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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (2 page)

BOOK: No me cogeréis vivo
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Ciertamente, la visión del hombre que transmiten estos textos es poco esperanzadora. En ellos habla de la «infame condición humana» y de su infinita «capacidad de maldad y estupidez». «Ninguna guerra es la última —escribe en “Una ventana a la guerra”, artículo que fue galardonado con el premio César González-Ruano de Periodismo—. Ninguna guerra es la última, porque el ser humano es un perfecto canalla».

Hay un progresivo asentamiento del escepticismo en estos textos, si los comparamos con los primitivos de hace catorce años. Es cierto. Pero sin embargo, su mensaje no está desprovisto de agarraderas y de boyas en las que sujetarse en medio del oleaje. En un momento en el que se confunden las fronteras entre el ingenio y la banalidad, en un tiempo de un blando relativismo en el que se equiparan la duda y la falta de ideas, Pérez-Reverte expresa con rotundidad sus convicciones. Y eso es lo que le convierte en un punto de referencia. Rehúye la moralina y el consejo paternal, pero sus artículos no están exentos de una exigencia moral. El 2 de marzo de 2003 publica el artículo titulado «Vieja Europa, joven América», y en él escribe, refiriéndose a Europa: «Este decrépito y caduco continente orillado al Mediterráneo, donde durante treinta siglos se hicieron con inteligencia y con sangre los derechos y libertades del hombre, sigue en la obligación de ser referente moral del mundo».

En este sentido, no pocos de estos escritos surgen de una voluntad ética. Los cimientos sobre los que se asienta esa ética son personales y en algunos aspectos discrepan de los valores en boga o del pensamiento cristiano que ha forjado la cultura europea. «Alguna vez he dicho —escribió el 6 de octubre de 2002— que cuando la vida te despoja de la inocencia y de las palabras que se escriben con mayúscula, te deja muy poquitas cosas entre los restos del naufragio. Cuatro o cinco ideas, como mucho. Con minúscula. Y un par de lealtades». Esas cuatro o cinco ideas se asientan en estos artículos sobre unas pocas convicciones: la dignidad personal, el respeto mutuo, la responsabilidad ante las propias tareas, la honradez, la lealtad, la corrección de las formas.

Hay artículos que son necrológicas de algunas personas o un homenaje o un recuerdo. Y esos artículos suponen una enumeración de las cualidades que Arturo Pérez-Reverte aprecia, el retrato robot de los valores que defiende: la nobleza y el sentido del honor («Por tres cochinos minutos»), la lealtad («El asesino que salvó una vida»), la profesionalidad («Judío, alérgico, vegetariano»), el cumplimiento del deber («Párrocos, escobas y batallas»). También el valor de quienes se juegan la vida por un ideal. O a cambio de nada: sólo por medir su dignidad en la aceptación esforzada de la derrota. El valor de los vencidos. El valor de aquellos que no esperan nada en la pelea. Como se cuenta en aquel pasaje de la Eneida que Pérez-Reverte glosa en «Retorno a Troya», cuando «Eneas y sus compañeros, sabiendo que Troya está perdida, deciden morir peleando; y como lobos desesperados caminan hacia el centro de la ciudad en llamas, no sin que antes Eneas pronuncie ese Una salus victus nulam sperar salutem que tanto marcaría mi vida, mi trabajo, las novelas que aún no sabía que iba a escribir: La única salvación para los vencidos es no esperar salvación alguna».

