—Ha dicho algo de una reunión.
—En su oficina a las tres de la tarde. Usted, él y alguien de la Policía del estado, no ha dicho quién. Estará allí, ¿verdad?
—Estaré allí.
Bajó del coche para lanzar la taza de café en una papelera que había junto a los surtidores de gasolina. Pasó un antiguo tractor Farmall naranja tirando de un carro sobrecargado de heno. El olor de heno, estiércol y diésel con aceite se mezcló en el aire. Cuando volvió al coche, su teléfono estaba sonando otra vez.
Era Ashton.
—¿Qué nueva línea de investigación?—dijo citando el mensaje de Gurney.
—Necesito que me proporcione algunos nombres: compañeras de clase de Jillian, desde que entró en Mapleshade; y también, sus psicólogos, terapeutas, cualquiera que tratara con ella de manera regular. Además sería útil contar con una lista de posibles enemigos: cualquiera que pudiera haber querido hacer daño a Jillian.
—Me temo que se está metiendo en un callejón sin salida. No puedo darle ninguna de las cosas que me está pidiendo.
—¿Ni siquiera una lista de sus compañeras de clase? ¿Nombres de los miembros del personal con los que podría haber hablado?
—Quizá no le he explicado de un modo claro la política de absoluta confidencialidad del centro. Mantenemos solo el mínimo de registros académicos que exige el estado, y no los conservamos ni un día más de lo que estipulan las regulaciones. Por ejemplo, no estamos obligados por ley a retener los nombres y las direcciones del personal antiguo, y por eso no lo hacemos. No mantenemos registros de «diagnósticos» o «tratamientos», porque oficialmente no proporcionamos ni lo uno ni lo otro. Nuestra política consiste en no informar de nada a nadie, y preferimos que el estado cierre Mapleshade que infringir esa política. Contamos con la confianza de los estudiantes y de sus familias que pocos centros disfrutan, y consideramos que esa confianza única es inviolable.
—Elocuente discurso—dijo Gurney.
—Lo he dado antes—reconoció Ashton—, y es probable que lo vuelva a hacer.
—Así que incluso si una lista de estudiantes que Jillian conocía o de miembros del personal en los que podría haber confiado pudiera ayudarnos a encontrar al asesino, ¿eso no marcaría ninguna diferencia?
—Si quiere expresarlo así.
—Supongamos que darnos esas listas pudiera salvar su propia vida. ¿Cambiaría?
—No.
—¿No le inquieta el incidente de la taza de té?
—No tanto como para dar un golpe letal a Mapleshade. ¿Responde eso a todas sus preguntas…?
—¿Y enemigos fuera de la escuela?
—Supongo que Jillian tenía unos cuantos, pero no tengo nombres.
—¿Y de usted?
—Competidores académicos, envidiosos profesionales, pacientes con el ego magullado, locos que no sufren en silencio…, quizás unas pocas almas en total.
—¿Algunos nombres que quiera compartir?
—Me temo que no. Ahora he de pasar a mi siguiente reunión.
—Tiene un montón de reuniones.
—Adiós, detective.
El teléfono de Gurney no sonó otra vez hasta que estaba atravesando Dillweed, aparcando delante de Abelard’s. Pensaba que le vendría bien una taza de café decente que borrara el horrible gusto que el anterior le había dejado.
El nombre de la persona que llamaba le hizo sonreír.
—Detective Gurney, soy Agatha Smart, la secretaria del doctor Perry. Ha solicitado una cita así como información sobre el rifle de caza del doctor Perry, ¿es así?
—Sí. Me estaba preguntando cuándo podría…
Ella lo interrumpió.
—Puede presentar las preguntas por escrito. El doctor decidirá si le concede una cita.
—No sé si lo he dejado claro en el mensaje, pero esto forma parte de la investigación del asesinato de su hijastra.
—Somos conscientes de eso, detective. Como he dicho, puede presentar preguntas por escrito. ¿Quiere la dirección?
—No hará falta—dijo Gurney, pugnando por contener su irritación—. Todo se reduce a una pregunta muy simple. ¿Puede decir a ciencia cierta dónde estaba su rifle la tarde del 17 de mayo?
—Como he dicho antes, detective…
—Transmita la pregunta, señora Smart. Gracias.
E
stuvo a punto de no verla.
Al acercarse al punto donde el estrecho camino de tierra y grava llegaba a su propiedad y se desdibujaba en la senda de hierba que subía por la pradera hasta la casa, un gavilán colirrojo alzó el vuelo desde un arbusto de cicuta a su izquierda y voló sobre el camino y más allá del estanque. Al observar el ave que desaparecía por encima de las copas de los árboles, atisbó a Madeleine sentada en el banco erosionado, al borde del estanque, medio oculta por unas matas de aneas. Gurney detuvo el coche junto al viejo granero rojo, bajó y saludó.
