Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Esa noche convocaron otra asamblea. Podía verlos a todos reunidos en círculo en la mitad del campamento. Hablaban en voz baja. Yo solo alcanzaba a oír el murmullo de las conversaciones. De cuando en cuando, alguno alzaba la voz. Las discusiones parecían tensas.
A mi lado, apoyada en una de las esquineras que sostenían el mosquitero, una muchacha estaba de guardia. Era la primera vez que se atrevía a meterse realmente dentro de la carpa: las condiciones del cautiverio a todas luces habían cambiado. La luna brillaba tanto que se veía como si fuera de día. La muchacha seguía con entusiasmo el desarrollo de la reunión, pues estaba mejor entrenada que yo para escuchar en la distancia.
Al darse cuenta de que yo la observaba, se cambió de hombro el fusil, incómoda:
—César está furioso. Les avisaron demasiado rápido a los jefes. Si hubieran esperado un poco, nadie habría sabido nada. Ahora, lo más probable es que lo releven.
La muchacha hablaba sin mirarme, en voz baja, como si no fuera conmigo.
—¿Quién avisó?
—Patricia, la enfermera. Ella es la segunda por antigüedad. Quiere que la dejen al mando. Sentí que caía del zarzo. Hasta en la selva habían intrigas de poder.
A la mañana siguiente, el «socio» de Patricia, es decir, a «lo Farc», su compañero sentimental, se apareció muy temprano con unas cadenas medio oxidadas. Se quedó un buen rato frente a nuestra carpa, jugando con las cadenas, disfrutando haciéndolas sonar con el tintineo agudo que producían los eslabones entre sus dedos. Yo no quería rebajarme a preguntarle para qué iban a usar esas cadenas. Y él gozaba con la mortificación en la que nos sumía la incertidumbre de nuestra condición.
Se acercó con los ojos brillantes, mostrando los dientes. Estaba empeñado en ponernos las cadenas al cuello. Yo no se lo permitía.
Él estaba dispuesto a imponerse por la fuerza. Yo resistía, sintiendo que le daba miedo pasar ese límite. Miró hacia atrás. Se encogió de hombros y afirmó, vencido:
—Pues tocará en los tobillos. Peor para ustedes. Será más incómodo, porque no podrán ponerse las botas.
Sentía un profundo dolor. El pensamiento de estar encadenada no era en absoluto comparable con la realidad de estarlo de veras. Apretaba con fuerza las mandíbulas, sabiendo que debía someterme. En la práctica, no era mucho lo que cambiaba: debíamos pedir permiso para hacer el menor desplazamiento. No obstante, desde el punto de vista psicológico la sensación era terrible. El otro extremo de la cadena estaba amarrado a un árbol grueso, con lo cual la cadena quedaba aún tensada si decidíamos quedarnos sentadas en el colchón y debajo del mosquitero. Esta tensión, al cabo del rato, terminaba por lacerarnos la piel. Me preguntaba cómo podríamos dormir en esas condiciones. Sin embargo, por encima de todo, lo más duro era la perspectiva atroz de no tener esperanza. Con estas cadenas, cualquier fuga se hacía imposible. Ni siquiera tendríamos la posibilidad de imaginar una nueva forma de evasión: era como si nos hubieran sellado vivas debajo de una lápida. Aferrada a lo irracional, le susurré a Clara:
—No te preocupes. De alguna manera vamos a lograr escaparnos.
Con los ojos desorbitados, se volteó hacia mí y gritó:
—¡Ya no más! La que les interesa eres tú, no yo. Yo no soy política. No represento nada para ellos. Les voy a escribir una carta a los comandantes: yo sé que me van a dejar salir. No tengo por qué quedarme aquí contigo.
Clara empezó a escarbar nerviosamente en su morral. Luego, en el colmo de la irritación, gritó a todo pulmón:
—¡Guardia! ¡Necesito papel para escribir!
Clara era una mujer sola llegando a los cuarenta. Habíamos trabajado juntas en el Ministerio de Comercio. Ella había participado en mi primera campaña y luego había decidido regresar al ministerio. Dejé de verla muchos años. Dos semanas antes de nuestro secuestro, ella se había acercado para unirse al equipo de campaña. Éramos amigas pero yo no la conocía realmente muy bien antes.
Clara tenía razón. Yo no podía juzgarla. Habíamos llegado a un punto en que debíamos rendirnos ante la evidencia: nuestra liberación podría tomar meses. Una nueva tentativa de huida sería más difícil, pues nuestro margen de maniobra era cada vez más estrecho. Los guardias estaban en alerta máxima: espiaban todos nuestros movimientos, limitaban al máximo nuestros desplazamientos. Solo nos quitaban las cadenas para ir a los chontos y a la hora del baño. Además, podíamos darnos por bien servidas: uno de los guardias había decidido que debíamos ir a bañarnos con la cadena en el tobillo, arrastrándola después de que la soltaran del árbol. Tuve que acudir a César, quien se mostró benévolo. Por lo demás, nuestra situación se había deteriorado muchísimo. No teníamos acceso al radio. Los guardias, que se relevaban unos a otros, tenían la orden de responder con evasivas a todas nuestras peticiones. Era el método Farc.