Bastantes de estos artículos están escritos desde el sarcasmo, que es una mezcla de sentido del humor y de cabreo: «La España ininteligible», «El timo de las prácticas», «El afgano, el ranger y la cabra», «En Londres están temblando», «Somos el pasmo de Europa», «Santiago Matamagrebíes». En este último comenta con ironía la revisión de hechos históricos, personajes y obras artísticas que no responden a lo políticamente correcto en la actualidad: «Esa Rendición de Breda, por ejemplo, donde Velázquez humilló a los holandeses. Ese belicista Miguel de Cervantes, orgulloso de haberse quedado manco matando musulmanes en Lepanto. Esa provocación antisemita de la Semana Santa, donde San Pedro le trincha una oreja al judío Malco en claro antecedente del Holocausto. Y ahora que Chirac nos quiere tanto, también convendría retirar del Prado esos Goya donde salen españoles matando franceses, o los insultan mientras son fusilados. Lo chachi sería crear una comisión de parlamentarios cultos —que nos sobran—, a fin de borrar cualquier detalle de nuestra arquitectura, iconografía, literatura o memoria que pueda herir alguna sensibilidad norteafricana, francesa, británica, italiana, turca, filipina, azteca, inca, flamenca, bizantina, sueva, vándala, alana, goda, romana, cartaginesa, griega o fenicia. A fin de cuentas sólo se trata de revisar treinta siglos de historia. Todo sea por no crispar y no herir. Por Dios. Después podemos besarnos todos en la boca, encender los mecheritos e irnos, juntos y solidarios, a tomar por saco».

El humor se convierte en tabla de supervivencia en un mundo gobernado por la estupidez. La aspereza de la crítica se suaviza con el comentario divertido y con una visión humorística de las situaciones descritas. De manera que en estos artículos se pone en juego un compendio amplio de recursos de humor, de imaginación, ingenio, sarcasmo y esperpento. Es un humor de situación que recrea escenas estrafalarias o inusitadas, con reducciones al absurdo que ponen de manifiesto el disparate. Pero es sobre todo un humor basado en el lenguaje. El lenguaje es la herramienta para transmitir las visiones humorística, coloquial, irónica o esperpéntica. Y éste es uno de los aspectos en los que se aprecia una mayor evolución en estos artículos. El lenguaje se hace en ellos más libre, más creativo, más contundente y más expresivo. Y esa voluntad de estilo es lo que convierte estos textos periodísticos en literatura.

Como he tratado de señalar, en los textos que se recogen en este libro aparecen temas similares a los tratados desde los primeros artículos publicados en El Semanal hace catorce años. Las convicciones del autor permanecen bastante inmutables, y él mismo ha afirmado en varias ocasiones que sus opiniones respecto a ciertos temas «no han variado un ápice». La visión del mundo sigue siendo la misma. Hay una coherente línea de pensamiento en los artículos de Arturo Pérez-Reverte, que se ha mantenido invariable a lo largo de estos años. Como la tozudez del cierzo. Como la coherencia devastadora del huracán.

La voluntad que predomina en ellos es de denuncia. El tono, de enfado y de cabreo. A veces ese tono se suaviza con el humor, la visión divertida, el comentario que suscita la sonrisa o la más hilarante carcajada. En ocasiones se abre una rendija para la simpatía: ante los amigos, ante la mirada comprensiva de un animal, ante el caminar torpe de un anciano, ante el recuerdo de su propia infancia. Artículos como «Paco el Piloto», «Pepe el Muelas» o «Cerillero y anarquista» dibujan la lealtad de los amigos; «Sobre chusma y sobre cobardes» describe la mirada conmovedora de un perro; «La pescadera de La Boquería» levanta acta de un gesto de compasión desinteresado y solidario. En artículos como éstos se destapa a veces la válvula de la comprensión. Porque sorprenden el lado amable pero frágil de la vida, y ponen de manifiesto que «la gente es cada vez más vulnerable, por menos culta»; más vulnerable frente a la tecnología («Pendientes de un hilo»); más indefensa frente a la manipulación («Matando periodistas»); más débil ante el dolor y la desgracia («Nos encantan los Titanics»).

En «El crío del salabre» puede leerse uno de los pocos rellanos que el autor concede a la nostalgia, al evocar su propia infancia de niño pescando entre las rocas del mar. En esas páginas recuerda tiempos no tan lejanos en los que «un niño podía vagar tranquilo por los campos y las playas: el mundo no estaba desquiciado como ahora» y aún «era fácil soñar con los ojos abiertos [ …] Todo eso recordé —concluye— mientras observaba al chiquillo con su salabre en el contraluz rojizo de poniente. Y sonreí conmovido y triste, supongo que por él, o por mí. Por los dos. Después de un largo camino de cuarenta años, de nuevo creía verme allí, en las mismas rocas frente al mar. Pero las manos que sostenían los prismáticos tenían ahora sangre de ballena en las uñas. Nadie navega impunemente por las bibliotecas ni por la vida».