Su mujer respondió con una sonrisita. No podía estar seguro a esa distancia. Quería hablar con ella, sentía que lo necesitaba. Al seguir el sinuoso sendero de hierba que rodeaba el estanque hasta el banco, empezó a dejarse invadir por la calma del lugar.
—¿Te importa que me siente un rato aquí contigo?
Madeleine asintió con la cabeza suavemente, como si una respuesta distinta pudiera interrumpir la paz.
Dave se sentó y miró más allá de la superficie en calma del estanque, viendo el reflejo invertido de los arces del Canadá en el lado opuesto, algunas de cuyas hojas estaban cambiando a las versiones apagadas de sus colores del otoño. Miró a su mujer y le sobrecogió la extraña idea de que la tranquilidad que ella transmitía en ese momento no era el producto de su entorno, sino que, en un reverso fantástico, su entorno estaba absorbiendo esa misma cualidad de una reserva que ella tenía en su interior. Ya se le había pasado ese pensamiento sobre Madeleine por la cabeza antes, pero esa parte de su mente que despreciaba lo sentimental siempre lo apartaba.
—Necesito tu ayuda—se oyó decir—para ordenar algunas cosas.
Cuando ella no respondió, continuó:
—He tenido un día confuso. Más que confuso.
Madeleine le dedicó una de esas miradas suyas que, o comunicaba mucho —en este caso que un día confuso sería el resultado predecible de implicarse en el caso Perry—, o que simplemente le presentaba una pizarra en blanco en la cual su inquietud podría escribir ese mensaje.
En cualquier caso, Dave continuó:
—Creo que nunca me había sentido tan sobrecargado. ¿Has encontrado la nota que te he dejado esta mañana?
—¿Respecto a la reunión con tu amiga de Ithaca?
—No es lo que llamaría una amiga.
—¿Tu consejera?
Dave resistió un impulso de discutir aquello, de defender su inocencia.
—Un rico coleccionista de arte interesado en los retratos de ficha policial que estaba haciendo el año pasado ha acudido a la galería Reynolds.
Madeleine levantó una ceja en expresión burlona por el hecho de que su marido sustituyera el nombre de la persona con el nombre del negocio.
Dave continuó y dejó caer su bomba con calma.
—Me dará cien mil dólares por copias únicas.
—Eso es ridículo.
—Sonya insiste en que este tipo es serio.
—¿De qué manicomio se ha escapado?
Hubo un sonoro chapoteo al otro lado de las matas de aneas. Él sonrió y dijo:
—Uno grande.
—¿Estás hablando de un sapo?
—Perdón.
Gurney cerró los ojos, más preocupado de lo que estaba dispuesto a reconocer por el aparente desinterés de Madeleine por ese dinero que les caía del cielo.
—Por lo que yo sé, el mundo del arte es más o menos un manicomio gigante, pero algunos de los pacientes tienen un montón de dinero. Aparentemente este tipo es uno de ellos.
—¿Qué es lo que quiere por sus cien mil dólares?
—Una copia que solo tenga él. Tendría que coger las que imprimí el año pasado, mejorarlas de algún modo, introducir una variación en cada una que las haga diferentes de cualquier cosa que la galería haya vendido.
—¿Va en serio?
—Eso me han dicho. También me han dicho que podría querer más de una obra. Sonya tiene en mente la posibilidad de una venta de siete cifras. —Se volvió para ver la reacción de Madeleine.
—¿Una venta de siete cifras? ¿Te refieres a una cantidad superior al millón de dólares?
—Sí.
—Oh, Dios…, eso no es moco de pavo.
Dave la miró.
—¿Estás tratando a propósito de mostrar la menor reacción posible a esto?
—¿Qué reacción debería tener?
—¿Más curiosidad? ¿Felicidad? ¿Algunas palabras sobre lo que podríamos hacer con una cantidad de dinero así?
Madeleine frunció el ceño en ademán reflexivo, luego sonrió.
—Podríamos pasar un mes en la Toscana.
—¿Eso es lo que harías con un millón de dólares?
—¿Qué millón de dólares?
—¿Siete cifras, recuerdas?
—He oído esa parte. Lo que me estoy perdiendo es la parte en que se hace real.
—Según Sonya, es real ahora mismo. Tengo una cita para cenar el sábado en la ciudad con el coleccionista, Jay Jykynstyl.
—¿En la ciudad?
—Haces que suene como si fuera a reunirme con él en una cloaca.
—¿Qué es lo que colecciona?
—Ni idea. Aparentemente cosas por las que paga mucho.
—¿Te parece creíble que quiera pagarte cientos de miles de dólares por fotos modificadas de ficha policial de los peores criminales? ¿Sabes siquiera quién es?
—Lo descubriré mañana.
—¿Te estás escuchando?
Sí que lo hacía. No estaba completamente cómodo por cómo estaba dejando entrever sus emociones, pero no estaba dispuesto a admitirlo.