No nos decían que no, diferían las cosas, nos mentían, lo cual era aún más humillante. Igual con las linternas: siempre decían que las habían olvidado en la caleta cuando las necesitábamos. Y, sin embargo, pasaban apuntándonos con ellas, el foco de luz en plena cara durante toda la noche. Teníamos que quedarnos calladas.
Tampoco podíamos usar sus machetes, ni siquiera para las labores más rudimentarias. Debíamos pedir ayuda, pero nunca tenían tiempo. Nos pasábamos el día entero debajo del mosquitero, muriéndonos de aburrimiento, imposibilitadas para hacer un movimiento sin molestar a la otra. Por supuesto que comprendía su reacción. Pero claro, su actitud me había herido. Clara me hacía a un lado.
Redactó su carta y me la pasó para que yo la leyera. Era una carta curiosa, escrita en jerga jurídica, como si estuviera dirigida a una autoridad civil. Era de un formalismo que desentonaba en el mundo donde nos encontrábamos. Pero ¿por qué no? Al fin y al cabo, esos guerrilleros nos imponían su autoridad.
Quería hacérsela llegar directamente al comandante. Sin embargo, el joven César no vino. Mandó a la enfermera y fue ella quien le aseguró que la carta llegaría a las manos de Marulanda. Debería esperar dos semanas para obtener respuesta. Toda una eternidad. Con algo de suerte, seríamos liberadas antes.
Una noche, hablando sobre esta carta y la posibilidad de su liberación, Clara y yo nos adentramos en las arenas movedizas de nuestras hipótesis y nuestras fantasías. Ella hacía planes con su regreso a Bogotá, segura de que los jefes reconsiderarían su posición y la dejarían en libertad. Estaba obsesionada con las plantas de su apartamento, que debían de estar secas por falta de cuidados. Se reprochaba no haberle dado a su madre las llaves de su casa y constataba con amargura lo muy sola que estaba en la vida.
Sus pesares despertaron los míos. En un impulso repentino, le agarré fuertemente un brazo para decirle con una intensidad fuera de lugar:
—¡Cuando te liberen, júrame que vas a ver a mi papá inmediatamente!
Ella me miró sorprendida. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz entrecortada. Clara asintió con la cabeza, sintiendo que se había adueñado de mí una emoción poco habitual. Estallé en sollozos, aferrada a su brazo, y le confié las palabras que habría querido decirle a Papá… Quería que supiera que su bendición era mi mayor apoyo. Que revivía constantemente en mi memoria las imágenes de ese momento en que se dirigió a Dios para ponerme en sus manos. Lamentaba no haberlo llamado esa última tarde desde Florencia. Quería contarle cuánto sufría por no haberle dedicado más tiempo de mi vida. En el remolino de actividades en que vivía en el momento de mi plagio, había perdido el sentido de las prioridades. Me había concentrado en mi trabajo, quería cargar el mundo a mis espaldas, y había terminado por hacer a un lado los seres que más quería. Ahora comprendía por qué Papá me decía que la familia era lo más importante en la vida y quería que supiera que estaba decidida a cambiar mi manera de vivir el día que recobrara la libertad.
—Dile que me espere. Dile que resista por mí. Necesito saber que está vivo para tener el valor de seguir viviendo yo también.
Mi compañera había escuchado esta confesión trágica como una intrusa en un drama que no la concernía y frente al cual era indiferente. Ella debía afrontar su propia tragedia y no quería, además, echarse la mía a los hombros.
—Si lo veo le digo que piensas mucho en él —concluyó evasivamente.
Recuerdo que, acostada en el borde del colchón con la cara pegada al mosquitero, tratando de no despertar a mi compañera, lloré toda la noche en silencio, sin que el cansancio lograra secar mis lágrimas. Desde que era niña, Papá siempre había hecho lo posible por prepararme para el momento de nuestra separación definitiva. «Lo único seguro es la muerte», decía con voz de sabio. Luego, cuando estaba seguro de haberme hecho comprender que la muerte no le daba miedo, me decía en tono juguetón: «Cuando me muera, voy a venir a hacerte cosquillas en los pies por debajo de las cobijas». Yo había crecido en esta complicidad inquebrantable que nos permitiría tener, más allá de la muerte, la posibilidad de comunicarnos. Luego, me resigné a pensar que, pasara lo que pasara, Dios me daría la oportunidad de estar cerca de él, tomándole la mano, cuando le llegara el momento de dar el paso al más allá. Casi había llegado a pensar que era un derecho que me correspondía, pues me sentía su hija consentida. Cuando Papá estuvo a punto de morir, un mes atrás, en la clínica, la presencia de mi hermana Astrid había sido mi mejor apoyo. Su fuerza, su control y su seguridad me habían demostrado que la mano fuerte que ayudaría a mi padre a cruzar el Aqueronte, no sería la mía sino la suya. Mi mano podía, por el contrario, retenerlo como un lastre y hacer más dolorosa su partida.