Hay en muchos de los textos de Pérez-Reverte ese dolorido sentir de los versos de Garcilaso: el dolor de saber. «A veces uno sabe más cosas de las que quisiera saber en esta puta vida », comenta tras contar la historia de Cinthia, una joven y hermosa mexicana, a quien le espera un cruel final, de drogadicta, mientras baila desnuda en un tugurio. El conocimiento de tanta desgracia produce ese sentir amargo y dolorido que transmiten algunas de estas páginas.

¿Qué va a encontrar el lector en este nuevo libro de artículos de Arturo Pérez-Reverte? La persistencia en la denuncia, desde luego, y bastante cabreo, ya lo he dicho, pero también unas dosis de humor y algo de afecto. Porque, a pesar de todo, en estos textos no está ausente la esperanza. Se manifiesta, por ejemplo, en uno de sus últimos artículos, «La niña del pelo corto », donde describe a una niña que lee un libro durante el recreo escolar, aislada del bullicio que la rodea. Esa imagen es la expresión de una fuerza más persistente que el impulso racheado del huracán. Ante ella, comenta el autor: «Tal vez esa niña solitaria y tenaz nos haga mejores de lo que somos».

JOSÉ LUIS MARTÍN NOGALES

2001
Dos profesionales

Calle Preciados de Madrid. Media tarde. Corte Inglés y todo el panorama. Gente llenando la calle de punta a punta con el adobo cotidiano de mendigos, vendedores y carteristas. Los mendigos me los trajino bastante a casi todos, en especial a los que se relevan con exactitud casi militar en las bocas del aparcamiento, que unos me caen bien y otros me caen mal, y a unos les doy siempre algo y a otros ni los miro; sobre todo porque me quema la sangre verle a un menda joven y sano la mano tendida por la cara y con tan poco arte, habiendo tomateras en El Ejido y en Mazarrón y tanta necesidad de albañiles en el ramo de la construcción. El caso es que justo en mitad de la calle, interrumpiendo el paso de todo cristo frente a la terraza de un bar, hay un hombre joven arrodillado con las manos unidas y suplicantes, la frente contra el suelo y una estampa del Sagrado Corazón entre los dedos. «Una limosna, por el amor de Dios -dice-. Tengo hambre. Tengo fnucha hambre». Lo repite con una angustia que parece como si el hambre le retorciera las tripas en ese preciso instante; o como si tuviera, además, seis o siete huérfanos de madre aguardando en una chabola a que llegue su padre con unos mendrugos de pan, igual que en las películas italianas de los años cincuenta.

En realidad lo de tengo hambre no lo dice sino que lo berrea a grito pelado, con una potencia de voz envidiable que atruena la calle y hace sobresaltarse a algunas señoras de edad y a unos turistas japoneses, que incluso se detienen a hacerle una foto para luego poder enseñar a sus amistades, en Osaka, las pintorescas costumbres españolas. Y no me extraña que ese fulano tenga hambre, pienso, porque llevo año y medio viéndolo en el mismo sitio cada vez que paso por allí, arrodillado con las manos en oración y gritando lo mismo. Podría irse a su casa, me digo, y comer algo. Lo mismo debe de pensar un tipo que se ha parado junto al pedigüeño y lo mira. Se trata de un treintañero con barba que lleva una mochila pequeña y cochambroso a la espalda, una flauta metida en el cinturón de los tejanos hechos polvo, un perro pegado a los talones -en vez de collar el perro luce un pañuelo al cuello, igual que John Wayne en Río Bravo-, y tiene pinta absoluta de Makoki, o sea, entre macarra, pasota y punki, chupaíllo pero fuerte de brazos y hombros, con tatuajes.