—¿Qué quieres decir?
—Eres bueno excavando en la superficie de las cosas. Nadie es mejor que tú en eso.
—No lo entiendo.
—¿No lo sabes? Puedes desentrañar cualquier embrollo; una vez lo llamaste «un ojo para la discrepancia». Bueno, esto es, probablemente, lo más disparatado con lo que te has topado en tu vida. ¿Cómo es que no lo estás haciendo?
—Quizás estoy esperando a averiguar más, a descubrir qué es real y qué no lo es, a formarme una idea de quién es este tal Jykynstyl.
—Parece lógico. —Madeleine lo dijo de una manera tan razonable que Dave comprendió que quería decir lo contrario—. Por cierto, ¿qué clase de nombre es ese?
—¿Jykynstyl? Me suena holandés.
Ella sonrió.
—A mí me suena a monstruo de un cuento de hadas.
M
ientras Madeleine estaba preparando un plato de pasta con langostinos para cenar, Gurney se encontraba en el sótano, revisando ejemplares viejos del dominical del
Times
que guardaban para un proyecto de jardinería. (Una de las amigas de Madeleine había conseguido que se interesara en un tipo de semillero en el cual se usaban periódicos para crear capas de mantillo.) Estaba hojeando las secciones de la revista del periódico en busca del anuncio a doble página—que recordaba haber visto—en el que salía la provocativa fotografía de Jillian. Lo que necesitaba era el nombre de la compañía o ver los créditos de la foto. Estaba a punto de rendirse y llamar a Ashton para pedirle esa información cuando encontró la publicación más reciente del anuncio. Se fijó en que, por una macabra coincidencia, había aparecido el día del asesinato.
En lugar de limitarse a tomar nota de la línea de crédito «Karmala Fashion, foto de Allessandro», decidió llevarse arriba aquella sección de la revista. La dejó abierta en la mesa donde Madeleine estaba poniendo los platos de la cena.
—¿Qué es eso?—preguntó ella echando un vistazo.
—Un anuncio de pañuelos muy caros. Demencialmente caros. Es también una foto de la víctima.
—La víc… ¿No te referirás a…?
—Jillian Perry.
—¿La novia?
—La novia.
Madeleine miró de cerca el anuncio.
—Las dos imágenes en la foto son de ella—explicó Gurney.
Madeleine asintió con rapidez, lo cual significaba que ya se había dado cuenta.
—¿Eso es lo que hacía para ganarse la vida?
—Todavía no sé si era un trabajo o algo ocasional. Cuando vi la foto colgada en la casa de Scott Ashton, estaba demasiado asombrado para preguntar.
—¿Tiene eso colgado en su casa? Es un viudo y esa es la imagen que…—Negó con la cabeza; su voz se fue apagando.
—Habla de ella de la misma manera que su madre: como si Jillian hubiera sido una especie de maniaca particularmente brillante, enferma y seductora. La cuestión es que todo el maldito caso es así. Todos los que están relacionados con el caso son geniales o lunáticos o… mentirosos patológicos o… no sé qué. Por Dios, si el vecino de al lado de Ashton, cuya mujer presumiblemente huyó con el asesino, juega con un tren eléctrico bajo un árbol de Navidad en su sótano. Creo que nunca me he sentido tan a la deriva. Es como el rastro. Hay un rastro de olor que la Brigada Canina logró seguir y que conducía al arma del crimen en el bosque, pero no iba más allá, lo cual sugiere que el asesino volvió a la cabaña y se escondió allí, salvo que no hay lugar para esconderse en la cabaña. Durante un instante creo que sé lo que está pasando, pero al cabo de otro me doy cuenta de que no tengo ninguna prueba de todo eso que pienso. Tenemos montones de escenarios interesantes, pero, cuando miramos debajo, no hay nada.
—¿Qué significa eso?
—Significa que necesitamos datos firmes, observaciones de primera mano de testigos creíbles. Hasta ahora ninguna de las hipótesis tiene datos verificables que la sustente. Es muy fácil dejarse llevar por una buena historia. Puedes implicarte emocionalmente con ciertas visiones del caso y no darte cuenta de que todo son imaginaciones. Vamos a comer. A lo mejor la comida ayuda a mi cerebro.
Madeleine puso un gran bol de
pappardelle
con langostinos y salsa de tomate y ajo en el centro de la mesa, junto con pequeños cuencos de queso de Asiago y albahaca picada. Empezaron a comer rodeados de un silencio reflexivo.
Gurney pronto tuvo que hacer un esfuerzo para contener una sonrisa. Se dio cuenta de que esa frustración con el caso, por incómoda que le resultara, estaba arrastrando a Madeleine a una discusión de los detalles, un resultado deseable que había sido incapaz de generar hasta entonces.
Después de unos pocos bocados, Madeleine empezó a jugar con un langostino.
—De tal palo, tal astilla.