencia gubernamental, la demagogia, la ignorancia, las buenas intenciones, la legislación marítima y otros etcéteras, las cosas son como siempre fueron. El mar siguen navegándolo y explotándolo quienes se buscan el jornal, pasándose a veces por el forro las normas y los principios porque tienen letras que pagar, hijos a los que alimentar, Bemeuves que ambicionar, señoras caras a las que calzarse; y, frente a eso, a muchos el mañana les importa una mierda. Más o menos como quienes se lo montan en tierra. Lo que pasa es que, a veces, en un barco se nota más. Y los marinos golfos quedan bien en las novelas de aventuras, pero fatal en titulares de prensa cuando meten la gamba: contrabandistas, mercenarios, piratas. Qué cosas. Casi nadie ha dicho estos días que el capitán Maguras se arrimó a la costa haciendo lo que muchos marinos harían en un temporal con un buque averiado: proteger los intereses de su armador y buscar un puerto o un refugio para la tripulación, el barco y la carga.
Los conozco un poquito nada más, pero me vale. Primero, cuando joven lector, gracias a novelas como esa de Traven, El barco de la muerte, o el Lord Jim de Conrad, que explican muy bien de qué va la cosa -navegar literariamente a bordo del Yorikke o del Patna enseña mucho-. Más tarde, como cualquiera que frecuente el mar y los puertos, me los topé aquí y allá, con sus viejos cascarones oxidados y el nombre repintado cuatro o cinco veces, luciendo matrículas y pabellones no ya de conveniencia, sino imposibles. Los he visto limpiando sentinas o tanques entre una mancha de petróleo, varados en playas de África y América como buques fantasmas, abandonados en muelles con o sin tripulación, apresados con toneladas de droga dentro. Escucho las charlas de sus tripulantes por radio -Mario, filipino monkey, nazarovia y todo eso-las noches que estoy de guardia en el mar, las velas arriba, vigilando sus putas luces roja y verde que no me maniobran nunca. También hay experiencias más concretas; como el caso del Tintore, mi primer contacto, hace treinta y cuatro años, con un barco raro -igual lo cuento un día si estoy bastante mamado-: O aquello que recordará Paco el Piloto: lo de Juanito Caminador y la isla de Escombreras por el lado de afuera. O lo del bar Sunderland, en Rosario, la noche del barco que se hundió, glub, glub, justo cuando iba a caducarle el seguro, O ese amigo que se forró traficando con crudo nigeriano y una vez me hizo un favor en Malabo. O los pedazos de chatarra flotante cargados con armas y comida, a cuyos armadores y capitanes solté una pasta gansa -dólares del diario Pueblo para que me embarcaran en puertos griegos, turcos y chipriotas rumbo a Sidón, Beirut o Junieh, cuando la guerra del Líbano a finales de los setenta y principios de los ochenta, incluido el capitán Georgos -en La carta esférica aparece bajo el nombre de Sigur Raufoss-, que en la madrugada del 2 de julio de 1982, burlando el bloqueo israelí, le jugó la del chino a una patrullera, conmigo a bordo, sentado sobre mi mochila el cubierta y bastante acojonado por cierto, diez millas a poniente de la farola de Ramkin Islet.
Resumiendo: algunos, una panda de cabrones. Pero el mar es su medio de vida, y seguirán ahí mientras haya algo que flote para subirse encima y sacarle un beneficio. Por muchas vueltas de tuerca que den las leyes, siempre quedarán rendijas por donde cierta chusma y ciertos barcos seguirán colándose en el telediario y en nuestras vidas. Trampeando, contaminando. Pero, entre toda la cuerda de golfos, los tipos como el capitán Apóstolos Magura y sus filipinos -éstos suelen ser buenos marineros: no vayan a creer- me caen mejor que otros. Sobre todo porque son ellos los que se la juegan, pagan el pato y hasta se ahogan cuando se tercia; nunca, o casi nunca, los cerdos de secano atrincherados en despachos de armadores, fletadores y sociedades interpuestas en paraísos fiscales sin olvidar a tantísimas autoridades marítimas funcionarios corruptos, que son quienes de ven retuercen las leyes, hacen negocio sin mojarse, trincan del mar una tela marinera.