No había considerado la posibilidad de no estar presente en su lecho el día de su muerte. La idea no se había cruzado por mi mente. Hasta el amanecer de ese día.
El sol penetró la selva por todas partes. La tierra exhalaba los vapores de la noche y todos buscábamos extender nuestra ropa en las ramas donde los rayos del sol caían con mayor intensidad.
Dos guerrilleros llegaron cargando sobre los hombros unos palos recién descortezados, que tiraron ruidosamente al pie de nuestra carpa. Algunos palos terminaban en forma de horqueta y con estos empezaron a trabajar. Con cuatro de estos palos gruesos formaron un rectángulo, clavándolos profundamente en la tierra. Repitieron la operación con otros cuatro, más cortos, que enterraron un poco más atrás. Amarraron con bejucos, que habían traído enrollados en aros, una serie de palos más delgados, puestos horizontalmente sobre las horquetas. Era fascinante verlos trabajar.
No se hablaban y parecían perfectamente sincronizados: el uno cortaba, el otro cavaba en el suelo, el uno amarraba, el otro medía. Al cabo de una hora, había frente a nuestra caleta una mesa y un banco, hechos con troncos de árboles, a una distancia que nos permitía llegar a ellos con nuestras cadenas.
El guardia nos autorizó a sentarnos allí. Un rayo de sol caía directamente sobre el banco. No me hice rogar. Quería deshacerme de la humedad de la selva que impregnaba mi ropa. Sentada en mi puesto, tenía una vista privilegiada sobre el economato. Hacia las once de la mañana, vi llegar unos guerrilleros que traían a cuestas grandes tulas de provisiones. Había, como cosa singular, repollos envueltos en papel periódico. Las verduras eran un producto escasísimo, habíamos terminado por comprenderlo. Sin embargo, más extraordinaria aún era la presencia de periódico en el campamento.
Pedí autorización para que nos dieran las hojas del periódico e insistí en que la demanda le fuera formulada al comandante antes de que las tiraran al hueco de la basura. César accedió. Nuestra recepcionista era la encargada de recuperar el periódico. Después del almuerzo, nos llevó unas cuantas hojas arrugadas y húmedas, pero todavía legibles.
Hicimos dos grupos con ellas y nos instalamos en nuestra mesa con el material de lectura, felices de haber encontrado un pasatiempo y un uso adecuado para nuestro nuevo mueble.
El guardia fue relevado y lo reemplazó el compañero de la enfermera. El guerrillero se apostó un poco más lejos, casi escondido por el grueso árbol al que estaban amarradas nuestras cadenas. No dejaba de mirarme y yo tenía cada segundo la incómoda sensación de ser espiada. Pero no había nada que hacer: tocaba aprender a hacer abstracción.
La hoja que tenía frente a mí era de El Tiempo, de algún domingo de marzo. Ya tenía más de un mes de vieja. Era una sección dedicada a los chismes de la farándula, de la política y de la burguesía del país. Un fragmento de lectura obligada para todo aquel que quisiera estar al día de la actualidad social capitalina. Iba a voltear la página para buscar información más consistente cuando una foto en el centro de la página captó mi atención. Regresé a ella y miré con más detenimiento. Era un sacerdote sentado que llevaba una casulla, bordada con colores morado y verde, por encima del alba. Miraba a dos fotógrafos equipados con unos teleobjetivos desmesuradamente largos que apuntaban hacia un blanco por fuera del cuadro. Lo que me llamó la atención no fue la foto en sí misma sino la expresión del sacerdote, la tensión de su rostro, su dolor evidente, y también una cierta rabia que se hacía evidente con la rigidez de su cuerpo. La curiosidad me llevó a leer el pie de foto: «Santa Paciencia. Los reporteros gráficos hacen lo que sea por lograr la mejor de las fotos. Y provocan admiración y mucha paciencia, como la de este sacerdote que fue testigo de las maniobras de dos fotógrafos que buscaron el mejor de los ángulos para tomar el féretro de Gabriel Betancourt, que falleció la semana pasada».
Sentí como si una mano invisible me hubiera hundido la cabeza en el agua. Las palabras y las letras bailaban ante mis ojos y me costaba comprenderlas. Leía y releía y la idea tomaba forma lentamente en mi mente aturdida. Cuando al fin logré asociar la palabra «féretro» al nombre de mi padre, me heló el horror hasta el punto de que perdí el control de la respiración. El aire no me entraba. Me esforzaba, pujaba, pero era inútil: respiraba en el vacío, con la boca bien abierta, como un pez fuera del agua. Me ahogaba sin entender qué me pasaba, sintiendo que el corazón se me había parado y que me iba a morir. Durante todo el tiempo de mi agonía, pensaba: «No es él. Es otra persona. Se equivocaron». Me agarraba al borde de la mesa, sudando frío, asistiendo al espanto doble de su muerte y de la mía, hasta que logré despegar los ojos del periódico y levantar la cara hacia el cielo, buscando oxígeno.