El caso es que el tipo y el perro se han parado junto al que grita que tiene hambre y lo miran muy de arriba abajo, arrodillado allí, la cara contra el suelo y las manos implorantes. Y el Makoki pone los brazos en jarras y mueve la cabeza con aire de censura, despectivo, y nos dirige miradas furibundas a los transeúntes como poniéndonos por testigos, hay que joderse con la falta de profesionalidad y de vergüenza, parece decir sin palabras y sin dejar de mover la cabeza. Que uno sea un mendigo corno Dios manda, con su flauta y su perro, y tenga que ver estas cosas. Y cuando el arrodillado de la estampita, sin levantar la cara del suelo, vuelve a vocear eso de «una limosna, por compasión, que tengo hambre», el Makoki ya no puede aguantarse más y le dice en voz alta «pero qué morro tienes». Lo repite todavía un par de veces con los brazos en jarras y moviendo la cabeza, casi pensativo; y hasta mira al perro John Wayne como si el chucho y él hubieran visto de todo en la vida, trotando de aquí para allá, pero eso todavía les quedara por ver. Y cuando el arrodillado, que sigue a lo suyo como si nada, vuelve a gritar «tengo hambre, tengo hambre», el Makoki se rebota de pronto y le contesta: «Pues si tienes hambre come, cabrón, que no sé cómo te pones a pedir de esa manera». Y luego levanta un pie calzado con una bota militar de esas de suela gorda, amagando como si fue-ra a darle un puntapié. «Asín te daba en la boca», masculla indignado, y después volviéndose de nuevo a la gente los mira a todos como diciendo habráse visto qué miserable y qué poca vergüenza. Después saca del bolsillo un par de monedas de veinte duros, se las enseña al del suelo y le dice: «Pues si tienes hambre, tío, levanta que yo te pago una birra y un bocata». Pero el otro sigue echado de rodillas con la estampita y la cara pegada al suelo como si no lo oyera; así que al fin el Makoki mueve la cabeza despectivo, chasquea la lengua, le dice al perro «venga, vámonos, colega», y él y John Wayne echan a andar calle arriba. De pronto el Makoki parece que lo piensa, porque se para y se vuelve otra vez al pedigüeño que retorna su cantinela de tengo hambre, tengo hambre, y le suelta de lejos: «Ni para pedir tienes huevos, hijoputa». Y luego echa a andar otra vez con su mochila y su flauta y su perro, pisando fuerte, como si afirmara cada uno es cada uno, y a ver si no confundimos una cosa con otra, que hasta en esto hay clases. John Wayne lo sigue pegado a sus botas, el pañuelo de cowboy al cuello y meneando la cola, seguro de sí. Y de ese modo los veo irse a los dos, amo y chucho, con la cabeza muy alta. Serios. Dignos. Dos profesionales.

El Semanal, 07 Octubre 2001

El hombre a quien mató John Wayne

El cine sólo fue cine de verdad cuando era mentira. Eso dice Pedro Armendáriz Hijo con el quinto whisky camino de Santa Fé, en el bar del hotel María Cristina de San Sebastián. Son las tres de la madrugada, o las cuatro, y el ambiente tiene el encanto de aquella gran mentira que hoy parece imposible salvo en momentos mágicos como éste: Fito Páez toca el piano en el pasillo mientras Ana Belén canta apoyada en su hombro, rodeados por María Barranco, el entrañable Pedro Olea, Cecilia Roth, José Coronado, educadísimo y encantador como siempre, y mi amigo que es casi mi hermano, el productor Antonio Cardenal, con las gafas torcidas y la nariz dentro de su White Label con cocacola, sin que falte el camarada Joaquim de Almeida, capitán de abril, inolvidable marqués de los Alumbres, que acaba de unírsenos y la arrastra mortal. Todos están en el pasillo donde se van congregando con sus copas en la mano en torno al piano de Fito y la voz de Ana Belén, y Antonio hace señas para que me una a ellos; pero permanezco en la mesa del rincón, mirándolos de lejos, sin decidirme, porque Pedro Armendáriz sigue contándome cosas de cuando acompañaba a su padre en los rodajes de John Ford, y de cuando trabajó en alguna película con John Wayne. Conozco ya varias de esas historias; pero cada vez que encuentro al hijo de quien se hizo abofetear por María Félix en Enamorada y fue sargento en Fort Apache y también uno de los tres inmortales padrinos de Robert William Pedro Hightower, le hago repetirlas frente a unos cuantos vasos de agua de fuego, y además con la esperanza de que me cuente algo que no sé mientras imita como nadie el acento del Duque diciendo sonofabich.

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